Sun Wukong y sus dos compañeros partieron en persecución del tornado a lomos de una nube.
No tardaron en toparse con una montaña muy alta, en la que el remolino de viento y polvo perdió, finalmente, fuerza y desapareció del todo.
Sin saber exactamente dónde se había refugiado el monstruo, los tres monjes bajaron de la nube y empezaron a buscar algún rastro de él.
Fue así como descubrieron, a un lado de la montaña, una losa de piedra verde tan enorme y brillante, que parecía un biombo gigante. Tomando el caballo de las riendas, se acercaron a ella y comprobaron que se trataba, en realidad, de dos puertas de piedra, sobre las que había sido grabada la siguiente inscripción: Montaña del Enemigo Venenoso, Caverna del Laúd.
Wukong recurrió a la magia y, tras hacer un signo con los dedos y recitar el correspondiente conjuro, se convirtió en una abeja tan ágil y ligera.
Se metía en la caverna por la pequeña hendidura de la puerta. Tras dejar atrás un segundo portón, llegó a un jardín, en el que estaba sentada una diablesa.
“Traed al hermano del Emperador de los Tang” ordenó la diablesa.
La diablesa se levantó de su asiento y, extendiendo hacia el maestro unos dedos tan delicados como brotes de cebollas de primavera, dijo, atrayéndole hacia ella:
“Descansad, hermano del emperador. Aunque esta humilde morada no posee ni las riquezas ni los lujos del palacio del País de las Mujeres del Liang Occidental, posee la ventaja de no estar sujeta a tanta etiqueta y ser mucho más cómoda. No dudo que la encontraréis totalmente adecuada para recitar el nombre de Buda y leer las escrituras sagradas. Yo os acompañaré a lo largo del camino que conduce a la Iluminación, y, así, alcanzaremos la vejez en un clima de total felicidad y armonía.”
Tripitaka no abrió la boca.
El Rey Mono escuchó todo desde el tronco. No pudo dominar por más tiempo su impaciencia y tomó la forma que le era habitual.
Echando mano a toda prisa de la barra de hierro, gritó:
“¡Maldita bestia! ¡Jamás había conocido a nadie con menos principios que tú!”
Al verle aparecer tan de improviso, la diablesa ordenó a las muchachas que la servían:
“¡Llevaos de aquí al hermano del emperador!”
Cogió a continuación un tridente de acero y gritó con potente voz:
“¡Maldito mono sin principios! ¿Cómo te atreves a husmear por mi casa, sin haber sido invitado? ¡No huyas y prueba el sabor del tridente de tu abuelita!”
El Rey Mono paró el golpe con la barra de hierro y dio un paso hacia atrás.
Sin dejar de intercambiar golpes, abandonaron el interior de la caverna.
Al ver aparecer a los dos luchadores, Bajie levantó el rastrillo con las dos manos y corrió hacia la refriega, gritando como un loco:
“¡Apártate, hermano! ¡Voy a partirle la cabeza a esta puta!”
La diablesa, Bajie y Wukong lucharon durante horas y horas, pero ninguno de ellos consiguió una diferencia apreciable. Dando un salto tremendo, la diablesa adoptó la postura del «caballo que se siente envenenado» y propinó al Rey Mono un golpe terrible en la cabeza.
“¡Ahhh!” gritó Wukong. La suerte se ha vuelto contra nosotros y abandonó la lucha, quejándose lastimosamente.
Al verlo, Bajie decidió iniciar la huida, arrastrando tras él su preciado rastrillo. La diablesa recogió sus tridentes y regresó, triunfante, a su caverna.
Con las manos agarradas a la cabeza, el ceño arrugado y el rostro contraído por el dolor, el Rey Mono no dejaba de gritar:
“¡No lo aguanto más!”
Acercándose a él, Bajie preguntó:
“¿Se puede saber qué te pasa? Cuando más parecías estar disfrutando de la lucha, te das media vuelta y me dejas a mí empantanado.”
Se quejó el Rey Mono con voz lastimera:
“¡Es terrible! Mientras luchábamos, la diablesa comprendió que estaba perdiendo terreno y, de pronto, dio un salto tremendo. No sé de qué arma se sirvió, pero sí puedo afirmar que me alcanzó con ella la cabeza y ahora no puedo aguantar el dolor. ¿Comprendes ahora por qué me di a la fuga?”
Dijo el Bonzo Sha:
“Se está haciendo tarde, a nuestro hermano mayor le duele la cabeza. Sentémonos y pasemos aquí la noche. Este lugar está resguardo de las corrientes. Mañana, cuando hayamos recuperado las fuerzas, decidiremos lo que haya de hacerse. “
De esta forma, tras atar el caballo y asegurar el equipaje, se dispusieron a pasar la noche al sereno, protegidos de las corrientes de aire por un pequeño repecho.
