Durante varios días el Peregrino y el monje caminaron bajo un cielo helado propio de mediados de invierno.
Soplaba sin cesar un viento gélido, viéndose por doquier las agujas de los carámbanos. Siguiendo un tortuoso sendero trazado entre precipicios y desfiladeros, fueron escalando, una tras otra, las altísimas cumbres de una cordillera.
Tripitaka, que iba montado a caballo, pareció oír de pronto el lejano sonido de un torrente.
El monje y el mono estaban mirando atentamente a las aguas, cuando de pronto surgió de ellas un dragón, que se lanzó como una flecha contra Tripitaka; afortunadamente el Peregrino actuó con rapidez y, tirando al suelo el equipaje, se abalanzó sobre su maestro y le arrastró pendiente arriba. El dragón no pudo alcanzarlos, pero se tragó el caballo, arneses incluidos, y regresó tranquilamente a las aguas.
Haciendo pantalla con la mano, escudriñó con sus ojos de fuego todo el paisaje, pero el Rey Mono no halló el menor rastro del animal.
Wukong dijo:
“No he podido ver a nuestro caballo por ninguna parte, de lo que deduzco que ha debido de ser devorado por ese dragón.”
“¿Cómo voy a continuar el viaje sin caballo?” se lamentó Tripitaka.
“Hay miles de colinas y de corrientes de agua entre estas montañas y las Tierras del Oeste. ¡Jamás podré llegar a pie!”
Y se echó a llorar.
Al ver sus lágrimas, el Peregrino se puso furioso y le regañó, diciendo:
“¡Dejad de llorar como si fuerais un crío! ¡Sentaos aquí y no os mováis! Voy a ver si encuentro a esa bestia y le pido que nos devuelva el caballo.”
“¿Dónde vas a ir a buscarlo?” exclamó Tripitaka, agarrándose a él.
“Imagina que aparece por cualquier parte, cuando tú te hayas ido. Me devoraría y yo, aparte del caballo, perdería también la vida.”
Al oír eso, el Peregrino se puso más furioso todavía.
“¡Sois un cobarde! ¡Un auténtico cobarde!” bramó con voz de trueno.
“Queréis viajar en caballo, pero, al mismo tiempo, no me dejáis partir en su busca. ¿Te vas a quedar mirando el equipaje hasta que te mueras de viejo?”
Wukong se dirigió hacia la torrentera con la barra de hierro en las manos.
En cuanto llegó a la orilla, montó en una nube y empezó a gritar, suspendido encima del agua:
“¡Lagarto sin fe ni principios, devuélveme cuanto antes el caballo!”
El dragón estaba tumbado en el fondo del torrente, pero, cuando oyó que alguien le exigía con semejante lenguaje la devolución del caballo, no pudo dominar su amor propio y salió a la superficie.
“¿Quién osa insultarme de esa forma?”
“¡Devuélveme inmediatamente el caballo!” exigió el Peregrino furioso.
Y descargó sobre la cabeza de la bestia un terrible mandoble de su barra de hierro. El dragón se hizo a un lado y replicó con un golpe no menos feroz de sus garras y mandíbulas.
Atacando y reculando, midieron una y otra vez sus armas, hasta que finalmente el dragón se rindió al cansancio y no pudo seguir luchando. Comprendiendo que no tenía nada que hacer, se dio media vuelta y se lanzó como una flecha al agua, refugiándose en el fondo del torrente. De nada sirvieron los insultos del Rey de los Monos. El dragón estaba decidido a no volver a salir e hizo como sí estuviera sordo.
De dos zancadas el Rey Mono se llegó hasta la orilla del torrente y, haciendo uso su magia para trastornar los ríos y los mares, transformó las límpidas aguas del Torrente del Águila Afligida en la turbia corriente del Río Amarillo durante la marea alta. Eso incomodó tanto al dragón que no podía ni sentarse ni tumbarse en el cieno del fondo.
Al fin no pudo aguantarlo más y, rechinando amenazadoramente los dientes, saltó fuera del agua y preguntó:
“¿Qué clase de monstruo eres tú y de dónde procedes?”
“Eso a ti no te importa” contestó el Peregrino.
“Yo lo único que deseo es que me devuelvas el caballo. Si lo haces, juro que te perdoné la Vida.”
“¡Eso es imposible!” replicó el dragón.
“Me lo he tragado y está ya en mi estómago. ¿Cómo voy a devolvértelo?”
De nuevo volvieron a medir sus armas, pero a los pocos asaltos el dragón no pudo aguantar el ataque. Sacudió el cuerpo y al instante se convirtió en una pequeña culebra de agua, que se perdió entre la vegetación de la orilla.
Cuando Wukong estaba indefenso, apareció el Bodhisattva Guanyin.
“Ese dragón es uno de los príncipes de Ao Run, el señor del Océano Occidental. Por haber prendido fuego al palacio en el que vivían y haber destruido todas las perlas que en él había, le condenó a muerte, pero conseguí que el Emperador de Jade le indultara, para que ayudara al monje Tang en su largo viaje hacia el oeste. ¿Cómo pensabais llegar a la Montaña del Espíritu con un caballo vulgar? ¡Sólo puede hacerlo un dragón convertido en caballo!”
Como ella dijo, el dragón se llegó hasta la orilla y tomó la forma de hombre. Montó a continuación en una nube y, llegándose junto a la Bodhisattva, la saludó, diciendo:
“Os reitero las gracias por haberme salvado la vida. Llevo mucho tiempo esperando aquí al monje Tang.”
La Bodhisattva se acercó entonces al dragón y le arrancó el collar de perlas que llevaba al cuello. Metió después la ramita de sauce en su florero de rocío, y aspergió dragón. Sopló a continuación sobre ella y le ordenó:
“¡Transfórmate!”
El dragón se convirtió al instante en un caballo exactamente igual al que se había tragado y le ordenó, severa:
“Debes hacer cuanto esté de tu parte para superar todos los obstáculos con los que vas a toparte. Recuerda que, si no escatimas sacrificio alguno, dejarás de ser un dragón ordinario sino que te convertirás en un Buda.”
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