Sun Wukong volvió a colocar al monje Tang en el camino que conducía al Oeste, acompañado por Bajie y el Bonzo Sha.
Al poco rato se toparon con un impresionante edificio, que parecía, por su alzada y por la riqueza de su decoración, un auténtico palacio. El monje Tang tiró en seguida de las riendas y, volviéndose hacia Wukong, preguntó:
“¿Sabes qué clase de lugar es ese?”
Contestó Wukong:
“Ese no es el palacio de ningún rey ni la residencia de alguien realmente rico e importante, sino un templo taoísta o un monasterio budista. Para afirmarlo con seguridad, tendríamos que acercarnos un poco más.”
No tardaron en llegar ante su puerta, sobre la que había una losa de piedra de gran tamaño, en la que estaban inscritas las siguientes palabras: Templo de la Flor Amarilla.
Pasaron al interior del edificio. El salón principal se encontraba cerrado, pero en el pasillo que se abría hacia el este vieron a un taoísta haciendo medicinas y píldoras.
Tripitaka se llegó hasta él y, levantando la voz, le saludó, diciendo:
“Este humilde monje os presenta sus respetos.”
El taoísta levantó la cabeza y pareció desconcertado ante semejante saludo. Sin embargo, se repuso en seguida y, dejando a un lado las medicinas, se ajustó lo mejor que pudo la horquilla del pelo, se arregló un poco las ropas y corrió hacia los recién llegados, diciendo:
“Perdonadme por no haber salido a daros la bienvenida. Pasad, por favor.”
El taoísta ordenó que les sirvieran algo de té. No tardaron en aparecer dos muchachos con una bandeja, que lavaron las tazas, limpiaron las cucharas y prepararon las frutas.
Lo hicieron de una forma tan ruidosa, que terminaron alertando a las siete muchachas de las Caverna de la Tela de Araña.
Habían sido condiscípulas del taoísta, aprendiendo con él los dificilísimos principios de la magia.
Cuando vieron a los jóvenes ocupados con los preparativos del té y les preguntaron:
“¿Quiénes son esos huéspedes tan importantes que acaban de llegar?”
Contestaron ellos:
“Creemos que son cuatro monjes. Lo único que sabemos es que el maestro nos ha ordenado tener el té a punto lo antes posible.”
“¿Tiene uno de esos monjes la piel bastante blanca y una constitución más bien fornida?” inquirió una de las muchachas.
“Así es.” confirmaron los jóvenes.
“¿Posee otro de ellos unas orejas muy grandes y un morro llamativamente largo?” insistió la misma muchacha.
“Efectivamente.” volvieron a confirmar ellos.
Concluyó la mujer:
“En ese caso, id a servir el té y, sin que os vean, haced una seña a tu maestro para que salga. Es preciso que hablemos con él de algo realmente importante.”
Al cabo de un rato, el taoísta se retiró a toda prisa a los aposentos privados del guardián del templo, donde encontró a las siete doncellas. Al verle, todas se postraron de hinojos al mismo tiempo, diciendo:
“Perdonadnos. ¿De dónde proceden esos huéspedes? Oímos comentar a tus sirvientes que se trataba de cuatro monjes.”
“¿Qué tiene eso de malo?” exclamó el taoísta.
Añadió la misma muchacha, pasando por alto su mal humor:
“Entre ellos se encuentra uno bastante fuerte y con el rostro llamativamente blanco. Le acompaña otro que tiene unas orejas muy grandes y un morro un tanto alargado. ¿Les has preguntado de dónde vienen?”
“¿Cómo sabéis que son así? ¿Es que los habéis visto antes?” preguntó, sorprendido, el taoísta.
Explicó otra de las muchachas:
“Está claro que no has comprendido bien de qué se trata. El de la cara blanca es alguien enviado por el Emperador de los Tang al Paraíso Occidental en busca de escrituras sagradas. Esta misma mañana llamó a la puerta de nuestra caverna mendigando algo que llevarse a la boca. Como hacía muchísimo tiempo que habíamos oído hablar del famoso monje Tang, decidimos echarle el guante.”
