Cuando más voraces parecían las llamas, se oyó una voz en lo alto, que decía:
“¡Aquí me tienes, Sun Wukong!”
Wukong miró hacia arriba y vio que era la Bodhisattva Guanyin. En la mano izquierda sostenía su inmaculado florero de porcelana, mientras sacudía con la derecha su ramita de sauce, tratando de apagar el incendio con el rocío sagrado que siempre llevaba consigo.
Wukong escondió a toda prisa las campanas por la cintura y, juntando las manos a la altura del pecho, inclinó la cabeza, respetuoso. A la Bodhisattva le bastaron unas cuantas gotas de rocío para apagar el fuego y hacer desaparecer totalmente el humo y las cenizas amarillentas.
Golpeando el suelo con la frente, Wukong dijo:
“No sabía que la Gran Misericordiosa había decidido descender a este mundo mortal. De haber tenido noticia de ello, habría dejado todo para daros la bienvenida. ¿Puedo preguntaros hacia dónde os dirigís?”
“He venido simplemente a detener a este monstruo.” contestó la Bodhisattva.
“¿Cuál es el origen de esta bestia, para que os hayáis molestado en venir a dominarla?” volvió a preguntar el Peregrino.
Explicó la Bodhisattva:
“Se trata, en realidad, del lobo de pelaje rojizo, en el que solía cabalgar. Un día el muchacho que cuidaba de él se durmió y esta fiera aprovechó la ocasión para romper la cadena que le tenía sujeto y vino aquí.”
Respondió Sun Wukong:
“Lo que acabáis de contarme me parece muy bien. Por vos estoy dispuesto a dejarle vivir, pero no me parece justo permitirle marchar sin haber recibido un castigo ejemplar. Si no tenéis nada que objetar, antes de que os lo llevéis, voy a propinarle veinte golpes con mi barra de hierro.”
Replicó la Bodhisattva con su dulzura habitual:
“Si en algo estimas mi aparición, Wukong, te agradecería que, por el honor de mi nombre, le perdonaras totalmente. Si lo haces, el mérito de su captura será exclusivamente tuyo. Considera, además, que, en cuanto levantes tu barra contra él, su vida se disipará irremediablemente.”
Sólo entonces se volvió la Bodhisattva hacia el monstruo y le regañó, severa:
“¡Maldita bestia! Si no recobras ahora la forma que te es habitual ¿cuándo piensas hacerlo?”
El monstruo se dejó caer al suelo y, revolcándose una sola vez por el polvo, se mostró tal cual era. El animal sacudió su piel y la Bodhisattva montó sobre su lomo. Pero le faltaban las tres campanitas que llevaba colgadas del cuello.
“Devuélveme las campanas, Wukong.”
“¿Campanas?” repitió el Rey Mono.
“¿Qué me contáis a mí de campanas? Yo no tengo ninguna.”
Exclamó la Bodhisattva, perdiendo la paciencia:
“¡Qué mono más ladrón! Si no se las hubieras robado, ni siquiera habrías podido acercarte a él. ¡Entrégamelas inmediatamente!”
“Os aseguro que yo no las he visto.” dijo el Rey Mono, riendo.
Concluyó la Bodhisattva:
“En ese caso, voy a recitar ese conjuro que tú y yo sabemos.”
Asustado, el Rey Mono musitó, temblando de pies a cabeza:
“¡No lo hagáis, por favor! ¡Aquí tenéis las campanas!”
En cuanto la Bodhisattva terminó de ajustar las campanas al cuello del lobo, volvió a montarse con indescriptible gracia sobre su lomo. La Gran Misericordiosa inició entonces el camino de regreso a los Mares del Sur.
Wukong entró en la Caverna de Xie Zhi y, en un abrir y cerrar de ojos, acabó con todos los diablillos.
Se dirigió después a la parte posterior del palacio y pidió al Palacio de la Sabiduria que se dispusiera a regresar con él a su patria.
La mujer no pudo mostrarse más agradecida. El Rey Mono arrancó un manojo de hierba y, formando con él la tosca imagen de un dragón, dijo a la mujer:
“Montaos en esto y cerrad los ojos. No tenéis nada que temer. Si lo hacéis, no tardaréis en llegar al lado de vuestro esposo.”
Ella se mostró obediente en todo. El Rey Mono recurrió a su magia y todo cuanto pudo oír la dama fue el sonido huracanado del viento. Al cabo de media hora llegaron a la capital del reino. En cuanto hubieron tomado tierra, el Rey Mono se volvió hacia su acompañante y le dijo.
“Podéis abrir ya los ojos, si queréis.”
La reina así lo hizo y al instante reconoció las torres del dragón y los cenadores del fénix. Loca de alegría, bajó del dragón de hierbas en el que había hecho todo el viaje y se dirigió en compañía del Rey Mono hacia el salón del trono.
Al verla, el rey se levantó de su asiento y corrió, emocionado, hacia ella.
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