Con una rapidez pasmosa el Rey Mono se sacó de la oreja la barra de los extremos de oro, la sacudió ligeramente y al punto adquirió el grosor de un cuenco de arroz.
Sin pérdida de tiempo, lanzó un terrible golpe contra el rostro del taoísta, que esquivó el golpe haciéndose a un lado y descargando sobre su adversario un peligrosísimo mandoble de su espada.
El ruido de la lucha terminó alertando a las muchachas, que acudieron en defensa de su hermano, gritando:
“¡Guarda tus energías! ¡Ya nos encargaremos nosotras de capturar a ese estúpido!”
Sin inmutarse lo más mínimo, las muchachas se desabrocharon los vestidos y, una vez que tuvieron al aire sus espléndidos vientres, empezaron a salirles una cantidad increíble de cuerdas del ombligo. En un abrir y cerrar de ojos, formaron una especie de ovillo que envolvió totalmente al Rey Mono.
Comprendiendo que la suerte se estaba volviendo en su contra, hizo un salto mortal y se vio libre de aquella maraña, saltando limpiamente por los aires.
Miró desde lo alto aquellas cuerdas brillantes que producían las muchachas monstruo. Las sogas fueron formando un tupido tejido que envolvió todo el Templo de la Flor Amarilla. La tela de araña era tan enorme, que el edificio desapareció de la vista, como si jamás hubiera existido.
Wukong se llegó, entonces, hasta el Templo de la Flor Amarilla y arrancándose setenta pelos de la cola, exhaló sobre ellos una bocanada de aire inmortal y gritó:
“¡Transformaos!”
Al instante se convirtieron en otros tantos Wukongs de pequeña estatura.
No contento con eso, lanzó sobre la barra de hierro un poco del aire que almacenaba en los pulmones y al punto la metamorfoseó en siete decenas de tridentes, que entregó a los Wukongs de reducido tamaño que le rodeaban.
Al frente de ellos se lanzó contra aquel enorme ovillo de seda, clavándole con fuerza los tridentes y revolvieron ellos.
Gritando consignas y esforzándose al mismo tiempo. Su energía era tal que en un abrir y cerrar de ojos lograron desgarrar el capullo y cada uno de ellos arrancó más de cinco kilos de seda de araña.
De esta forma, sacaron siete arañas tan grandes como toneles, que les suplicaron, temblorosas:
“¡Perdonadnos, por favor, la vida!”
Pero los setenta pequeños Wukongs no hicieron caso de sus gestos de sumisión y las tumbaron boca arriba, negándose a dejarlas partir.
Wukong se opuso, de momento, a que las mataran, diciendo:
“No acabéis todavía con ellas. Si quieren seguir viviendo, tendrán que devolvernos a nuestros hermanos.”
Gritaron las arañas, volviendo la cabeza hacia donde se encontraba escondido el taoísta:
“¡Por lo que más queráis! ¡Haced lo que os dice! No nos hace ninguna gracia morir de esta forma.”
Replicó el taoísta, saliendo de su escondite:
“¿A mí qué me importa? Lo siento mucho, pero no puedo salvaros. He decidido comerme al monje Tang y eso es lo que voy a hacer.”
“Si no me devuelves al maestro, correrás la misma suerte que tus hermanas.” gritó el Rey Mono, fuera de sí.
No había acabado de decirlo, cuando sacudió ligeramente el tridente que tenía en las manos y volvió a transformarse en la temible barra de hierro. Blandiéndola con las dos manos, la dejó caer con fuerza sobre las arañas, que al instante quedaron reducidas a una masa sanguinolenta.
Sacudió después el rabo y, tras recuperar todos los pelos que se había arrancado, corrió detrás del taoísta.
Enfurecido por la repentina muerte de sus hermanas, éste desenvainó la espada e hizo frente a su perseguidor.
El taoísta resistió valientemente los primeros cincuenta asaltos del Gran Sabio. A partir de entonces empezaron a flaquearle las fuerzas, hasta que, de pronto, le abandonaron por completo. Se desprendió entonces de su faja y empezó a desabrocharse la túnica.
Exclamó el Rey Mono en tono de burla:
“¡Mi querido hijito! ¿De qué va a servirte quedarte desnudo, cuando has perdido totalmente las fuerzas?”
El taoísta no dijo nada. Levantó los brazos y aparecieron a la altura de sus costillas más de mil ojos, que empezaron a lanzar rayos de un poder francamente aterrador.
