El capítulo VII del Dao De Jing plasma un principio fundamental de Laozi: “El movimiento del Dao reside en la inversión”. Todo fenómeno contiene necesariamente las semillas de su propia negación.
El cielo es eterno y la tierra permanece.
El cielo y la tierra deben su eterna duración
a que no hacen de sí mismos
la razón de su existencia.
Por ello son eternos.
El sabio se mantiene rezagado
y así es antepuesto.
Excluye su persona
y su persona se conserva.
Porque es desinteresado
obtiene su propio bien.
El Cielo y la Tierra, como entidades metafísicas, trascienden los ciclos de generación y extinción. Actuando como dualidad energética, se interpenetran y transforman mutuamente, gestando así la multiplicidad existencial.
El Sabio encarna la ausencia de ego y el desapego. Al anteponer el bien colectivo al interés propio, atenúa su individualidad para engrandecer lo colectivo. Esta actitud le granjea el respeto universal. Paradójicamente, es precisamente su desprendimiento lo que le permite realizarse plenamente al realizar a los demás.
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