Iba pensando Bajie mientras andaba:
“¡Qué clase de vida es esta! Estaba durmiendo tan tranquilamente, cuando este maldito mono me embaucó con su palabrería para que le hiciera un trabajo tan ingrato como este. ¿A quién se le ocurre hacer cargar a uno con un muerto? ¡Es asqueroso! Ya me las arreglaré para pagarle con la misma moneda, cuando lleguemos al monasterio. Le convenceré al maestro para que recite ese conjuro que tan fuertes dolores de cabeza le produce. Entonces me reiré a mis anchas y me olvidaré del mal rato que me ha hecho pasar.”
Llegaron al monasterio, Bajie se dirigió directamente al salón del Zen y, dejando caer el cadáver en el suelo, grito:
“Maestro, levantaos y venid a echar un vistazo a esto.”
Al oír sus voces, Monje Tang se levantó a toda prisa y preguntó:
“¿Qué quieres que mire?”
“A este antepasado del mono, que he tenido que traer a mis espaldas” contestó el cerdo.
Exclamó Wukong:
“¡Maldito Idiota! ¿Desde cuándo tengo yo antepasados?”
Respondió Bajie:
“Si este tipo no es familia tuya, no comprendo cómo te has tomado la molestia de obligarme a cargar con él. ¡No puedes hacerte ni idea de lo que me ha costado!”
El monje Tang y el Bonzo Sha comprobaron, asombrados que los rasgos del rey se mantenían tan lozanos como cuando estaba vivo. Sin embargo, eso mismo hizo que la tristeza se abatiera sobre el maestro y exclamara, visiblemente apenado:
“¿En qué vida anterior os granjeasteis, majestad, un enemigo tan terrible que ha terminado asesinándoos en ésta? ¡Qué mala fortuna la vuestra, al ser privado de vuestro hijo y de vuestra esposa! Nadie está enterado de vuestro aciago destino, ni siquiera la mujer que compartió durante tantos años con vos su vida.”
Preguntó Bajie, sonriendo:
“¿Se puede saber qué tiene que ver su muerte con vos, maestro? Que yo sepa, no pertenece a vuestra familia. ¿A qué viene llorar de esa manera por él?”
Explicó el monje Tang:
“Para los monjes, el primer principio que rige nuestras vidas es la compasión. No comprendo cómo puedes ser tan insensible.”
Se defendió el cerdo:
“¿Insensible yo? Si estoy tranquilo es porque Wukong me dijo que era capaz de devolverle a la vida. De lo contrario, no hubiera cargado con él. Eso tenedlo por seguro.”
El maestro era tan crédulo que parecía tener una cabeza llena de agua. Al oír tan desconcertante confesión, levantó la voz y dijo:
“Si en verdad tienes, Wukong, el poder de devolverle a la vida, tus méritos son mucho mayores que los de quienes mandan construir un templo de siete pisos. Eso sin contar las ventajas que a todos nos reportaría. Sería como si ya hubiéramos presentado nuestros respetos a Buda en la Montaña del Espíritu.”
Exclamó el Rey Mono:
“¡No sé cómo podéis creer las tonterías que se le ocurren a un Idiota! Sabed que, cuando un hombre muere, pasa por un período, 49 días como mucho, purgando los pecados que cometió en este mundo de luz, antes de reencarnarse de nuevo. ¿Cómo voy a devolverle a él, si lleva muerto más de tres años?”
“Lo entiendo” dijo Tripitaka, desalentado.
“No le creáis, maestro” insistió Bajie con manifiesto resentimiento.
“Yo sé que puede hacerlo. Para probarlo, no tenéis más que el conjuro. Es tan efectivo que hará cuanto esté de su mano para devolver a ese hombre a la vida.”
Así lo hizo el monje Tang. El mono empezó a sentir un dolor tan insoportable.
Incapaz de soportar el dolor, el Rey Mono no dejaba de gritar, desesperado:
“¡Por lo que más queráis, no sigáis recitando ese conjuro! ¡Haré lo que me pedís! ¡Devolveré la vida a ese hombre!”
Era aproximadamente medianoche, cuando Wukong se despidió del maestro y de sus otros dos hermanos. De un salto, se dirigió directamente hacia el Trigésimo tercer Cielo, el de la Suprema Felicidad, donde se levantaba el Palacio Tushita.
Al verle, Lao-Tse aconsejó a sus jóvenes ayudantes:
“Tened mucho cuidado. Acaba de llegar el desalmado que un día osó robarnos el elixir.”