Desconcertado, trató de huir de allí. Pero le fue imposible dar un paso hacia delante o hacia atrás. Lo único que consiguió fue girar sobre sí mismo, como si se hallara dentro de un tonel de luz. Por si eso fuera poco, el calor se hacía cada vez más insoportable. Presa del pánico, intentó romper aquella cárcel ue rayos luminosos saltando hacia arriba, pero eran tan sólidos que cayó al suelo patas arriba. El golpe le había dejado la cabeza dolorida.
La temperatura se hizo aún más insoportable y volvió a decirse:
“No puedo moverme para ningún sitio. ¿Qué puedo hacer, si ni siquiera soy capaz de volar hacia arriba? En fin, sólo me queda un camino: el de abajo. Vamos a ver qué tal me sale la cosa.”
Sin pensarlo más, recitó un conjuro y, después de sacudir ligeramente el cuerpo, se convirtió en un pangolín, también conocido por el nombre de oso hormiguero.
Endureciendo cuanto pudo la cabeza, el Rey Mono horadó con ella la tierra hasta alejarse más de veinte millas del taoísta y decidió salir a la superficie.
Tras recobrar la forma que le era habitual, sintió que el cansancio se apoderaba de sus músculos. Le dolía todo el cuerpo y las lágrimas brotaron de sus ojos.
Cuando más profunda era su pena, oyó que alguien estaba también llorando en la otra parte de la montaña. Picado por la curiosidad, se levantó, se secó las lágrimas y se dirigió hacia el lugar del que parecían provenir los llantos. No tardó en descubrir a una mujer vestida con ropa de luto. Llevaba en la mano izquierda un cuenco lleno de sopa de arroz ya fría y en la derecha unos cuantos billetes de papel moneda para los espíritus.
Wukong se inclinó con respeto y le preguntó:
“¿Queréis decirme, buena mujer, por qué lloráis de esa forma?”
Explicó la mujer, entornando los ojos a causa del llanto:
“Con motivo de la compra de unas cañas de bambú, mi marido tuvo una discusión con el señor del Templo de la Flor Amarilla y, en venganza, éste le envenenó con una taza de té ponzoñoso. Siempre fue cariñoso y atento conmigo. Por eso me dirijo ahora hacia su tumba a quemarle unos cuantos billetes de moneda para los espíritus.”
Contestó el Rey Mono, agachando la cabeza:
“Bodhisattva. Me llamo Sun Wukong y soy el discípulo más antiguo de Tripitaka, hermano del Gran Emperador de los Tang, cuyo imperio abarca todas las Tierras del Este. Al pasar por el Templo de la Flor Amarilla, camino del Paraíso Occidental, decidimos dejar descansar al caballo y entramos a saludar al taoísta. Lo que menos esperábamos es que fuera un monstruo, que había realizado un pacto de hermandad con siete arañas, cuyos dominios se encuentran no muy lejos de aquí. En venganza, nos dio a beber un té envenenado, que sólo yo tuve la fortuna de rechazar. Mis tres hermanos siguen encerrados, junto con el caballo, en el interior del templo.”
Dijo la mujer:
“No sabía que también vos estuvierais sufriendo. Se trata, de hecho, del Diablo de los Cien Ojos, también conocido como el Monstruo de las Muchas Pupilas. Existe, sin embargo, una inmortal que podría ayudaros a derrotar al taoísta.”
Suplicó el Rey Mono, inclinándose con respeto ante ella:
“¿De quién se trata, señora? Decidme el nombre de esa inmortal, para que pueda ir a verla inmediatamente. Si consigo convencerla para que venga hasta aquí, no sólo habré salvado a mi maestro, sino que también habré vengado a vuestro marido.”
Contestó la mujer:
“Escúchame con atención. A mil kilómetros de aquí se levanta una montaña llamada de la Nube Morada. En ella se abre la Caverna de las Mil Flores, donde habita una inmortal, que responde al nombre de Pralamba. Sólo ella es capaz de acabar con ese monstruo.”
“¿Dónde se encuentra exactamente esa montaña? Aún no me habéis dicho la dirección que debo seguir.” preguntó, una vez más, el Rey Mono.
“Dirigíos siempre hacia el sur.” contestó la mujer, señalando hacia allí con el dedo.
Cuando Wukong volvió la cabeza y ella se desvaneció, como si nunca hubiera existido.
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