“¿Contaste el número de caballos y hombres que han puesto en pie de guerra?” preguntó el monstruo.
Se defendió el diablillo falso:
“Nada más llegar a ese maldito reino, me encontré con un numerosísimo ejército de hombres a caballo y dispuestos para la lucha. En cuanto me vieron, empezaron a gritar, enardecidos: ¡Agarrad a ese monstruo! ¡No le dejéis escapar! No pararon hasta que no me echaron mano y, entre empujones y golpes, me condujeron a presencia de su señor. ¿Cómo iba a contarlos, si estaba muerto de miedo y sus golpes no me dejaban ni ver lo que ocurría a mi alrededor? Lo que sí puedo deciros, de todas formas, es que vi un auténtico bosque de arcos, flechas, sables, cotas de malla, armaduras, lanzas, espadas, hachas de doble filo, estandartes, bolas de hierro, espadas con forma de media luna, cascos, hachas de enorme tamaño, escudos redondos, catapultas, porras de todas las formas y tamaños, tridentes de acero y un sinfín de artilugios bélicos. Eso sin contar sus equipos de guerra, tales como botas altas, cascos, yelmos, corazas, petos, látigos, hondas y mazos de bronce.”
Se burló el monstruo, soltando la carcajada:
“¿Qué es todo eso para mí? Con un poco de fuego me bastará para hacer desaparecer todas esas armas. Creo que deberías ir a decir a la Sabiduría de Oro que deje de preocuparse, de una vez. Al enterarse de que me disponía a entrar en combate, se ha puesto a llorar como una loca. Se alegrará de saber que los suyos han puesto en pie de guerra tan ingente cantidad de hombres y caballos. ¿Cómo no van a derrotarme con semejante despliegue de medios?”
“Eso es precisamente lo que andaba buscando.” se dijo el Rey Mono, complacido, al oír tan inesperada sugerencia.
Como si conociera el camino que conducía a sus aposentos, empezó a abrir y a cerrar puertas y a dejar atrás salones y habitaciones. La Sabiduría de Oro habitaba en la sección posterior del palacio.
Llegándose hasta ella, el diablillo falso se inclinó respetuosamente y dijo:
“Os presento mis respetos, señora.”
Exclamó ella con desprecio:
“¿Quién te envía?”
Le aconsejaron algunas de las doncellas que la atendían:
“No os enojéis con él, señora. Se trata de uno de los funcionarios de más confianza de nuestro señor y responde al nombre de Ida y Vuelta. Por cierto, ha sido él el encargado de hacer entrega esta misma mañana de la declaración de guerra.”
Al oír eso, la mujer dominó lo mejor que pudo su enfado y preguntó:
“¿De verdad llevaste esa declaración al Reino Morado?”
Confirmó Sun Wukong:
“Así es. Entré en su capital y puse los pies en el mismo Salón de los Carillones de Oro. Tuve la oportunidad de ver incluso al rey. De hecho, fue él el que me encargó que trajera su respuesta.”
“¿Qué te dijo?” exclamó, muy excitada.
Wukong respondió:
“Me encargó que os transmitiera unas cuantas palabras desde el corazón, pero me temo que hay demasiada gente a nuestro alrededor.”
Al oír eso, la mujer ordenó a las zorras y a las ciervas que se marcharan en seguida y cerró con cuidado la puerta del palacio.
El Rey Mono se pasó entonces la mano por la cara y, recobrando la forma que le era habitual, dijo:
“No os asustéis, señora. En realidad, no soy más que un monje enviado por el Gran Emperador de los Tang, en las Tierras del Este, al Monasterio de Trueno, en el Paraíso Occidental, en busca de escrituras sagradas. El maestro al que sirvo, Tripitaka Tang, es hermano del mismo emperador. Por mi parte, soy su discípulo más antiguo y respondo al nombre de Sun Wukong. Fue el rey quien me pidió que atrapara al demonio y te salvara de volver a tu país.”
Extrañamente, la mujer permaneció en silencio. Sun Wukong sacó, entonces, las dos pulseras y, entregándoselas respetuosamente con las dos manos, añadió:
“Si no me creéis, mirad bien estos objetos.”
Al verlos, la mujer se echó a llorar y, dijo, echándose a los pies del Wukong:
“Si, en verdad, sois capaz de librarme de esta prisión y de devolverme, sana y salva, a mi reino, tened la seguridad de que os estaré eternamente agradecida.”
Contestó el Rey Mono:
“Es preciso que antes me informéis de algo de vital importancia. ¿Qué clase de objeto valioso cuelga de la cintura de ese demonio? ¿Qué arma poderosa tiene?”
