Tras despedirse del leñador, Wukong se dirigió hacia la entrada de la Caverna de Plátano.
Sus puertas estaban cerradas a cal y canto, pero la belleza del paraje en el que se hallaba enclavada no podía ser más extraordinaria.
El Rey Mono gritó:
“¡Abre la puerta, hermano Toro!”
Los portones se abrieron y apareció una muchacha con una cesta de flores en las manos y un pequeño rastrillo a la espalda. Ningún adorno embellecía su cuerpo, que aparecía cubierto totalmente de harapos. Se notaba, sin embargo, que su espíritu poseía una fuerza extraordinaria. El Rey Mono la saludó, respetuoso, juntando las palmas de las manos y dijo:
“¿Os importaría anunciar mi llegada a la princesa? Soy un humilde monje que se dirige hacia el Occidente en busca de escrituras. Desgraciadamente, en mi camino me he topado con la Montaña de Fuego y he venido a suplicar a vuestra señora que me preste su abanico, para poder proseguir el viaje.”
La muchacha preguntó:
“¿Cómo os llamáis y a qué monasterio pertenecéis? Es preciso que me lo digáis para poder anunciaros con toda la corrección exigida.”
El Rey Mono contestó:
“Soy originario de las Tierras del Este y mi nombre es Sun Wukong.”
La muchacha volvió a entrar en la caverna y después de un rato, la Diablesa salió de la caverna con dos espadas en las manos.
“¿Dónde está ese tal Sun Wukong?” gritó la Diablesa.
“Aquí mismo, respetable cuñada” contestó el Rey Mono, inclinándose respetuosamente ante ella a manera de saludo.
“¡Yo no soy cuñada tuya! Además, ¿de qué me valen a mí tus saludos?” replicó la Diablesa con desprecio.
Respondió el Rey Mono:
“Respecto a lo primero, estáis muy equivocada, porque en cierta ocasión hice un pacto de hermandad con vuestro esposo, el Rey Toro. Fuimos en total siete los hermanados. Que yo sepa, eso me da derecho a consideraros y llamaros cuñada.”
La Diablesa gritó, aún más enfurecida:
“¡Maldito mono! Poco pensaste en esos lazos de hermandad, cuando apresaste a mi hijo. ¿Qué tienes que decir a ese respecto?”
“¿Vuestro hijo? ¿Queréis explicarme quién es vuestro hijo?” repitió el Rey Mono, aparentando sorpresa.
Contestó la Diablesa:
“El Muchacho Rojo, el Santo Niño de la Caverna de la Nube de Fuego, que se halla enclavada junto al Arroyo del Pino Seco. ¡Tú le privaste de sus posesiones en la Montaña Rugiente! ¿Cómo crees que voy a dejarte marchar, si llevaba tiempo buscando la manera de vengarme de su desgracia? Jamás pensé que tú mismo fueras a darme la ocasión de hacer realidad mi deseo.”
Tratando de aplacarla con una sonrisa, dijo el Rey Mono:
“Me parece que no habéis comprendido bien lo que ocurrió. Antes de culparme con la crudeza con que lo hacéis, deberíais saber que vuestro hijo capturó a mi maestro y trató de comérselo, cocido al vapor. Afortunadamente la Bodhisattva Guanyin se lo impidió y, en vez de castigarle, le concedió el título de Joven de la Riqueza de la Bondad. Desde entonces, habita en el mismo lugar que la Bodhisattva, lleva una vida de total dedicación a la práctica de la virtud y ni la enfermedad ni la muerte pueden nada contra él. ¿No creéis que, en vez de volver contra mí el volcán de vuestra ira, deberíais agradecerme lo que he hecho por vuestro hijo? No es justo dar muerte a quien nos ha salvado la vida.”
“¡Deja de decir tonterías, de una vez, maldito mono!” bramó la Diablesa.
“Agacha la cabeza y déjame darte unos cuantos mandobles con la espada. Si eres capaz de aguantar el dolor, te prestaré el abanico. En caso contrario, te mandaré a ver al Rey Yama.”
Respondió el Rey Mono, doblando las manos y acercándose a ella con gesto risueño:
“No hablemos más. Ahora mismo voy a doblar la cabeza, para que descarguéis sobre ella todos los golpes que queráis. Os permito que la golpeéis hasta que os fallen las fuerzas. Pero recordad que, en cuanto acabéis, debéis prestarme vuestro abanico.”
Sin detenerse a discutir sobre detalles, la Diablesa levantó los brazos y dejó caer un tajo terrible sobre la cabeza del Rey Mono, pero no le hizo el menor efecto. Más de diez veces repitió la acción, sin embargo los resultados no mejoraron. Para el Rey Mono aquello era como un juego. La Diablesa, por su parte, comenzó a ceder terreno al miedo y, dándose la vuelta, trató de huir. Afortunadamente, Wukong logró agarrarla de la túnica y dijo:
“No es eso lo que habíamos convenido. ¿Adónde se supone que vas? ¡Préstame inmediatamente el abanico!”
“No estoy dispuesta a prestártelo con tanta facilidad” contestó la Diablesa.
Concluyó el Rey Mono:
“En ese caso, prueba el sabor de mi barra de hierro.”
La Diablesa comprendió que la barra del Rey Mono era un arma formidable y que no existía nadie capaz de superar sus habilidades guerreras.
Consciente de que no iba a poder derrotarle, sacó su abanico de plátano y, volviéndolo contra el Rey Mono, lo sacudió una sola vez. Al instante se levantó un huracán, que le arrastró como si fuera una brizna de hierba. De esta forma, pudo regresar, triunfante, a su caverna.
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