Los dos escucharon, de repente, un silbido desde el costado de la carretera y salieron seis hombres, armados con lanzas, espadas y arcos.
Se pararon justamente en el centro del sendero y, levantando la voz, dijeron:
“Párate, monje, y bájate del caballo. Si quieres seguir adelante, tendrás que darnos todo lo que llevas.”
Tripitaka estaba tan aterrado que cayose del caballo, incapaz totalmente de articular palabra.
El Peregrino le ayudó a levantarse, le dijo:
“No os asustéis, maestro. Esta gente ha venido a ofrecernos ropa y un poco de dinero para el viaje.”
“¿Estás sordo o es que no has oído lo que han dicho?” exclamó Tripitaka.
“¡Quieren que les demos el caballo y cuanto llevamos encima! ¿Cómo puedes afirmar que han acudido a socorrernos?”
“Vos quedaos aquí cuidando de nuestras cosas” le sugirió el Peregrino.
“Yo voy a acercarme hasta ellos a ver lo que pasa.”
Tripitaka preguntó:
“Tenemos ante nosotros a seis tiarrones y tú posees una constitución más bien débil. ¿Quieres decirme cómo vas a hacerles frente?”
Se dirigió hacia ellos con los brazos cruzados y, tras saludarlos, les preguntó:
“¿Se puede saber, caballeros, por qué habéis cerrado el paso a un monje tan pobre como este?”
“Somos forajidos y bondadosos señores de la montaña. Desde siempre hemos sido muy famosos, aunque tú parezcas desconocerlo. Entregadnos lo que lleváis y os dejaremos pasar. De lo contrario, os haremos picadillo.”
El Peregrino replicó:
“También yo he sido rey y señor de una montaña durante siglos. Sin embargo, no he oído hablar de vosotros. “
Repitió uno de ellos:
“Está bien. Te voy a presentar a todos. Uno es el Ojo-que-ve-y-se-complace-en-ello, otro el Oído-que-oye-y-lo-graba-en-la-memoria, otro la Nariz-que-huele-y-se-deleita, otro la Lengua-que-saca-sabor-a-las-cosas-y-después-las-anhela, otro la Mente-que-percibe-y-codicia-la-posesión-de-lo-percibido y otro el Cuerpo-que-aguanta-y-sufre.”
“Vosotros lo que sois unos bandidos que no sabéis reconocer a vuestro amo.”
replicó Wukong, soltando la carcajada.
“¿Cómo os atrevéis a cerrarme el paso? Sacad todo lo que habéis robado y divididlo en siete partes iguales, si queréis seguir con vida.”
Gritando los ladrones:
“¡Maldito monje! No tienes nada que ofrecernos y encima nos exiges que repartamos contigo nuestro botín.”
Blandiendo sus lanzas y espadas, rodearon al Peregrino y descargaron sobre su cabeza no menos de setenta u ochenta golpes. Pero el Rey Mono se comportó como si no pasara nada.
El Peregrino dijo:
“Me parece que tanto ejercicio os está cansando un poco. Es hora de que saque ya la aguja y me divierta un rato con vosotros.”
Uno de los bandidos exclamó:
“Este monje fue transformado por un doctor. No estamos enfermos, entonces, ¿por qué necesitamos acupuntura y moxibustión?”
El Peregrino se llevó entonces la mano a la oreja y cogió su pequeña aguja de bordar. La sacudió un poco cara al viento y al instante se convirtió en una barra de hierro del grosor de un cuenco de arroz.
Los seis ladrones se desperdigaron en todas las direcciones, pero él de dos zancadas les dio alcance. Después los fue matando uno a uno, les quitó las ropas y les desposeyó de cuanto de valor llevaban consigo.
“Lo que has hecho ha sido algo terrible.” le regañó Tripitaka.
“Tú no tenías ningún derecho a juzgarlos y condenarlos a muerte de la forma en que lo has hecho. ¿Por qué les has matado a todos? Deberías haberte limitado a hacerles huir. ¿Cómo puedes considerarte un monje, cuando vas por ahí asesinando a la gente sin ton ni son? “
“Pero, maestro.” protestó Wukong, desconcertado.
“Si no los hubiera matado, ellos habrían terminado con nosotros.”
Tripitaka replicó:
“Si, después de abrazar la fe budista, aún insistes en practicar la violencia y en seguir matando a la gente como antes, no eres digno de ser un monje ni de acompañarme al Paraíso Occidental, porque simplemente eres un malvado.”
