El Rey le preguntó al falso monje Tang, intrigado:
“¿Cómo es que, cuando llegasteis esta mañana teníais un rostro tan hermoso y ahora parecéis una persona totalmente distinta?”
Contestó el Rey Mono, sonriendo:
“A decir verdad, majestad, el primero que vino a veros era mi maestro, el honorable Tripitaka, hermano del Gran Emperador de los Tang. Yo no soy más que su discípulo Sun Wukong. Con nosotros viajan otros dos hermanos, Zhu Wuneng y Sha Wujing, que actualmente se encuentran en el Pabellón del Departamento de Envíos. Estábamos al tanto de que el monstruo os había convencido para que arrancarais el corazón a mi maestro. Eso me movió a hacerme pasar por él y a venir a enfrentarme contra esa bestia.”
Al oír eso, el rey se volvió hacia el más importante de sus ministros, el Gran Secretario Imperial, y le ordenó que fuera al pabellón en busca del maestro y de los otros discípulos a los que aún no tenía el honor de conocer.
Preguntó el Rey Mono:
“¿Sabéis de dónde provenía ese monstruo, majestad? Me gustaría ir a atraparle, así no podría continuar haciendo el mal.”
El rey contestó:
“Hace tres años, cuando llegó aquí por primera vez, le hice esa misma pregunta y me respondió que vivía en un lugar no muy lejos de aquí, concretamente en la aldea de la Perfecta Floración, que se halla enclavada en la Ladera del Sauce, a unos ciento cincuenta kilómetros al sur de esta ciudad.”
Wukong se volvió a continuación hacia Bajie y le ordenó:
“Ven conmigo, rápido.”
Protestó Bajie:
“¿Cómo quieres que lo haga con el estómago vacío? Ya sabes que sin comer no valgo para nada.”
El rey llamó al encargado de las celebraciones y fiestas imperiales y le ordenó que preparara un convite vegetariano.
En cuanto se hubo saciado, Bajie se elevó por los aires y desapareció a toda prisa, montado en la misma nube que el Rey Mono.
Al verlo, el rey, la reina, las concubinas y todos los funcionarios, tanto civiles como militares, se dejaron caer, sobrecogidos, rostro en tierra y, golpeando repetidamente el suelo con la frente, exclamaron:
“¡En verdad han descendido a la tierra los inmortales y los budas!”
Wukong condujo a Bajie a un lugar situado a unos ciento cincuenta kilómetros al sur de la ciudad, donde sin pérdida de tiempo empezaron a buscar la morada del monstruo. No había ni rastro de la aldea de la Perfecta Floración.
No le quedó más remedio que hacer un signo mágico con los dedos y pronunciar el conjuro que empezaba por la letra Om. Inmediatamente se presentó el espíritu de aquel lugar.

