Sun Wukong se adentró valientemente en el interior de la caverna. A medida que avanzaba iba descubriendo montones cada vez más numerosos de esqueletos, que hacían pensar en auténticos bosques de huesos.
El cabello humano era tan abundante, que todo el suelo estaba cubierto de él, como si de una alfombra se tratara. A pesar de ello, no resultaba difícil ver trozos de carne medio podrida mezclados con el polvo.

De los árboles colgaban, sujetas con tendones de hombre, piezas humanas puestas a secar al sol. Algunas debían de llevar mucho tiempo, a juzgar por su tono amarillento y su aspecto apergaminado. Adondequiera que se dirigiera la vista podían verse montañas de cadáveres y ríos de sangre, que emitían un hedor realmente insoportable. Los diablillos destacados en el sector oriental arrancaban con cuidado los restos de carne que aún quedaban adheridos a los huesos, mientras que los de la sección occidental cocían pacientemente los despojos más frescos.
Wukong, sin embargo, continuó caminando, como si el espectáculo fuera menos repugnante. La cosa cambió al trasponer una segunda puerta. La atmósfera estaba totalmente limpia de malos olores y en el ambiente flotaba una reconfortante sensación de paz y serenidad. A ambos lados del camino crecían las plantas más exóticas que puedan imaginarse y las flores más raras que haya visto jamás ojo humano. Por doquier se veían pinos y bambúes. Tan apacible paraje se extendía a lo largo de siete u ocho millas.
Se levantaba a continuación la tercera puerta, que daba acceso a un salón dominado por los tronos de los tres monstruos, sentados mayestáticamente sobre una plataforma de considerable altura. Su aspecto no podía ser más repugnante y aterrador.
El del medio era la majestuosidad que desprendía el león monstruoso de la melena verdosa. El que estaba sentado a su izquierda era un viejo elefante de colmillos amarillentos, que se había dedicado desde muy joven a la práctica de la meditación. El que ocupaba el asiento de la derecha era la gran águila real.
Alrededor de la plataforma, dispuestos a cumplir sin tardanza sus órdenes, se encontraban cien capitanes armados hasta los dientes, de gesto marcial y ademán fiero.
A pesar de todo, el Rey Mono se alegró al verlos. Con paso decidido se llegó hasta donde estaban los monstruos, dejó caer el badajo de madera y las campanas, levantando la cabeza, dijo:
“Os presento mis respetos, señores.”
Exclamaron al unísono los tres demonios, sonriendo complacientes:
“¡Así que ya has regresado, Pequeño Cortador de Viento!”

