Les arrancó las placas con los nombres. Recogió el badajo de madera y las campanas. Cogió a continuación el estandarte y se lo cargó a la espalda.
Cuando los tuvo en la mano, se volvió cara al viento, recitó un conjuro y, después de sacudir ligeramente el cuerpo, se convirtió en su réplica exacta. Nadie podía afirmar que no era un auténtico Cortador de Viento.
Dando unas zancadas enormes, regresó por el camino por donde había venido, dispuesto a encontrar la caverna en la que moraban los tres monstruos y a averiguar algo más sobre ellos.
Sin pérdida de tiempo se adentró en la montaña, siguiendo continuamente el camino que había visto transitar al diablillo. No tardó en oír una gran algarabía, en la que se entremezclaban los gritos de la gente con los relinchos de los caballos. Levantó la vista y comprobó que semejante batahola provenía de la explanada que había delante de la entrada de la Caverna del Camello-León, donde se hallaba congregada una gran multitud de diablillos armados con cimitarras, lanzas, arcos y hachas de doble filo, entre un continuo flamear de banderas y estandartes.
Como el Rey Mono contó un total de cuarenta estandartes, dedujo en seguida que el ejército allí congregado estaba compuesto exactamente por diez mil soldados.
Se dijo el Rey mono, reflexionando sobre los pasos que debía seguir:
“No tengo nada que temer. Me he convertido en un Pequeño Cortador de Viento y nadie se atreverá a cortarme el paso. Supongo, de todas formas, que, en cuando me vean, los demonios querrán saber qué tal nos ha ido la patrulla. Espero no cometer ninguna equivocación, porque eso puede costarme la vida. ¿Cómo voy a lograr escapar con todas esas fuerzas desplegadas ante la puerta? Está claro que, si deseo atrapar a esos monstruos dentro de la caverna, lo primero que tengo que hacer es quitarme de en medio este batallón de diablillos. Pero ¿cómo conseguirlo?”
Tras pensarlo seriamente, llegó a la siguiente conclusión:
“Aunque esos demonios no me han visto la cara jamás, no cabe duda que están al tanto de todas mis hazañas. Eso me da una cierta ventaja sobre ellos. No estaría de más, por tanto, que alardeara de mis muchos poderes, para hacerles perder la confianza y lograr meterles un poco de miedo en el cuerpo.”
El Rey Mono empezó a golpear los dos trozos de madera y se dirigió con paso decidido hacia la entrada de la Caverna del Camello-León. Al verle, los diablillos que se encontraban allí reunidos le preguntaron:
“¿Has vuelto ya, Pequeño Cortador de Viento?”
“Así es” contestó el Rey Mono.
“¿Te encontraste con el Sun Wukong, cuando saliste de patrulla esta mañana?” insistieron los diablillos.
Reconoció el Rey Mono:
“Efectivamente. En estos mismos instantes está limpiando su temible barra de hierro.”
“¿Cómo es y qué clase de barra es esa que dices que estaba limpiando?” quisieron saber en seguida los diablillos, temblando de la cabeza a los pies.
Contestó el Rey Mono:
“Cuando le vi, estaba agachado junto a un arroyo, pero aun así me fue posible apreciar que era la imagen viva de un dios del trueno. Después se puso de pie y comprobé, asombrado, que medía más de treinta metros de alto y que sostenía en las manos una barra de hierro del grosor de un cuenco de arroz. De pronto empezó a jugar con el agua y le oí comentar, al tiempo que acariciaba tan mortífera arma: ¡Mi querida barra de hierro, cuánto tiempo hace que no me valgo de ti, a pesar de que tus poderes mágicos son inigualables! Pero no te preocupes. Ha llegado ya el momento de acabar con todos esos diablillos. ¿Qué importa que sean cien mil, cuando tú eres capaz de acabar de un solo golpe con una cantidad cien veces mayor? Estoy dispuesto, además, a reservarte esos tres monstruos que los dirigen y a ofrendártelos a manera de sacrificio. Estoy seguro de que, en cuanto acabe de limpiar su valiosísima arma, vendrá y acabará en primer lugar con los diez mil diablillos que hay apostados a la puerta. Sin embargo, me resulta más agradable matarlos a golpes uno a uno.”
Al oírlo, todos se echaron a temblar. Era como si sus corazones hubieran dejado de latir, el valor les hubiera abandonado y su espíritu se hubiera derretido como un trozo de hielo expuesto al sol.
Prosiguió el Rey Mono:
“Hay, además, otra cosa que debemos tener muy en cuenta. La carne de ese monje Tang no es muy abundante que digamos y me temo que, aunque la dividamos en trocitos casi invisibles, no llegará para todos. ¿Para qué exponerse, entonces, a los golpes de esa terrible barra? ¿No sería más prudente que nos dispersáramos cada uno por nuestro lado?”
Concluyeron los diablillos:
“Tienes razón. Lo mejor que podemos hacer es huir antes de que sea demasiado tarde.”
En realidad, todos aquellos diablillos no eran más que duendes transformados de lobos, tigres, leopardos y animales por el estilo. Lanzaron un rugido y todos se dispersaron por donde buenamente pudieron.
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