Explicó la mujer:
“No se trata de ningún objeto de especial valor, sino de tres campanas de oro. Cuando sacude la primera, arroja una masa de fuego de más de mil metros de larga, capaz de abrasar todo lo que encuentra por delante. Cuando mueve la segunda, la cantidad de humo que lanza supera mil metros de longitud y ahoga a cuanta criatura viviente se tope con él. Por lo que respecta a la tercera, vomita, hasta una distancia de mil metros, una cantidad increíble de ceniza amarilla, que termina haciendo perder el juicio a la gente. Aunque el fuego y el humo pueden parecer extremadamente peligrosos, la ceniza no tiene que nada envidiarles, ya que es extremadamente venenosa. En cuanto se le mete a alguien por las narices, perece al instante.”
Exclamó el Rey Mono:
“¡Extraordinario! Me pregunto dónde tendrá guardadas esas campanas.”
Exclamó la mujer:
“¿Creéis que las tiene escondidas en algún sitio? Ni lo penséis. Las lleva atadas a la cintura y no se desprende de ellas ni aunque esté dormido.”
Le aconsejó el Rey Mono:
“Si aún amáis al Reino Morado y guardáis por su rey los mismos sentimientos que un día abrigó vuestro corazón, es preciso que renunciéis de momento a la tristeza y a la añoranza. Mostraos coqueta y alegre, permitiéndole incluso acostarse con vos. Cuando hayáis ganado su confianza, convencedle para que os confíe el cuidado de las campanas. Eso me facilitará el poder robárselas y conseguir, así, detenerle.”
La mujer dio en seguida su consentimiento y el Rey Mono, tras metamorfosearse de nuevo en el fiel servidor del monstruo, abrió las puertas del palacio y llamó a las doncellas.
En ese mismo momento la mujer levantó la voz y dijo:
“Ida y Vuelta, no te olvides de comunicar al señor que deseo verle inmediatamente. Es preciso que hable con él de un asunto importante.”
El diablillo falso contestó a grandes voces que así lo haría y se dirigió a toda prisa al Pabellón de Descuartizar, donde informó al monstruo:
“El Palacio de la Sabiduría quiere que os reunáis con ella de inmediato.”
Comentó el monstruo, muy animado:
“Normalmente la señora me trata con indiferencia y desprecio. ¿Qué la habrá hecho cambiar tan de repente?”
Contestó el diablillo falso:
“Quizás el hecho de que, al preguntarme por el Señor del Reino Morado, yo le contesté que ya no la amaba y que había tomado como reina a otra mujer. Al oírlo, dejó de pensar en él y me ordenó que viniera a transmitiros sus deseos.”
Exclamó el monstruo, visiblemente complacido:
“¡Qué gran servicio me has hecho! Cuando haya acabado con ese maldito reino, te nombraré mi consejero personal.”
Tras darle las gracias, el Rey Mono le acompañó a la parte posterior del palacio, donde la mujer le recibió sonriendo coquetamente.
“Sentaos, por favor. Deseo hablar con vos.”
“Hacedlo sin dudar.” replicó el monstruo.
Empezó diciendo la mujer:
“Desde el momento en que me expresasteis vuestro amor hasta ahora han transcurrido cerca de tres años. Aunque en todo ese tiempo me he negado obstinadamente a acostarme con vos, ahora comprendo que estábamos predestinados a convertirnos en marido y mujer. Soy consciente, de todas formas, de que abrigáis contra mí sentimientos encontrados y no me consideráis realmente vuestra esposa. De hecho, cuando, siendo señora del Reino Morado, los embajadores extranjeros venían a ofrecer sus tributos, era yo la encargada de inventariarlos y guardarlos. No quiero decir con ello que vos poseáis muchas cosas de valor. De hecho, sólo vestís pieles y os alimentáis con carnes crudas. Jamás he visto por el palacio sedas, damascos, perlas u oro; hasta los cortinajes están hechos de pieles. Es posible que tengáis grandes tesoros, pero también lo es que vuestros sentimientos hacia mí os han impedido, no digo ya confiármelos, sino dejármelos ver. He oído comentar, por ejemplo, que poseéis una especie de campanas o gongs de gran valor. No sé concretamente lo que son; lo que sí puedo afirmar es que son tres y que no os desprendéis jamás de ellos. ¿No sería más cómodo que me los confiarais y yo los sacara cuando los necesitarais? Después de todo, somos marido y mujer y deberíais mostradme más confianza. De lo contrario, siempre me consideraré una advenediza.”
Exclamó el monstruo, ahogándose en sus propios bufidos:
“¡Tenéis razón, señora! Vuestras quejas no pueden ser más justas. Aquí tenéis las únicas cosas de valor que, en realidad, poseo. Os las confío, para que las guardéis.”
El monstruo empezó a levantarse las ropas, dispuesto a desprenderse de sus tesoros.
Sin pérdida de tiempo las muchachas trajeron una mesa y la llenaron de frutas, verduras y carne de venado y conejo. Llenaron a continuación las copas de licor de coco y la mujer puso en juego todos sus encantos para hacer caer al monstruo en la trampa.
Sin ser visto, el Rey Mono se dirigió hacia la alcoba y tomó con cuidado las tres campanas de oro. El corazón le latía con fuerza, cuando salió del palacio.
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