Episodio 104. Trata de hacerse por segunda vez con el abanico

Wukong se da cuenta de que le han engañado, pero no se desanima.

Se dijo el Rey Mono:

“Ya que, la Diablesa no me prestaba el abanico, bien podría transformarme en el Rey Demonio Toro y tratar de engañarla. De esa forma, podré conseguir el verdadero abanico y no tendré que volver a pelear con mi enemiga.”

No tardó en tomar la identidad del Rey Toro, se elevó por encima de las nubes y se dirigió hacia la Montaña de la Nube de Jade. En cuanto hubo alcanzado la Caverna de Plátano, gritó con voz autoritaria:

“¡Abrid las puertas!”

Las dos muchachas encargadas de dar la bienvenida a los visitantes obedecieron sin rechistar. Al ver que se trataba del Rey Toro, corrieron a informar a la señora, diciendo:

“El señor acaba de llegar.”

Al oírlo, la Princesa del Abanico de Hierro se arregló el pelo lo mejor que pudo y salió, gozosa, a su encuentro.

“¡Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que nos vimos!” exclamó, galante, el falso Rey Toro.

“Que el cielo derrame sobre tu cabeza sus diez mil bendiciones” respondió la Diablesa, inclinando respetuosamente la cabeza.

“¿Quieres explicarme qué viento te trae hoy por aquí?”

El falso Rey Toro contestó:

“En fin, últimamente he oído decir que está a punto de llegar a la Montaña de Fuego un tal Sun Wukong, que se dirige al Paraíso Occidental en compañía del monje Tang. Es muy posible que venga a pedirte el abanico para poder proseguir el viaje. Ya sabes cuánto le odio. Cuando aparezca por aquí, llámame en seguida y te aseguro que le haré picadillo. Sólo así vengaremos a nuestro hijo.”

Al oír eso, la Diablesa se echó a llorar y dijo:

“No sé si lo creerás, pero ese mono casi acaba conmigo.”

“¿Quieres decir que ha conseguido trasponer la montaña?” exclamó el Rey Mono con una ira fingida.

Contestó la Diablesa:

“No, no, todavía no. Ayer mismo vino a pedirme que le entregara el abanico, pero, al recordar la desgracia que había traído sobre nuestro hijo, me puse la armadura y le asesté varios tajos con mis dos espadas. Soportó bien el dolor y tuvo, incluso, la desfachatez de llamarme cuñada, alegando que cierta vez hicisteis un pacto de hermandad. No puedo vencerlo y tuve que entregarle el abanico.”

“¡No debiste hacerlo!” exclamó el falso Rey Toro, desalentado, dándose en el pecho golpes de rabia.

“¡Qué equivocación más grande la tuya! ¿Cómo pudiste entregar nuestro tesoro a ese mono? ¡Creo que me voy a morir de impotencia!”

“No te pongas así, por favor. Le entregué un abanico falso. ¿Qué otra cosa podía hacer?” le aconsejó la Diablesa, soltando la carcajad.

Wukong respondió:

“¿Estás segura? ¿Dónde has metido el auténtico?”

El falso Rey Toro y la Princesa del Abanico de Hierro - Viaje al Oeste
El falso Rey Toro y la Princesa del Abanico de Hierro

Riendo como una muchacha, la Diablesa sacó un abanico un poco más pequeño que una hoja de almendro y se lo entregó a Wukong, diciendo:

“¿No es éste el tesoro del que hablas?”

El Rey Mono se quedó perplejo y no supo qué contestar. No podía creer que aquel fuera el abanico.

Al verle contemplándolo con tanto detenimiento, la Inmortal del Abanico de Hierro dijo:

“Deja el abanico y bebe algo.”

Así que los dos hombres volvieron a beber. Después de un rato, el Rey Mono preguntó:

“¿Cómo puede una cosa tan pequeña apagar unas llamas cuya altura sobrepasa las ochocientas millas?”

El vino había embotado totalmente la mente de la Diablesa y no dio ninguna importancia a las dudas que manifestaba su falso marido.

“Mi señor, sólo hemos estado separados dos años, ¿cómo pudiste olvidar tan pronto cómo funciona este tesoro? Se nota que estos dos últimos años te has entregado por completo al placer. ¿Acaso no recuerdas que debes apretar con el pulgar de la mano izquierda la séptima cinta roja de su mango y recitar las palabras «expira, inspira, sopla y ronca» para hacer más grande el abanico? Este abanico posee, como bien sabes, unos extraordinarios poderes metamórficos. De todas formas, por muy altas que sean las llamas, no hay fuego que se resista a su fuerza.”

El Rey Mono tomó buena nota de esas palabras y se metió el abanico dentro de la boca. Recobró a continuación la forma que le era habitual y dijo, pasándose, triunfante, la mano por el rostro:

“¿Crees realmente que soy tu marido? ¡Mírame bien, Diablesa!”

La Inmortal del Abanico de Hierro se quedó tan desconcertada, que empezó a derribar con los pies todas las mesas y sillas que encontraba. La vergüenza le roía el corazón y comenzó a gritar desesperada:

“¡Quiero morirme! ¡Quiero morirme!”

Wukong no se preocupó más de ella. Se zafó con desprecio de sus brazos y, en dos zancadas, abandonó la Caverna. Montó a toda prisa en una nube y se dirigió al encuentro de su maestro.


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