Al final de la tercera vigilia se oyó comentar al demonio de mayor edad:
“Por supuesto que hemos logrado atrapar al monje Tang y a sus tres discípulos, pero no sabéis ni los esfuerzos ni las noches sin dormir que nos ha costado. Afortunadamente, ahora están metidos en esa cazuela y dudo mucho que puedan escaparse, sobre todo teniendo en cuenta la forma como están atados. No conviene, de todas las maneras, rebajar la vigilancia. Tened bien abiertos los ojos y turnaos en grupos de diez para mantener el fuego todo lo vivo que podáis. Nosotros vamos a retirarnos a nuestros aposentos a descansar un poco. Calculo que estarán listos para eso de la quinta vigilia, cuando empiece a clarear. Si queréis, podéis ir preparando sal, vinagre y unas cuantas cabezas machacadas de ajo. Las necesitaremos para el convite.”

Los diablillos cumplieron al pie de la letra sus órdenes y los tres demonios se dirigieron, satisfechos, a sus habitaciones.
Se dijo Sun Wukong:
“Lo mejor será que les saque de ahí en seguida. Pero, espera un momento. Para hacer eso, tengo que recobrar la forma que me es habitual y, en cuanto me vean esos diez diablillos que están atizando el fuego, armarán tal alboroto, que hasta los demonios terminarán despertándose. No me hace ninguna gracia enfrentarme otra vez con ellos, Lo más conveniente será que haga uso de la magia. Recuerdo que, cuando era Gran Sabio en el Cielo, me puse a jugar con Dhrtarastra a los chinos con los dedos en la Puerta Norte de los Cielos y le gané unos cuantos insectos productores de sueño. Creo que todavía me quedan algunos. Los voy a sacar y se los voy a echar a esos diablillos.”
Se metió la mano por la cintura, y descubrió que todavía tenía una docena.
Tiró los insectos a la cara de los diablillos. Los insectos se les metieron en seguida por las narices y ellos se pusieron a roncar.
Recobrando la forma que le era habitual, Wukong se llegó hasta la cazuela y dijo:
“Maestro, ¿me oyes?”
Gritó el monje Tang en seguida:
“¡Sálvame, Wukong!”
Preguntó, sorprendido, el Bonzo Sha:
“¿Estás ahí fuera?”
Reconoció Wukong:
“Así es. ¿Crees que yo puedo aguantar el calor?”
Se quejó Bajie:
“¡Siempre pasa lo mismo! El más astuto se escapa y nos deja a los demás ahogándonos.”
Replicó Wukong, soltando la carcajada:
“¿A qué vienen tantas protestas? Si estoy aquí es para liberarte, ¿no?”
Wukong levantó la tapa y desató primero al maestro. Sacudió después ligeramente el cuerpo y recobró el pelo que se había hecho pasar por él. Luego, rompió las ataduras de Bajie y Bonzo Sha.
Bajie quiso marcharse en seguida, pero le disuadió de hacerlo Wukong, diciendo:
“¿Adónde vas tan deprisa? Antes de nada, tenemos que ir en busca del caballo.”
Wukong no tardó mucho en encontrar el caballo y traerlo en silencio.
Temblando de miedo, el maestro montó en la cabalgadura y se dispuso a salir al galope, pero se lo impidió Wukong, diciendo:
“¿A qué viene tanta prisa? Es preciso que recupere nuestro equipaje; de lo contrario, no dispondremos de un solo documento que acredite nuestra personalidad.”
Wukong no tardó mucho en encontrar el equipaje y traerlo en silencio.
Bajie tomó de las riendas al caballo y, con el Rey Mono a la cabeza, se dirigieron hacia la Puerta del Sol, que se encontraba justamente delante de ellos.
Desgraciadamente, sucedió lo que tenía que suceder. Los tres demonios se encontraban durmiendo en sus aposentos, cuando de pronto se despertaron con la desagradable sensación de que el monje Tang acababa de escaparse. Se vistieron a toda prisa y corrieron hacia la cazuela para ver por sí mismos lo que había ocurrido. El agua estaba completamente fría y no quedaba ni un solo rescoldo encendido. Los encargados de mantener vivas las llamas se encontraban roncando, como si no supieran hacer otra cosa. Los demonios se quedaron tan boquiabiertos, que no se les ocurrió más que gritar:
“¡Atrapad inmediatamente al monje Tang!”
El alboroto terminó despertando a todos los monstruos de la ciudad, que echaron en seguida mano de sus lanzas y chafarotes y corrieron en tropel hacia la Puerta del Sol.
No les resultó, así, difícil dar con los cuatro peregrinos, que estaban tratando de escalar la muralla.
