El tiempo pasó a la velocidad de una flecha y las estaciones se sucedieron unas a otras con la rapidez con que se mueve la rueca de un tejedor.
Al calor insoportable del verano le sucedieron las primeras heladas del otoño tardío.
No obstante, a medida que el maestro y sus discípulos continuaban hacia delante cada vez sentían más calor. Sorprendido, Tripitaka tiró de las riendas al caballo y dijo:
“¡Qué extraño! Estamos ya en otoño. ¿Cómo es posible que haga de repente tanto calor?”
Contestó Bajie:
“Quizás no lo sepáis, pero existe, camino del Oeste, un reino que responde al nombre de Su Ha-Li y en el que se refugia el sol, tras ponerse todos los días. Eso explica que sea conocido entre la gente como el Reino del Fin de los Cielos. Este mismo calor que ahora sentimos debe de ser producto de la puesta del sol.”
Al oírlo, Wukong soltó la carcajada y dijo:
“No sabes ni lo que te traes entre manos. Ese Reino de Su Ha-Li del que hablas está mucho más adelante.”
Cuando más enfrascados estaban en esa discusión, vieron junto al camino una casa grande en el pueblo. Justamente en ese momento salió de ella un anciano.
Monje Tang se bajó del caballo y dijo a Wukong:
“Vete a la casa y pregunta a ver a qué obedece todo este calor.”
Pareció desconcertado al ver al Rey Mono y, apoyándose con fuerza en su bastón, gritó:
“¿Qué clase de extraño ser eres tú y de dónde procedes? ¿Se puede saber qué es lo que te ha traído hasta mi puerta?”
Inclinándose, Wukong contestó:
“No os asustéis, por favor, respetuoso. No soy ningún ser extraño, sino un monje enviado por el Gran Emperador Tang de las Tierras del Este en busca de escrituras sagradas. Conmigo viajan otros dos hermanos y un maestro. Al entrar en la noble región en la que vivís, nos percatamos del desconcertante clima que en ella reina, particularmente este horrible calor que todo lo invade, y decidí venir a preguntaros a qué obedecen estas temperaturas tan altas y cuál es el nombre de tan digno lugar.”
“Espero que me disculpéis. Mi vista no es todo lo buena que quisiera y al principio no os había reconocido.” contestó el anciano, sonriendo aliviado.
“No os preocupéis por eso” respondió Wukong.
“¿Dónde está vuestro maestro?” volvió a preguntar el anciano.
“Allí. Es aquel que está junto al camino.” contestó Wukong.
El anciano pidió:
“Decidle que se acerque, por favor. En mi casa siempre hay un lugar para los caminantes.”
Tras darle las gracias, Tripitaka preguntó:
“¿Cómo es que en esta distinguida región hace tanto calor en el otoño?”
Explicó el anciano:
“Este lugar es conocido como la Montaña de Fuego y en él no existen ni la primavera ni el otoño.”
Volvió a inquirir Tripitaka:
“¿Dónde está situada exactamente? ¿Se encuentra dentro de la ruta que conduce hacia el Oeste?”
El anciano contestó:
“Por aquí es imposible llegar al Oeste, porque aproximadamente a sesenta millas de aquí se levanta esa terrible montaña que cierra el paso a todos los caminantes. Sus llamas se extendieron por ochocientas millas que devoran todo a su alrededor.”
Tripitaka cambió de color y no se atrevió a preguntar nada más.
En ese mismo instante pasó por delante de la puerta un joven con un carrito, gritando:
“¡Tortas de arroz! ¡Vendo tortas de arroz!”
Wukong preguntó:
“¿Quieres decirme de dónde sacas la harina para hacer estas tortas?”
“Aquí solemos decir que, si deseas harina para las tortas, tienes que ir a pedírselo al Inmortal del Abanico de Hierro” respondió el hombre.
“¿Qué tiene que ver ese inmortal con la cocina?” preguntó el Rey Mono.
Explicó el hombre:
“Da la casualidad de que el inmortal del que te hablo posee un abanico muy especial. Cuando lo sacude una vez, se apaga el fuego; si lo hace dos veces, se levanta el viento, y a la tercera empieza a llover. Sólo entonces podemos cultivar nuestros campos y conseguir las magras cosechas de las que obtenemos esta harina. Sin la ayuda del inmortal y su abanico, no crecería absolutamente nada en esta región.”
