El Peregrino Sun pidió a Tripitaka que montara en el caballo y reiniciaron la marcha. El mono iba delante con el equipaje a la espalda. Estaba desnudo y cojea.
Al poco tiempo de dejar atrás la Montaña de las Dos Fronteras, de repente vieron a un tigre de aspecto feroz, que rugía, amenazante; sus ojos parecían echar fuego. Nervioso, Tripitaka tiró de las riendas y se puso a temblar. El Peregrino, por su parte, se echó a un lado y dijo a su maestro, alegre como si acabara de encontrar un tesoro:
“No temáis. Me estaba dando ropa.”
Dejó el equipaje en el suelo y, llevándose la mano a la oreja, sacó una aguja pequeñita, la sacudió contra el viento y al punto se convirtió en una barra de hierro tan gruesa como un cuenco de arroz. Exclamó, sonriendo:
“Durante más de quinientos años no he hecho uso de este tesoro. Ahora va a proporcionarme una vestimenta.”
El mono gritó al tigre:
“¡Maldita bestia! ¿Adónde crees que vas?”
El tigre se agachó, sin atreverse a moverse. El Peregrino Sun levantó la barra de hierro y la dejó caer sobre la cabeza de la bestia. El cráneo se hizo añicos y el cerebro saltó como si fueran diez mil pétalos rojizos de flor de melocotón. Al mismo tiempo, los dientes volaron por el aire, como incontables esquirlas de jade blanco. Chen Xuanzang estaba tan asustado que se cayó del caballo y empezó a gritar, mordiéndose las uñas:
“¡Santo cielo, esto es francamente increíble! Para reducir el otro día al tigre, Boqin, el Guardián de la Montaña se vio obligado a luchar con él casi medio día. Sun Wukong, por el contrario, lo ha hecho añicos hoy con un solo golpe de su barra. Ahora comprendo el dicho que afirma: Por muy fuerte que seas, siempre hay otro más fuerte que tú.”
Trayendo a rastras al tigre, el Peregrino sugirió:
“Maestro, siéntese un rato, espere a que le quite la ropa del tigre, ponérsela y luego seguiremos el viaje.”
Tripitaka preguntó:
“¿Qué ropa tiene el tigre?”
Le tranquilizó el Peregrino:
“No os preocupéis. Dispongo de mis propios medios. “
Se arrancó un pelo y soplando sobre ello una bocanada de aire mágico, gritó:
“¡Transfórmate!”
Al punto se convirtió en un cuchillo curvo y sumamente afilado. Su pericia era tan grande que consiguió la piel entera.
Cogió el cuchillo y la dividió en dos partes iguales. Guardó una y la otra se la ciñó a la cintura, sujetándola con una especie de juncos que crecían a la misma vera del camino.
Volvió a sacudir la barra de hierro y al instante se transformó en una aguja pequeñita, que de nuevo se metió en la oreja. Tras cargar con el equipaje, ayudó al maestro a montar en el caballo y continuaron el viaje.
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