El maestro y los discípulos llegaron a un monasterio. Sanzang vio al monje en la puerta y le saludó juntando las manos y llevándoselas a la frente.
El monje respondió de la misma manera y exclamó, sonriendo:
“Disculpadme. ¿Os importaría decirme de dónde venís? Entrad a tomar un poco de té.”
“Procedemos de las Tierras del Este” contestó Tripitaka.
“y nos dirigimos hacia el Templo del Trueno en busca de las escrituras de Buda. Se está haciendo tarde y hemos pensado que, quizá, podáis permitirnos pasar la noche en vuestro templo.”
El monje acompañó a Tripitaka y al Peregrino al interior del monasterio. En el dintel del edificio principal podía leerse en grandes caracteres: Salón Zen de Guanyin.
El guardián del monasterio dijo:
“Tened la amabilidad de acompañarnos a la parte de atrás, para que podamos obsequiaros con té.”
En cuanto hubieron concluido el té, los monjes exclamaron con respeto:
“Acaba de llegar el patriarca.”
“Venerable maestro” le saludó Tripitaka, inclinándose ante él.
El anciano le devolvió el gesto y tomó asiento. Después dijo, volviéndose hacia sus invitados:
“En cuanto me he enterado de que acababan de llegar dos monjes procedentes del Imperio de Tang, me he apresurado para darles la bienvenida.”
“¿Cuántos años tenéis, si me permitís la curiosidad?” preguntó Tripitaka.
El anciano contestó:
“He cumplido doscientos setenta años.”
Al instante apareció un bonzo joven con una bandeja de jade, sobre la que descansaban tres copas esmaltadas con el reborde de oro. Casi inmediatamente se presentó otro joven con una tetera de cobre y las fue llenando de un té aromático en extremo. Tripitaka, al ver semejante lujo, se deshizo en elogios, diciendo:
“¡Qué maravilla! ¡Jamás había visto cosa más fina ni brebaje más aromático!”
“Nada de esto merece vuestros elogios” replicó el monje anciano.
“Procedéis de una gran nación y estoy seguro de que habréis visto infinidad de tesoros realmente extraordinarios. Por cierto, ¿habéis traído con vos algo valioso que podáis enseñarnos?”
Tripitaka exclamó, sacudiendo la cabeza:
“¡Qué lástima! En las Tierras del Este no poseo absolutamente nada de valor. Por otra parte, si lo hubiera tenido, tampoco podría haberlo traído en un viaje tan como éste.”
“¿Cómo que no?” replicó en seguida el Peregrino.
“El otro día vi en vuestra bolsa una espléndida túnica.”
Le suplicó Tripitaka en voz baja:
“Por favor. No está bien competir con la riqueza de los demás. Tú y yo, por otra parte, no somos más que dos viajeros que se hallan a mucha distancia de su hogar.”
“Os estáis preocupando sin motivo alguno” respondió el Peregrino.
“Yo cargo con toda la responsabilidad.”
Desenvolvió a continuación la túnica. Una luz rojiza se abatió entonces sobre el patio, mientras todo el monasterio parecía sumirse en una atmósfera celeste. La túnica era magnífica, en verdad.
Cuando el monje anciano vio tanta perfección, quiso hacerla suya al instante.
Le suplicó el viejo monje:
“Si me permitierais llevarla a mis aposentos, podría pasarme la noche estudiándola con detenimiento Os la devolvería mañana, antes de que continuarais vuestro viaje hacia el Oeste. ¿Qué os parece?”
El anciano volvió a la parte de atrás del monasterio, colocó la túnica bajo unas antorchas y, sentándose frente a ella, comenzó a llorar a voz en grito.
“Tengo ya doscientos setenta años. ¿De qué me ha servido coleccionar todas las túnicas, si ninguna supera en belleza a la del monje Tang?”
“Nada hay más fácil que eso” sentenció un monje llamado Sabiduría Perfecta.
“Encontramos a algunas personas poderosas, tomamos las lanzas y los cuchillos y los matamos. El monje Tang y su discípulo han gastado no pocas energías a lo largo de su viaje. De hecho, ahora están durmiendo a pierna suelta en el gran salón. No nos será difícil, por tanto, acabar con ellos.”
Otro monje, llamado Grandes Designios, afirmó:
“A mí no me parece un plan tan bueno. Yo he ideado un plan en el que no será necesario el uso de espadas y lanzas. Prendimos fuego a tres salones zen, quemando vivos a esos dos monjes junto con el caballo. Si alguien cerca lo vio, di que fueron ellos, por descuido, quienes provocaron el incendio que quemó nuestros salones zen. Quien no esté al tanto de nuestro propósito pensará que habrá sido un accidente y nosotros continuaremos con las manos totalmente limpias.”