Preguntó el demonio mayor, corriendo hacia ellos:
“¿Adónde creéis que vais?”
Al oír su voz, monje Tang sintió que se le aflojaban las piernas y que las manos se le entumecían a causa del miedo. Incapaz de seguir agarrado a la piedra, se dejó caer y fue a parar a los brazos del demonio. El segundo se hizo cargo de Bonzo Sha, mientras el tercero atrapaba fácilmente a Bajie y el resto de los monstruos se adueñaban del caballo blanco y del equipaje. Sólo el Rey Mono consiguió escapar.
Dijo el tercer demonio al demonio mayor:
“Existe en este palacio un pabellón, llamado de los Granados, que contiene un arcón hecho de hierro. Mete dentro de él al monje Tang y haz correr el rumor de que nos lo hemos comido vivo. Los habitantes de la ciudad se encargarán de hacerlo llegar a oídos del Sun Wukong, que vendrá, sin lugar a dudas, a averiguar qué hay de cierto en ello. Cuando vea que no encuentra a su maestro por ninguna parte, perderá todas las esperanzas y se marchará para siempre. Puedo asegurarte que, dentro de cuatro o cinco días, dejará de molestarnos. Entonces sacaremos al monje Tang y disfrutaremos tranquilamente de su carne. ¿Qué te parece el plan?”
Respondieron a la vez los otros dos demonios, entusiasmados:
“¡Francamente extraordinario! A nosotros mismos no podría habérsenos ocurrido nada mejor.”
Pronto circuló por toda la ciudad el rumor de que había sido devorado vivo.
Wukong regresó a la ciudad, cuando el sol estaba empezando a apuntar por el este.
Bajó de las nubes y, tras sacudir ligeramente el cuerpo, se convirtió en un diablillo, que se coló de incógnito en la ciudad. Trató de descubrir lo que se comentaba tanto en las grandes avenidas como en las callejuelas de ínfimo orden y lo único que oyó comentar fue:
“Durante la noche nuestros soberanos se han comido vivo al monje Tang.”
Eso era lo que se decía en todas las partes de la ciudad.
La intranquilidad se fue apoderando, poco a poco, del Rey Mono, que, finalmente, se dirigió al Salón de los Carillones de Oro, a ver si lograba descubrir algo.
Delante de la puerta vio a numerosos espíritus vestidos con túnicas amarillas y tocados con unos sombreros cubiertos de polvillo de oro. Llevaban en las manos báculos de madera lacada en rojo y les colgaban de la cintura unas placas de marfil amarillento.
Se convirtió en una copia exacta de aquellos extraños funcionarios y se coló en el palacio. No tardó en descubrir a Bajie atado a una de las columnas que había justamente delante del salón. Lanzaba unos quejidos tan lastimeros, que se vio compelido a acercarse a él y susurrarle:
“Wuneng.”
Reconociendo en seguida su voz, Bajie preguntó:
“¿Eres tú? Libérame, por favor.”
Respondió Wukong:
“Lo haré, estáte tranquilo. ¿Sabes dónde está el maestro?”
Contestó Bajie:
“Se ha ido. Anoche se lo comieron vivo esos monstruos.”
Al oír esas palabras, Wukong empezó a sollozar y las lágrimas fluyeron, copiosas, por sus mejillas.
Le aconsejó Bajie:
“No llores, por favor. Se lo he oído comentar a los diablillos. No lo he visto con mis propios ojos. No te dejes engañar por los rumores. Si yo estuviera en tu lugar, trataría de hacer ciertas averiguaciones antes de rendirme al llanto.”

Wukong dejó de llorar y continuó caminando, dispuesto a buscar su maestro adentro. Al llegar al patio de atrás vio al Bonzo Sha atado a una de las columnas. Se acercó a él y dijo:
“Wujing.”
El Bonzo Sha reconoció en seguida su voz y le preguntó:
“¿Cómo se te ha ocurrido disfrazarte así? Libérame en seguida por lo que más quieras.”
Afirmó el Rey Mono:
“Liberarte no es difícil. Pero ¿sabes dónde está el maestro?”
Contestó el Bonzo Sha con los ojos anegados en lágrimas:
“Los monstruos no esperaron esta vez a que estuviera cocido. Se lo comieron vivo anoche.”
Al oír que sus dos hermanos decían lo mismo, Sun Wukong sintió como si un puñal le atravesara la cabeza. Sin preocuparse de liberar a Bajie y a Bonzo Sha, se elevó por los aires y regresó a la montaña que se elevaba al este de la ciudad. Allí se dejó caer de las nubes y empezó a sollozar.
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