“¿Puede saberse por qué hicisteis semejante cosa?” inquirió el taoísta.
Explicó la muchacha:
“Para nadie es un secreto que el monje Tang posee un cuerpo perfecto, que se ha dedicado a la práctica de la virtud durante diez reencarnaciones seguidas. Si le atrapamos, fue porque cualquiera que pruebe un poco de su carne alcanzará una vida sin límites. Para celebrar nuestra buena suerte, fuimos a bañarlos al Arroyo de la Purificación, donde tuvimos la mala fortuna de conocer a ese otro monje de las orejas enormes y el morro largo. Primero nos robó la ropa. Después tuvo la desvergüenza de querer bañarse con nosotras en el estanque y, aunque tratamos de disuadirle no pudimos hacer nada por impedírselo. Como vio que no estábamos dispuestas a ceder a sus deseos, cogió un rastrillo de nueve puntas y se empeñó en matarnos a todas. Si no hubiéramos recurrido a la astucia, ahora estaríamos muertas. En lo único que pensábamos entonces era en buscar refugio en este palacio vuestro. ¡Por nuestra amistad de condiscípulos, vengad, por favor, nuestra deshonra!”
Al oírlo, el taoísta se puso furioso y, rojo de ira, exclamó con la voz alterada por la emoción:
“¡Así que esos monjes son una banda de rijosos desvergonzados! No os preocupéis. Ya me encargaré yo de ellos.”
“Si deseáis luchar, podemos echaros una mano.” dijeron las muchachas después de darle las gracias.
Respondió el taoísta:
“¿Quién necesita luchar? Venid conmigo en seguida.”
Las muchachas le siguieron al interior de la habitación. Allí cogió una escalera, la colocó detrás de la cama y, subiendo por ella y sacó un arcón de cuero que tenía escondido detrás de una viga.
Abrió el arcón con una llave casi invisible y sacó, con indecible cuidado, un pequeño paquete de medicinas.
Así se lo hizo saber el taoísta a las muchachas, diciendo:
“Si un mortal tomara la diezmilésima parte de un miligramo de este remedio, moriría mucho antes de que le llegara al estómago. Para un inmortal bastaría con tres milésimas partes. “
El taoísta se encargó después de seleccionar doce dátiles rojos. Los aplastó ligeramente con los dedos y les metió dentro aproximadamente la diezmilésima parte de un miligramo de tan mortal remedio, antes de distribuirlos en cuatro tazas de té. Cogió seguidamente otra más y, para distinguirla, echó en su interior un par de dátiles negros. Cuando la infusión estuvo dispuesta, llenó las tazas y, colocándolas en una bandeja.
Legándose hasta donde estaban el monje Tang y sus discípulos, los invitó el taoísta, una vez más, a tomar asiento, diciendo:
“Perdonad que me haya demorado tanto, pero era preciso que encargara a mis criados que seleccionaran unas cuantas verduras frescas y unos pocos rábanos y prepararan con ellos una comida vegetariana.”
Dijo monje Tang:
“¿Cómo voy a aceptar vuestra invitación, si me he presentado aquí con las manos vacías?”
Contestó el taoísta, sonriendo:
“Tanto vos como yo somos personas que hemos renunciado a la familia. En cuanto divisamos las puertas de un templo, estamos seguros de que allí vamos a recibir una buena acogida. ¿A qué viene eso de presentarse con las manos vacías? Este es también vuestro hogar. ¿Puedo preguntaros a qué monasterio pertenecéis y por qué os encontráis hoy aquí?”
Respondió Tripitaka:
“Me encuentro de camino hacia el Monasterio del Trueno, en el Paraíso Occidental, enviado por el Emperador de los Tang en busca de escrituras sagradas. No necesito deciros que ha sido para mí un gran honor poder descansar en esta muy digna morada vuestra.”