“¡Este plan es mucho mejor que el otro!” exclamaron los demás monjes e inmediatamente partieron en busca de la leña.
El Peregrino era un mono espiritual, aunque esté dormido, sigue concentrando su mente y refinando su energía. Se percató en seguida del incansable trasiego de los monjes. De una sacudida, se convirtió en una abeja y se elevó hacia el techo para ver lo que pasaba.
Para su asombro, descubrió que los monjes estaban amontonando heno y leña alrededor del salón en el que ellos se encontraban descansando, con el fin de prenderle fuego. Quieren acabar con nosotros para hacerse con la túnica. Debería sacar la barra y terminar con todos ellos. Pero, si lo hago, mi maestro se pondrá furioso conmigo y me acusará de haber cedido a tentación de la violencia. No, no. Es mejor que esta vez actúe con un poco más de astucia.
El Rey Mono corrió rápidamente al Palacio Celestial y tomó prestado una manta contra el fuego del Virupaksa, el Devaraja de los Ojos Anchos. Luego, descendió con ella a toda velocidad, entró en el salón Zen y cubrió al monje, el caballo y el equipaje.
Cuando vio que los otros bonzos prendían fuego a los haces de leña, cruzó los dedos, recitó el oportuno conjuro, sopló con todas sus fuerzas. Al punto se levantó un fortísimo viento que convirtió la hoguera en un fuego incontrolable. Por lo tanto, las otras casas del templo también fueron incendiadas.
El fuego atrajo la atención del monstruo de la cercana Montaña del Viento Negro. Se dijo, alarmado:
“¡Santo cielo!. Debe de haberse desatado un fuego en el Templo de Guanyin. ¡Qué poco cuidado tienen esos monjes! Creo que lo mejor es que vaya a ver si puedo echarles una mano.”
Montó en su nube y se dirigió inmediatamente al templo. En seguida se dispuso a ir en busca de agua, pero para su asombro constató que el pabellón de la parte posterior permanecía totalmente intacto. Además, encima del tejado había alguien azuzando las llamas.
Se acercó a mirar con más detenimiento y vio que encima de una mesa de los aposentos del monje anciano había una túnica que emitía una luz multicolor. No le cupo la menor duda de que ante sí tenía un valiosísimo tesoro budista.
¡Con cuánta facilidad corrompe la riqueza la mente del hombre! no hizo el menor intento por apagar el fuego o ir en busca de agua. Agarró la túnica y, aprovechando la confusión reinante, volvió a montarse en la nube y regresó a su caverna de la montaña.
A la mañana siguiente, Xuanzang abrió los ojos y se encontró sólo quedaban en pie algunas paredes aisladas a su alrededor. Los torreones y el resto de las construcciones habían desaparecido del todo.
“¿Qué ha sucedido? ¿Cómo es que todo se ha venido abajo?”
El Peregrino explicó:
“No penséis que estáis soñando. Si todo se encuentra en tan lamentable estado, es porque anoche se declaró un incendio.”
“¿Cómo es posible que yo ni siquiera me haya enterado?” preguntó Tripitaka.
“Eso se debe a mi protección.” respondió el Peregrino:
“Se encapricharon de vuestra túnica y planearon quitaros de en medio, valiéndose de un incendio.”
Tripitaka agarró las riendas del caballo, mientras el Peregrino cargaba con el equipaje. Juntos abandonaron el salón Zen y se dirigieron a los aposentos de la parte posterior. Al verlos, los monjes, que continuaban lamentándose como plañideras, pensaron que se trataba de espíritus y gritaron, despavoridos:
“¡Esos fantasmas han vuelto a vengarse de nosotros!”
“¿Quién ha dicho que seamos espíritus?” replicó el Peregrino.
“Todavía estamos vivos y lo único que queremos es que nos devolváis nuestra túnica.”
Los monjes se arrodillaron juntos:
“Nosotros no tenemos nada que ver con lo ocurrido. Fueron el monje anciano y Grandes Designios los que planearon todo esto. Vuestra túnica se encuentra en la parte de atrás, en la residencia del viejo Patriarca.”
El Peregrino entró, furioso, en los aposentos del Patriarca, encontró que el Patriarca se ha suicidado.
El Rey Mono agarró el cadáver y lo desnudó del todo. Pero no halló ni rastro del tesoro de su maestro.
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