Temblando de pies a cabeza, se postró de hinojos y dijo:
“El dios de la Ladera del Sauce os presenta sus respetos, Gran Sabio.”
Le tranquilizó el Rey Mono:
“No tengas miedo. Te he hecho venir, no para castigarte, sino para preguntarte dónde se encuentra la aldea de la Perfecta Floración.”
Le corrigió el dios de la tierra:
“Lo que hay aquí no es la aldea, sino la Caverna de la Perfecta Floración. Eso me hace pensar que venís directamente del Reino de Bhiksu.”
Reconoció el Rey Mono:
“Así es. El soberano que rige sus destinos había sido embaucado por un monstruo, al que desenmascaré nada más poner el pie en la capital. Cuando estaba a punto de derrotarle, se convirtió en un rayo de luz y desapareció de mi vista. Eso me obligó a preguntar al rey sobre sus orígenes. Según parece, hace tres años, cuando le ofreció una muchacha hermosísima en prueba de reconocimiento, el monstruo le manifestó que era originario de la aldea de la Perfecta Floración, enclavada en la Ladera del Sauce, a unos ciento cincuenta kilómetros al sur de la ciudad. Como no me cabía ninguna duda de que se trataba de este lugar, basta para ello con ver los sauces, decidí llamarte para preguntarte dónde se encuentra esa condenada aldea.”
Contestó el dios:
“Si queréis dar con él, tenéis que descubrir un sauce de nueve ramas que hay al sur del arroyo, dar tres vueltas alrededor del tronco, primero de izquierda a derecha y después de derecha a izquierda, apoyaros en el tronco con las dos manos y gritar tres veces seguidas ¡Abrid la puerta! y aparecerá ante vuestros ojos la Caverna de la Perfecta Floración.”
Wukong despidió entonces al dios de la tierra y, saltando el arroyo, empezó a buscar, en compañía de Bajie, el sauce que acababa de indicarle. No tardaron en dar con él. Aunque su tronco era recto en extremo, poseía únicamente nueve ramas.
Wukong siguió al pie de la letra las instrucciones del dios de la tierra, dando primero tres vueltas hacia la izquierda, después otras tres hacia la derecha y colocando con fuerza las dos manos sobre el tronco, antes de gritar tres veces seguidas: ¡Abrid la puerta! Al instante aparecieron dos portones enormes, que lanzaron un desagradable quejido al girar sobre sus goznes.
Del sauce no quedaba ni rastro. Dentro se veía una luz tan fuerte como la que reinaba en el exterior, pero tampoco allí se apreciaba rastro alguno de presencia humana.
En dos zancadas el Rey Mono se llegó hasta él y vio que tenía grabados cuatro caracteres, que decían: Morada del Inmortal de la Perfecta Floración.

Incapaz de dominar su entusiasmo, el Rey Mono saltó por encima del bloque de piedra. El monstruo se encontraba al otro lado. Tenía entre sus brazos a una muchacha realmente hermosísima, mientras hablaban, al parecer, de algo relacionado con el Reino de Bhiksu.
Se lamentaban los dos al mismo tiempo:
“¡Qué ocasión más extraordinaria hemos dejado escapar! Tres años planeándolo y hoy precisamente, que estábamos a punto de concluir nuestra empresa, se presenta ese maldito mono y lo echa todo a perder.”
Gritó el Rey Mono, lanzándose contra ellos con la barra de hierro en las manos:
“¡Los malditos sois vosotros! ¿Qué ocasión es esa de la que estáis hablando? ¡Dejad de lamentaros y preparaos a probar el sabor de mi barra!”

Cuando vio aparecer al Rey Mono y al monstruo, Bajie levantó el rastrillo y se metió de lleno en la pelea.
El monstruo perdió la poca confianza que aún le quedaba y huyó, despavorido.
Cuando estaban a punto de darle alcance, oyeron el canto de un fénix y de una garza, al tiempo que se cernía sobre ellos una luz cegadora. No tardaron en ver a la Anciana Estrella del Polo Sur.
Gritó:
“Gran Sabio y Mariscal de los Juncales Celestes, por favor quédate. Es mi deseo que aceptéis los humildes saludos de este viejo taoísta.”
Le preguntó el Rey Mono, después de devolverle los cumplidos:
“¿De dónde venís?”
Exclamó Bajie, sonriendo malicioso:
“¡Viejo bribón! A juzgar por ese rayo de luz que tenéis en la mano, acabáis de atrapar a ese monstruo. ¿No es así?”
Reconoció la Estrella, sonriendo:
“Así es, efectivamente. Espero que os mostréis compasivos con él y renunciéis a acabar con su vida.”
Contestó el Rey Mono:
“Que yo sepa, ese monstruo no es ninguno de vuestros parientes. ¿Por qué os interesáis tanto por él?”
Respondió la Estrella, sin perder la sonrisa de los labios:
“Porque da la casualidad de que se trata de mi bestia de carga. Lamento tener que admitir que se me escapó y que ha terminado convirtiéndose en un monstruo.”
La Estrella, entonces, gritó:
“¡Bestia maldita, muéstrate tal cual eres y te levantaré el castigo que tenía pensado ponerte por tu falta!”
El monstruo se revolvió de una forma extraña y se convirtió en un ciervo de pelaje blanco.

