Remontándose de un salto por encima del cielo, no tardó en llegar Sun Wukong a la Montaña de la Nube Morada. No le costó mucho trabajo descubrir la Caverna de las Mil Flores.
Siguió caminando y, al cabo de unos cuantos kilómetros, se encontró con una monja taoísta sentada sobre un cojín.
Al reconocerla, Wukong aceleró el paso y, llegándose hasta ella, la saludó, diciendo:
“Os presento mis respetos, Bodhisattva.”
La Bodhisattva se levantó en seguida del cojín y, juntando las manos a la altura del pecho, preguntó, después de devolverle el saludo:
“Disculpadme, Gran Sabio, por no haber salido a daros la bienvenida. ¿Queréis decirme de dónde venís?”
Exclamó el Rey Mono:
“¡¿Cómo me habéis reconocido con tanta rapidez?! ¿Quién os ha dicho que yo soy el Gran Sabio?”
Explicó Pralamba:
“Cuando sumisteis el Palacio Celeste en una total confusión, vuestro retrato fue mostrado a todos los dioses del universo. ¿Por qué no habría de reconoceros, nada más veros?”
Reconoció el Rey Mono:
“Tenéis razón. Estoy seguro de que no sabéis que me he arrepentido de todo cuanto hice y he aceptado la fe budista.”
Exclamó Pralamba, gratamente sorprendida:
“¡¿De verdad?! ¿Cuándo lo habéis hecho? Permitidme que os dé la enhorabuena.”
Explicó Wukong:
“Por poco no podéis hacerlo, porque he estado a punto de perecer. Ahora soy el discípulo del monje Tang, a quien se ha encargado que vaya al Paraíso Occidental en busca de las escrituras sagradas. Desgraciadamente el taoísta del Templo de la Flor Amarilla le ha envenenado con una taza de té ponzoñoso y, aunque he desplegado contra él todos mis conocimientos bélicos, ha desbaratado todos mis planes, haciendo uso de sus potentísimos haces de luz. De todas formas, he sido afortunado, al enterarme de que únicamente vos podéis poner fin a esos rayos. Ese es el motivo de que haya decidido venir a presentaros mis respetos.”
Replicó la Bodhisattva, sorprendida:
“¿Quién os lo dijo? Llevo sin salir de casa desde la Fiesta de las Limosnas. Nadie me conoce, porque mi nombre ha permanecido oculto durante todo este tiempo. ¿Cómo os las habéis arreglado vos para descubrirlo?”
Replicó el Rey Mono:
“¿Acaso olvidáis mi fama de intrigante? Aunque os hubierais escondido en el centro de la tierra, habría dado con vos.”
Admitió la Bodhisattva:
“Reconozco que astucia no os falta. Estaba decidida a no abandonar este lugar jamás, pero, puesto que habéis venido personalmente a pedírmelo y se encuentra en juego vuestra empresa de conseguir las escrituras, creo que lo mejor será que os acompañe.”
No tardaron en ver el fulgor de los haces de luz y, extendiendo el brazo, Sun Wukong informó:
“Ahí está el Templo de la Flor Amarilla.”
Pralamba se sacó entonces del cuello una aguja de bordar, poco mayor de dos centímetros de larga y tan fina como una ceja.
Protestó el Rey Mono:
“Si hubiera sabido que únicamente necesitabais una aguja de bordar, no habría venido a molestaros. Yo mismo puedo agenciarme un carro entero de ellas.”
Replicó Pralamba:
“Esas agujas de las que habláis están hechas de metal y no sirven para nada. La mía, por el contrario, no tiene nada que ver con el hierro, el oro o el acero. Está relacionada con algo que crece en los ojos de uno de mis hijos.”
“¿Quién es ese hijo del que habláis?” preguntó el Rey Mono.
“La Estrella de Orion.” contestó Pralamba.
Wukong se quedó muy sorprendido y no supo qué decirle.
La lanzó con una mano hacia arriba Bodhisattva Pralamba y al poco tiempo se escuchó un fuerte sonido, que hizo desaparecer al instante todos los rayos de luz.
“¡Es fantástico, Bodhisattva! ¡Realmente fantástico! Vamos a buscar la aguja.” exclamó el Rey Mono.
“¿Para qué? ¿No ves que la tengo aquí?” replicó Pralamba con la palma de la mano extendida.
Wukong y la Bodhisattva descendieron al mismo tiempo de las nubes y se dirigieron hacia el templo. El taoísta estaba acurrucado contra la puerta con los ojos cerrados y sin atreverse a moverse.
Sun Wukong se sacó la barra de hierro de detrás de la oreja con ánimo de asestarle un buen golpe, pero se lo impidió la Bodhisattva, diciendo:
“Déjalo, Gran Sabio. Lo primero que tenemos que hacer es ir a buscar a tu maestro.”
Sun Wukong se dirigió directamente al salón de invitados, donde sus tres hermanos seguían tumbados en el suelo y con la boca totalmente llena de espuma.
Al verlos, Wukong no pudo contener las lágrimas y preguntó, desesperado:
“¿Qué puedo hacer?”
Le urgió Pralamba:
“¡No sigáis lamentándoos, por favor! Aquí tengo tres pastillas que son un auténtico antídoto contra el veneno que han tomado.
En seguida se las confió a Wukong, encargándole que metiera una en la boca de cada monje.
Le costó trabajo abrirles los dientes, pero consiguió hacerles tragar a todos el remedio. La medicina no tardó en llegar a sus estómagos y, poco a poco, empezaron a reaccionar. Pero no recobraron el conocimiento hasta que no hubieron expulsado todo el veneno.
Bajie fue el primero que se incorporó, quejándose lastimosamente:
“¡Tengo unas ganas terribles de devolver!”
“¡Qué mareo! ¿Qué ha ocurrido?” exclamaron, por su parte, Tripitaka y Bonzo Sha, abriendo los ojos.
Explicó Sun Wukong:
“Habéis sido envenenados con una taza de té ponzoñoso. Deberíais agradecer a la Bodhisattva Pralamba que os haya liberado de la muerte.”
En seguida Tripitaka se puso de pie y se arregló las ropas lo mejor que pudo, antes de darle las gracias.
“¿Dónde está ese taoísta?” preguntó Bajie.
Dijo el Rey Mono, señalando con la mano:
“Está ahí fuera, acurrucado contra la puerta y haciéndose pasar por ciego.”
Bajie agarró el rastrillo y trató de ir a matarle, pero se lo impidió Pralamba, diciendo:
“Tratad de calmaos, Mariscal de los Juncales Celestes. El Gran Sabio está al tanto de que vivo completamente sola. Me gustaría llevarme a ese taoísta, para que se encargue de guardarme la puerta.”
Le señaló con el dedo. Al instante se le desprendió del cuerpo una especie de polvillo y se manifestó tal cual era: un enorme ciempiés de cerca de dos metros de largo.
Pralamba lo cogió con un dedo y, montándose en una nube, se dirigió a toda prisa hacia la Caverna de las Mil Flores.
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