Respondió el taoísta con el rostro iluminado:
“Se nota que sois un buda de una virtud y una piedad francamente extraordinaria. Lo único que lamento ha sido no haber salido a daros la bienvenida con el respeto que merecéis. Os ruego disculpéis mi ignorancia.”
Se volvió después hacia la puerta y, levantando la voz, dijo:
“Venid a cambiarnos el té.”
Así lo hizo el joven. El taoísta cogió una de las tazas con los dátiles rojos y se la ofreció al monje Tang con las dos manos. Al ver la corpulencia de Bajie y del Bonzo Sha, pensó que se trataba de sus discípulos primero y segundo y les dio el té por ese orden.
Bajie, que se había caracterizado siempre por su voraz apetito, tenía una sed y un hambre realmente espantosas y se dispuso en seguida a dar cuenta del té. Al ver que contenía tres dátiles rojos, se los metió en la boca y se los tragó en un abrir y cerrar de ojos. Otro tanto hicieron Monje Tang y Bonzo Sha.
Dejó al Rey Mono en último lugar, el taoísta creyendo, por lo magro de sus carnes, que era un simple aprendiz.
Poco sospechaba el taoísta que el Rey Mono poseyera un sentido de la observación tan acusado. No le pasó desapercibido el Rey Mono, en efecto, que la taza que quedaba en la bandeja contenía dos dátiles negros, mientras que los de las suyas eran rojos.
Exclamó el Rey Mono, antes de llevarse el brebaje a los labios:
“¡Un momento! Si no os importa, me gustaría cambiar mi taza por la vuestra.”
Contestó el taoísta, sonriendo:
“A decir verdad, un cultivador del Tao como yo no siempre tiene a mano todo lo que necesita para preparar un buen té. Yo mismo he tenido que salir en busca de los dátiles. Desgraciadamente, sólo he conseguido reunir doce dátiles rojos y, como habéis apreciado, he reservado para mí los de color menos atractivo. Lo he hecho por respeto hacia vos. Podéis creerme.”
Replicó el Rey Mono:
“¿Cómo se os ocurre decir semejante cosa? ¡No, no! Dejémonos de tonterías y cambiemos cuanto antes las tazas.”
Le regañó Tripitaka:
“¿Se puede saber por qué quieres hacerlo? Si te niegas a beberlo, estarás despreciando la hospitalidad de este respetable inmortal.”
A Wukong no le quedó más remedio que tomar la taza con la mano izquierda, la tapó con la palma de la mano derecha y clavó su mirada en sus tres hermanos.
Muy pronto Bajie perdió el color de la cara, se le saltaron las lágrimas Bonzo Sha, y el monje Tang empezó a echar espuma por la boca.
De repente perdieron la conciencia y cayeron al suelo, desmayados.
Wukong comprendió que habían sido envenenados y tiró, furioso, la taza que tenía en la mano contra la cara del taoísta.
Maldijo el Rey Mono:
“¡Maldita bestia! ¿Qué explicación puedes dar para hacer esto a mis hermanos? ¿Qué te hemos hecho nosotros para que echaras veneno en el té?”
Contestó el taoísta:
“¿Es que no lo sabes? ¡Con vuestra rijosa conducta habéis provocado una gran desgracia!”
Se defendió el Rey Mono:
“¡No sabes ni lo que dices! Prácticamente acabamos de entrar en tu casa. No hemos tenido ni tiempo de decirte de dónde somos. ¿Cómo íbamos a traer la desgracia sobre la cabeza de nadie?”
Replicó el taoísta:
“¿No os detuvisteis, acaso, en la Caverna de la Tela de Araña a mendigar comida? ¿No os bañasteis después todos juntos en el Arroyo de la Purificación?”
Respondió el Rey Mono:
“Las únicas que se bañaron fueron esas siete muchachas monstruo. Si no las conocieras, no hablarías de ellas, lo cual demuestra a las claras que tú perteneces a su misma calaña. ¡No huyas y prueba el sabor de mi barra!”
Leave a Reply