“¿Dónde vive el Inmortal del Abanico de Hierro?” inquirió el Rey Mono.
El hombre contestó:
“¿Para qué queréis saberlo? Pero, según veo, no tenéis nada que regalarle y me temo que el inmortal no atenderá vuestros deseos, si os presentáis ante él con las manos vacías.”
“¿Qué clase de presentes son los que le agradan?” preguntó Tripitaka.
El anciano confirmó:
“Lo que os ha dicho ese vendedor es cierto. Las gentes de aquí suelen entrevistarse con él cada diez años. En esas ocasiones acostumbran llevarle cuatro cerdos, otras tantas ovejas, algo de dinero y regalos, las mejores frutas del tiempo, pollos, patos y vino dulce. Antes de dirigirse a la montaña del inmortal a pedirle que venga aquí a ejercitar su enorme poder, se bañan con esmero y se ponen sus mejores galas.”
“¿Cómo se llama esa montaña y a qué distancia está de aquí aproximadamente?” volvió a preguntar el Rey Mono.
“Se encuentra hacia el sudoeste y todo el mundo la conoce por el nombre de Montaña de la Nube de Jade. En ella hay La Caverna de Plátano. Los que van desde aquí tardan aproximadamente un mes en volver, ya que nos separa de ella una distancia que ronda mil cuatrocientas cincuenta o sesenta millas.”
“Eso no es ningún problema. Estaré de vuelta en un abrir y cerrar de ojos.” dijo el Rey Mono, sonriendo.
Exclamó el anciano:
“Esperad un momento. Es preciso que comáis antes y que llevéis algo de comida seca. Además, deberán acompañaros como mínimo otras dos personas, pues no hay ningún asentamiento humano por los alrededores y todo el camino está lleno de tigres y lobos. Es imposible hacer ese viaje en un solo día. Os advierto que no va a resultaros nada divertido.”
El Rey Mono contestó, riendo:
“Os agradezco vuestro interés, pero no necesito nada de eso. Ahora mismo voy a ir para allá.”
No había acabado de decirlo, cuando desapareció de la vista de todos.
“¡Qué cosa más extraordinaria! ¿Cómo iba a saber yo que se trataba de un hombre santo, capaz de viajar por encima de las nubes?” volvió a exclamar el anciano, asombrado.
Wukong no tardó en llegar a la Montaña de la Nube de Jade. Cuando más entretenido estaba buscando la entrada de la caverna, oyó que un leñador estaba cortando leña en lo más recóndito del bosque.
“Aceptad mi sincero saludo” dijo Wukong, inclinando levemente la cabeza.
El leñador dejó a un lado el hacha y le preguntó, después de saludarle de la misma forma:
“¿Adónde vais, maestro?”
“¿Es ésta la Montaña de la Nube de Jade?” inquirió, a su vez, el Rey Mono.
“Así es” respondió el leñador.
Wukong prosiguió:
“Tengo entendido que en ella existe la Caverna de Plátano, en la que mora el Inmortal del Abanico de Hierro. ¿Podéis indicarme dónde se encuentra exactamente?”
El leñador confirmó:
“Es cierto que hay aquí la Caverna de Plátano, pero en ella no habita el inmortal que acabáis de mencionar, sino la Princesa del Abanico de Hierro, también conocida por el nombre de Diablesa.”
“Hay quien afirma que ese inmortal o quien sea posee un abanico capaz de apagar las llamas de la Montaña de Fuego. ¿Es la dueña de semejante maravilla la dama que acabáis de mencionar?” agregó el Rey Mono.
El leñador contestó:
“Efectivamente. Si algunos la llaman la Inmortal del Abanico de Hierro, es porque posee un tesoro con el que apaga el fuego que se ceba, inmisericorde, en las familias de otras regiones. Para nosotros sus artes no nos valen de mucho. De hecho, la conocemos por el nombre de Diablesa. Mirándolo bien, no es más que la esposa del Poderoso Rey Toro.”
Al oír eso, el Rey Mono palideció de sorpresa y se dijo, preocupado:
“Enemigo tenemos a la vista. Si mal no recuerdo, hace años cuando derroté al Muchacho Rojo, éste afirmó que había sido criado por esa mujer. Es imposible que quieran prestarme de buena gana el abanico que he venido a buscar.”
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