No tardó en cantar el gallo. En el repecho de la ladera de la montaña el Rey Mono dio por terminado su descanso y, dijo, levantándose del suelo:
“El dolor de cabeza me duró casi toda la noche, pero ahora me encuentro perfectamente y sin esa extraña modorra que me aquejaba. A decir verdad, sólo noto una pequeña molestia.”
“Ya se ha hecho de día. ¿A qué esperáis para ir a capturar a monstruo?” les reconvino el Bonzo Sha.
Le aconsejó el Rey Mono:
“Tú quédate aquí con el caballo y no te muevas. Irá conmigo Bajie.”
Poseedor de un carácter muy impulsivo, Zhu Bajie jamás reflexionaba sobre lo que iba a hacer. Con el rastrillo en alto corrió hacia las puertas de piedra, les asestó un golpe tremendo y las redujo a trocitos no mayores que una esquirla. Las muchachas que estaban dormidas con la cabeza apoyada en las matracas de marcar las vigilias dieron un salto y corrieron, aterrorizadas, hacia los portones que había detrás gritando:
“¡Abridnos en seguida! ¡Acaban de presentarse los monstruos de ayer y han destrozado las puertas!”
La diablesa cogió el tridente, lo levantó por encima de la cabeza con las dos manos y salió gritando:
“¿Cuándo vais a aprender a controlaros, cerdo inmundo y mono loco? ¿Es que no sois capaces de respetar nada? ¿Cómo os habéis atrevido a destrozar mis puertas?”
Gritó Bajie:
“¡Maldita puerca! Has secuestrado a nuestro maestro y ¿aún tienes la desvergüenza de venir a pedimos cuentas? ¡El monje Tang no es tu marido, sino tu rehén! Si le dejas salir, te perdonaremos la vida; de lo contrario, el Cerdo derribará con su rastrillo tu montaña hasta dejarla tan plana como un valle.”
La diablesa no se arredró, por supuesto, ante tales palabras. Al contrario, haciendo acopio de una enorme energía, se lanzó contra sus atacantes con el tridente en ristre, lanzando humo y fuego por la boca y por las narices. Bajie esquivó el golpe, haciéndose a un lado, y descargó sobre ella un tremendo mandoble. El Rey Mono se mantuvo a la expectativa, sin soltar para nada su barra de hierro. La habilidad guerrera de la diablesa era, en verdad, extraordinaria. Parecía tener, no uno sino muchos pares de manos, lanzando golpes sin parar y deteniendo magistralmente los que caían sobre ella.
Después de varios asaltos volvió a hacer uso de su arma desconocida y le propinó a Bajie un golpe tremendo en los labios. Bajie no tuvo más remedio que abandonar la lucha, arrastrando penosamente el rastrillo y gritando de dolor. El Rey Mono hizo ademán de continuar la batalla, pero también él se vio obligado a abandonar el campo.
La diablesa, por su parte, regresó triunfante a la caverna y ordenó a las muchachas que la atendían que taparan las puertas con rocas.
Bonzo Sha estaba cuidando tranquilamente del caballo en el repecho de la montaña, cuando oyó los gemidos de un cerdo. Levantó la cabeza y vio a Bajie caminando de espaldas con los morros hinchados y gritando como una parturienta.
“¡¿Cómo es posible que…?!” exclamó, sorprendido, el Bonzo Sha.
“¡Es tremendo! ¡Tremendo! ¡No hay quien aguante un dolor como éste!” le atajó el Cerdo.
Sin saber qué hacer, los tres se dejaron caer al suelo, desanimados. Al rato, vieron acercarse por el sur a una anciana con una cesta llena verduras en la mano. Al verla, Bonzo Sha exclamó, esperanzado:
“¡Mira! Ahí viene una anciana. Déjame ir a preguntarle si conoce a esa diablesa o si sabe qué clase de armas usa para producir unas heridas tan terribles.”
Wukong clavó en la anciana sus ojos y vio que por encima de su cabeza flotaba una nube de buenos augurios y que todo su cuerpo aparecía inmerso en una neblina perfumada. No le costó trabajo reconocerla y gritó a toda prisa a sus hermanos:
“¡Venga, rápido, echaos al suelo! ¡Esa mujer es la Bodhisattva!”
Wukong corrió hacia ella y dijo, inclinándose, respetuoso:
“Perdonadnos, Bodhisattva, por no haberos dado la bienvenida que merecéis. Estábamos tratando de liberar a nuestro maestro con tal dedicación, que no nos percatamos de vuestro descenso a la tierra La prueba a la que hemos sido sometidos esta vez es prácticamente insuperable, por lo que os suplicamos que nos echéis una mano.”