Estrella montó en el ciervo y se dispuso a partir. El Rey Mono se lo impidió, diciendo:
“No os marchéis, por favor. Hay dos asuntos que todavía no hemos resuelto. No tardaremos mucho.”
Haciendo un gesto a Bajie con la mano, regresaron a la Mansión del Inmortal de la Perfecta Floración. Gritaron los dos con fuerza:
“¡Hay que atrapar al monstruo! ¡No hay que dejarle escapar!”
La bella ni siquiera tenía un arma. Lo único que pudo hacer fue esquivar el golpe y transformarse en un rayo de luz. El Rey Mono le cortó la retirada, levantando oportunamente la barra de hierro. Después de estrellarse contra ella, la bella cayó al suelo y se convirtió en lo que realmente era: una zorra de rostro blanco.

El Rey Mono se dirigió hacia el palacio real, acompañado por la Estrella, el ciervo y Bajie, que llevaba arrastrando a la zorra.
Dijo el Rey Mono al rey, enseñándosela con visible desprecio:
“Aquí tenéis a vuestra Reina de la Belleza. ¿Estáis dispuesto a renunciar a vuestras obligaciones por ella?”
El rey temblaba de miedo. La reina y las concubinas, por su parte, no se atrevían a levantar la cabeza.

Seguidamente el Rey ordenó al encargado de las celebraciones y las fiestas imperiales que preparara un banquete vegetariano en el Salón Oriental del Palacio, para agradecer a la Estrella del Polo Sur, al monje Tang y a sus tres discípulos todo cuanto habían hecho por el bien del reino.
Cuando hubo concluido el banquete, la Estrella se levantó, dispuesto a partir cuanto antes hacia su palacio. El rey se arrojó entonces a sus pies y le suplicó que le recetara algún remedio para acabar con su enfermedad.
Contestó la Estrella, sonriendo:
“Me temo que estaba demasiado preocupado con encontrar a mi ciervo y no he traído ningún elixir. De todas formas, dentro de la manga tengo tres dátiles que acaba de darme el Supremo Señor del Este, para que los tome con el té. Con mucho gusto os los regalo. Nada me alegraría más que saber que os han servido de ayuda.”
En cuanto los hubo tragado, el rey sintió como si, poco a poco, le fueran levantando un peso terrible del cuerpo, hasta que la enfermedad desapareció totalmente y le pareció que volvía a ser un hombre joven.
Antes de que los peregrinos llegaran a las puertas de la ciudad, se levantó un viento huracanado, que fue depositando a lo largo de toda la calle los mil ciento once niños que habían desaparecido la noche anterior. El dios del reino, el de la ciudad, el del suelo, los inmortales, los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales, los Cuatro Centinelas, los Seis Dioses de la Luz, los Seis Dioses de las Tinieblas y los Protectores de los Monasterios, que habían cuidado durante todo ese tiempo de los niños, se llegaron, respetuosos, hasta donde se encontraba el Rey Mono.
El rey, las concubinas y todos los habitantes de la ciudad se echaron en seguida rostro en tierra.
Sun Wukong pidió, entonces, a los padres de los niños que se hicieran cargo de ellos.

La alegría alcanzó tales cumbres, que todo el mundo empezó a gritar:
“¡Llevemos al monje Tang y a sus discípulos a nuestros hogares y agradezcámosles cuanto han hecho por nosotros!”
Como si fueran un solo hombre, se abalanzaron sobre los peregrinos y, sin preocuparse de la repelente fealdad de sus rostros, los cogieron en volandas y los llevaron a sus casas.
Ni siquiera el rey pudo hacer nada por evitar que cargaran con Zhu Bajie, cogieran a Bonzo Sha a hombros, transportaran a Sun Wukong por encima de sus cabezas y condujeran triunfalmente a Tripitaka hacia el centro de la ciudad.
Mientras una familia daba un banquete, otra preparaba una fiesta y las que comprendían que no iban a poder resistir con tanta comida se ponían a hacer sandalias, gorras, túnicas y toda clase de prendas de vestir. Más de un mes se vieron los peregrinos obligados a permanecer en aquella capital.
Cuando llegó el momento de la partida, todos los habitantes disponían de retratos de los monjes con sus nombres, a los que ofrecían de continuo sacrificios y varillas de incienso.
Leave a Reply