Contestó el Rey Mono en el tono de voz más complaciente posible:
“Eso parece.”
Preguntaron los demonios:
“¿Has descubierto algo sobre el Sun Wukong?”
Contestó el Rey Mono:
“Sí, pero no me atrevo a decirlo delante de vuestras señorías.”
“¿Por qué no?” volvió a preguntar el demonio de más edad.
Explicó el Rey Mono:
“Por expreso deseo de vuestras señorías, me adentré en la montaña, haciendo sonar de continuo los dos trozos de madera. No tardé en descubrir a alguien agachado junto a un arroyo. Al acercarme a él, comprobé con horror que era la imagen viva de un dios del trueno. Pero eso no fue todo, porque, cuando se incorporó vi que medía alrededor de treinta metros de altura. Según pude apreciar, estaba limpiando con agua una pesadísima barra de hierro, que, a tenor de lo que le oí murmurar entre dientes, aún no había demostrado todo su tremendo potencial mágico. Dijo también que, en cuanto la tuviera completamente limpia, vendría a machacar con ella las cabezas de vuestras señorías. De ello deduje que debía de tratarse del Sun Wukong y decidí regresar a informaros antes de dar un solo paso más.”
Un sudor frío se extendió de inmediato por el cuerpo del demonio de mayor edad, que dijo, volviéndose tembloroso hacia sus compañeros:
“Ya os advertí que no debíamos molestar para nada al monje Tang. El mayor de sus discípulos es tan impulsivo, que ha decidido usar contra nosotros sus extraordinarios poderes mágicos. Incluso ha empezado ya a limpiar sus armas. ¿Qué podemos hacer, si nadie ha logrado derrotarle jamás?”
Se volvió después hacia uno de los capitanes y le ordenó:
“Decid a los soldados apostados a la puerta de la caverna que entren inmediatamente y cierren la puerta. Es preciso dejar el paso libre a esos monjes.”
Uno de los oficiales estaba al tanto de lo ocurrido y contestó, avergonzado:
“Me temo que no queda ninguno, señor. Cada cual se ha marchado por donde ha podido.”
Exclamó el demonio de mayor edad:
“¡Cómo que se han marchado! Seguro que también ellos se han enterado de lo ocurrido. ¡Id a cerrar las puertas inmediatamente!”
Los capitanes obedecieron sin rechistar.
Vivamente preocupado, el Rey Mono se dijo en seguida:
“Seguro que, en cuanto hayan cerrado las puertas, me pedirán que haga algo de lo que no tengo la menor idea. Eso me pondrá en una situación francamente difícil y es muy posible que acaben capturándome. Creo que, antes de delatarme a lo tonto, lo mejor será que les meta un poco más de miedo. Así volverán a abrir las puertas y yo podré escabullirme, cuando llegue el momento.”
Se acercó un poco más a los monstruos y añadió:
“Me temo que Sun Wukong dijo algo todavía más espeluznante que eso.”
“¿De qué se trata?” inquirió el demonio de mayor edad, mucho más alarmado.
Respondió el Rey Mono:
“Afirmó que, en cuanto os hubiera atrapado, despellejaría a uno, quitaría los huesos al otro y quitaría los tendones al tercero.”
Añadió con voz alterada:
“Además, le oí decir claramente que, si cerrabais las puertas y os negabais a salir, haría uso de sus poderes metamórficos y os sacaría a la fuerza. Como bien sabéis, es capaz de transformarse en una mosca diminuta y meterse por una rendija de la puerta. ¿Qué podéis hacer, entonces, para evitar caer en sus manos?”
Dijo el demonio de más edad:
“Debemos tomar todas las precauciones que podamos. De momento, son muy pocas las moscas que hay en nuestra caverna. Si veis alguna, tened la seguridad de que se trata del Sun Wukong.”
Dijo para sí el Rey Mono, divertido:
“¡Ya os daré yo moscas a vosotros! En cuanto veáis una, os pondréis a temblar de tal manera, que ordenaréis en seguida abrir todas las puertas.”
Volviéndose disimuladamente hacia un lado, se arrancó un pelo del cogote, exhaló sobre él una bocanada de aire sagrado y exclamó:
“¡Transfórmate!”
Al instante se convirtió en una mosca de cabeza brillante, que fue a posarse como una flecha sobre la cara del demonio.
Gritó el monstruo mayor, aterrorizado:
“¡Qué horror! ¿Habéis visto lo que acaba de colarse por la puerta?”
Los diablillos se quedaron mudos de espanto. Pronto fueron, sin embargo, reanimándose y, cogiendo unas escobas, empezaron a dar golpes al aire, tratando de alcanzar a la mosca.
Sin poderse contener, el Rey Mono soltó la carcajada y empezó a reírse como un loco. Eso es precisamente lo que tenía que haber evitado, porque con las risas se descubrió su juego y su cara recuperó la forma que le era habitual. El tercer monstruo saltó en seguida sobre él y, agarrándole, exclamó enfurecido:
“¡Qué tontos hemos sido! ¡Es increíble la facilidad con la que se ha burlado de nosotros!”
“¿Quién dices que se estaba burlando?” preguntó el primer demonio.
Respondió el tercer demonio:
“Este charlatán que no es un Pequeño Cortador de Viento, sino el mismísimo Sun Wukong. Por fuerza se encontró con nuestro emisario, le mató y, haciéndose pasar por él, vino hasta aquí con el ánimo de engañarnos.”
Se dijo el Rey Mono, alarmado:
“¡Así que me ha reconocido!”
Pasándose a toda prisa la mano por la cara, volvió a tomar los rasgos del diablillo muerto.
Añadió, dando un tono tembloroso a sus palabras:
“¿Cómo podéis decir que soy el Sun Wukong? ¿No veis que soy Pequeño Cortador de Viento? ¡Yo no tengo que ver nada con esa bestia!”
Confirmó el demonio de más edad:
“Tiene razón. Es un simple Cortador de Viento. Le conozco bien, porque le hago acudir a mi presencia por lo menos tres veces al día.”
Añadió, volviéndose hacia el Rey Mono:
“¿Te importaría enseñarnos tu placa?”
“Por supuesto que no.” contestó este y, metiéndose la mano por el pecho, se la enseñó a todos.
Exclamó el demonio, totalmente convencido:
“¡Lo ves! No está bien acusar a nadie sin fundamento.”
Se defendió el tercer demonio:
“Pero ¿es que no lo has visto? Hace un momento se estaba riendo con la cara vuelta hacia la pared. Además, vi con toda claridad que tenía el morro como el de un dios del trueno. En cuanto le puse la mano encima, volvió a recobrar el aspecto que ahora tiene.”
Se volvió a continuación al grupo de diablillos y les ordenó:
“Traedme unas sogas.”
Los capitanes cumplieron en seguida sus órdenes. Antes de que el Rey Mono pudiera reaccionar, el tercer demonio le tiró al suelo y le ató, como si fuera una pieza de caza.
Le levantó a continuación las ropas y quedó claro que se trataba del Rey Mono.

Sin dar crédito a lo que veían sus ojos, el demonio de mayor edad exclamó:
“¡Es increíble! Su rostro es el de un Pequeño Cortador de Viento, pero no cabe duda de que su cuerpo pertenece al Sun Wukong. ¡No puede ser otro!”
Y, sin pérdida de tiempo, ordenó a treinta y seis diablillos que fueran a la sala donde guardaban las armas y trajeran el jarrón.
El tercer monstruo quitó, entonces, la tapa y al punto se levantó un huracán violentísimo, que arrebató al Rey Mono y le metió dentro del jarrón.

El tercer monstruo volvió a poner la tapa y la sellaron con particular cuidado.
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