Exclamó el Rey Mono, saludándole y sonriendo:
“No seas tan precavido, por favor. ¿A qué viene tomar conmigo tantas precauciones? Deberíais saber que ya no me dedico a esas cosas.”
Replicó Lao-Tse:
“Hace aproximadamente quinientos años, sumiste el Cielo en una terrible confusión, robaste nuestro elixir. No hace mucho, en la Montaña Altísima, trabajo me costó, me devolvieras los tesoros que arrebataste a los monstruos. ¿Cómo quieres que confíe en ti? Ahora, si no te importa, me gustaría que me dijeras cuál es el motivo de tu visita.”
Negó el Rey Mono:
“De hecho, os devolví los tesoros de los que habláis, en cuanto me los pedisteis. ¿A qué viene tanta suspicacia?”
“¿Por qué no estás en los caminos, en vez de venir a meter las narices en mi palacio?” replicó Lao-Tse.
Explicó el Mono:
“Tras despedirnos de vos, continuamos nuestro viaje sin ninguna novedad hasta que llegamos al Reino del Gallo Negro. Allí nos enteramos de que el auténtico rey había sido asesinado por un monstruo, que en su día se había hecho pasar por un taoísta con poderes para dominar la lluvia y el viento. El único camino disponible, por tanto, era venir a veros y pediros mil píldoras del Elixir de los Nueve Cambios, para que ese rey pueda recobrar, por fin, la vida.”
Exclamó Lao-Tse:
“¡No sabes ni lo que dices! Abres la boca y, ¡venga! allá van mil o dos mil píldoras. ¿Se puede saber para qué quieres tantas? Además, son extremadamente difíciles de hacer. “
“De acuerdo. Mil píldoras son muchas. ¿Qué te parecen cien, entonces?” preguntó el Rey Mono.
“No tengo ninguna” repitió Lao-Tse.
“¿Y diez?” insistió el Rey Mono.
“¡Cuidado que es pesado este mono!” exclamó, enfadado, Lao-Tse.
“Te he dicho que no me queda ninguna, así que lo mejor que puedes hacer es marcharte.”
Sin decir nada más, el mono se dio la vuelta y abandonó el palacio. Pero, lejos de tranquilizar a Lao-Tse, tan inesperado gesto le hizo ponerse aún más nervioso.
Se dijo, intranquilo:
“¡No me fío de ese mono! Es raro que me haya obedecido con tanta rapidez. Lo más seguro es que ha ido a la parte de atrás a ver qué puede robarme.”
Para evitar males mayores, mandó a uno de sus asistentes que hiciera volver al mono, y le dijo:
“Parece como si te dieran calambres en los pies o en las manos. ¿Es que no sabes esperar? De acuerdo. Te daré una píldora de mi elixir.”
Contestó el Rey Mono:
“Sabiendo, como sabéis, las habilidades que poseo, deberíais ser generoso. De lo contrario, Te robaré todas tus píldoras de oro.”
El Patriarca cogió su calabaza y sacó de ella una única píldora de oro. Se la entregó a continuación a Wukong e insistió:
“Es la única que tengo. Cógela.”
No había acabado de decirlo, cuando se la metió en la boca.
Lao-Tse se abalanzó después sobre el mono y, agarrándole de la cabeza, le amenazó con el puño en alto:
“¡Maldito mono! Si la tragas, te mato.”
Replicó el mono, soltando la carcajada:
“¡Vergüenza debería daros! ¡Cuidado que sois tacaño y remilgado! ¿Quién os ha dicho que iba a comerme vuestros potingues? ¡No vale mucho! Es más de lo que vale. ¿No está aquí?”
Cuando hubo comprobado que, en efecto, era la misma píldora que acababa de entregarle, gritó, malhumorado:
“¡Márchate y no me molestes más, anda!”
Wukong le dio las gracias y abandonó el Palacio Tushita.
Volvió a montar en una nube y en un abrir y cerrar de ojos regresó al Monasterio de la Gruta Sagrada.
Wukong se volvió hacia el Bonzo Sha y dijo:
“Tráeme un poco de agua.”
Le separó Wukong las mandíbulas y usó el agua para enjuagar el elixir dorado en su estómago.
Al cabo de media hora su estómago comenzó a emitir una serie de ruidos extraños, pero su cuerpo permaneció tan inmóvil como hasta entonces. Wukong se inclinó, pues, sobre el rey, y sopló en la boca del muerto con todas sus fuerzas. El rey tosió sonoramente y su respiración y su espíritu se hicieron una misma cosa. El rey resucitó y se incorporó de inmediato.
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