El mono no estaba acostumbrado a que nadie le riñera. Terminó perdiendo la paciencia y exclamó, malhumorado:
“¡Está bien, está bien! Si consideras que no merezco ser un monje ni acompañarte hasta el Paraíso Occidental, ahora mismo me marcho y asunto concluido. ¡Basta ya de tanta reprimenda!”
Pronto, Wukong llegó al Océano Oriental. Al enterarse de su llegada, el Rey Dragón salió personalmente a darle la bienvenida. El Rey Mono le explicó su reciente situación. El Rey Dragón exhortó al Rey Mono a continuar con su plan de viajar hacia el oeste.
“Si no proteges ahora al Monje Tang, no trabajas duro, no te dejas enseñar, al final, eres un demonio, no quieres obtener el resultado correcto.”
Eso dio ánimos al Rey Dragón para añadir:
“Esto es algo que sólo a ti te compete decidir, Gran Sabio, pero opino que es de tontos hipotecar el futuro por unos instantes de comodidad.”
El Rey Mono aceptó las enseñanzas del Rey Dragón. El Peregrino se dispuso en seguida a abandonar el océano y, tras despedirse del Rey Dragón, montó en una nube y se elevó por los aires.
Pero lo que no esperaba era que cuando se fuera, la Bodhisattva Guanyin ya había visitado a Tripitaka y había formulado un plan para tratar con él.
Tripitaka preguntó:
“¿Dónde has estado?”
“Sólo fui al Océano Oriental a pedir un poco de té a mi viejo amigo el Rey Dragón.” contestó el Peregrino.
“Maestro, si tiene hambre, ahora mismo voy a pedir algo de comer.”
“No habrá necesidad de mendigar nada” informó Tripitaka.
“porque todavía me queda en la bolsa un poco de comida. Ve a buscarme agua.”
El Peregrino desató la bolsa y encontró unas cuantas galletas. Las cogió y se las entregó en seguida al maestro. Pero vio también el pálido brillo de la túnica de seda y la corona con incrustaciones de oro y le preguntó, interesado:
“¿Habéis traído esto de las Tierras del Este? “
Tripitaka contestó sin pensarlo:
“Las lucí en mi niñez. Quien se las ponga podrá recitar las escrituras, sin haberlas aprendido jamás, y practicar todo tipo de ceremonias, sin haberlas estudiado nunca.”
El Peregrino concluyó, entusiasmado:
“Si es así, permitid que me las ponga en seguida.”
El Peregrino se puso inmediatamente la de seda, que parecía haber sido hecha especialmente para él. Lo mismo le ocurrió con la corona.
Cuando Tripitaka vio que la llevaba en la cabeza, dejó al punto de comer y empezó a recitar en voz baja un conjuro.
“¡Oh, mi cabeza!”
se quejó entonces el Peregrino.
“¡Me duele muchísimo! ¡No sé si voy a poder soportarlo!”
El monje siguió repitiéndolo una y otra vez y el dolor se hizo tan intenso que el Peregrino se tiró por el suelo, tratando inútilmente de arrancarse la corona con las manos. Tripitaka dejó de recitar el conjuro y el dolor cesó al instante. El Peregrino se llevó la mano a la cabeza y comprobó que la fina capa de metal se había incrustado en ella como si hubiera echado raíces. Trató de arrancársela, pero todos sus esfuerzos resultaron en vano.
El Peregrino preguntó:
“¿Quién os ha enseñado ese conjuro?”
“Una anciana.” contestó Tripitaka.
“No necesitáis decirme más.” comentó el Peregrino, gruñendo malhumorado.
“Esa mujer era la Bodhisattva Guanyin, estoy seguro. Lo que no comprendo es por qué quiere que sufra de esta forma tan atroz Ahora mismo voy a ir a los Mares del Sur a pedirle cuentas.”
“Reflexiona un poco.” le aconsejó Tripitaka.
“Ella conoce los efectos del conjuro. ¿No comprendes que puedo hacerte morir, recitándolo unas cuantas veces seguidas?”
El Peregrino hubo de admitir que tenía razón, y se arrodilló a los píes de Tripitaka y dijo:
“No me queda más remedio que acompañaros hasta el Oeste. El método que la Bodhisattva ha ideado para controlarme es francamente extraordinario. Os prometo que no iré a molestarla, pero vos, por favor, no volváis a pronunciar el conjuro. Os seguiré de buena gana y jamás os abandonaré.”
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