Reconoció la Bodhisattva:
“El poder de esa diablesa es, en verdad, extraordinario. Esos tridentes que maneja con tanta maestría son, en realidad, sus pinzas delanteras y el arma desconocida que tantos quebraderos de cabeza os ha dado no es ni más ni menos que su uña ponzoñosa. Se trata de un Espíritu Escorpión. Si queréis rescatar al monje Tang, tendréis que acudir a otra persona. Yo ni siquiera puedo acercarme a él.”
Suplicó el Rey Mono, volviéndose a inclinar:
“Decidnos cómo se llama ese maestro del que habláis, así podremos solicitar, cuanto antes, su ayuda.”
Contestó la Bodhisattva:
“Vete a la Puerta Este de los Cielos y pregunta por la Estrella de Orion en el Palacio de la Luz. Él os ayudará a atrapar a esa bestia.”
No había acabado de decirlo, cuando se transformó en un rayo de luz brillante que se dirigió a toda velocidad hacia los Mares del Sur.
El Rey Mono dio un salto y en un abrir y cerrar de ojos llegó al Palacio de la Luz.
El dios iba a saludar a tan ilustre visitante.
“¿A qué se debe tanto honor?” preguntó, sonriente.
Contestó el Rey Mono:
“He venido a pediros que salvéis a mi maestro de un terrible aprieto.”
Volvió a preguntar el dios:
“¿De qué aprieto se trata? ¿En qué lugar concreto se ha visto entorpecido su peregrinar?”
“En la Caverna del Laúd de la Montaña del Enemigo Venenoso, que se encuentra, como sabéis, en el país del Liang Occidental.” Contestó el Rey Mono.
“¿Qué clase de monstruo habita en esa caverna, para haberos movido a visitar a una deidad tan insignificante como yo?” inquirió, una vez más el dios.
Respondió Wukong:
“No hace mucho la Bodhisattva Guanyin ha tenido la delicadeza de decirnos que se trata de un Espíritu Escorpión. Añadió que sólo vos sois capaz de dominarlo. Por eso, he tenido el placer de venir a veros.”
Explicó el dios:
“Ahora tengo que ir a informar al Emperador de Jade de las gestiones que he realizado. Después atenderé con mucho gusto vuestros deseos, ya que, entre otras consideraciones, venís de parte de la Bodhisattva. Me gustaría tomar el té con vos, pero soy consciente de la urgencia de la situación, por lo que, en contra de lo que acabo de deciros, bajaré a capturar a ese monstruo antes, incluso, de presentar mis informes al emperador.”
Al oír eso, Wukong salió a toda prisa por la Puerta Este de los Cielos y se dirigió al país del Liang Occidental, seguido por el dios. Al ver la montaña, el Rey Mono indicó a su acompañante:
“Es ahí.”
El dios bajó de la nube y se dirigió hacia el biombo de piedra que se levantaba en la ladera de la montaña. Al verlos acercarse, Bonzo Sha sacudió a Bajie por el hombro y le dijo:
“¡Levántate! Están aquí la estrella y nuestro hermano mayor.”
Dijo Bajie al recién llegado:
“Disculpad que no os salude con la ceremonia que merecéis, pero me encuentro enfermo y apenas puedo hablar.”
Preguntó el dios, sorprendido:
“¿Cómo es posible que haya caído enfermo alguien que se dedica a la práctica de la virtud? ¿Qué enfermedad es la que os aqueja?”
Explicó Bajie:
“En cuanto amaneció esta mañana, fuimos a luchar contra ese monstruo y me arreó un golpe tremendo en los labios. Desde entonces me duelen de una forma francamente insoportable.”
“Acércate, que voy a curártelos” dijo el dios.
“Si lo hacéis os estaré agradecido toda mi vida.” contestó Bajie, quitándose la mano de los morros.
Sin decir nada, el dios le dio un golpecito en la boca y le roció los labios con una bocanada de aliento. El dolor remitió al instante. El Cerdo cayó de rodillas y gritó, agradecido:
“¡Fantástico! ¡Realmente fantástico!”
“¡Vayamos, de una vez, a acabar con esa puta!” urgió Bajie al Rey Mono con una ferocidad que no era habitual en él.
Afirmó el dios:
“Eso es precisamente lo que iba a sugeriros. Hacedla salir de su escondite y ya me encargaré yo de atraparla.”
Dando un salto tremendo, Bajie y Wukong se colocaron justamente enfrente de la puerta de la caverna. No dejaban de lanzar improperios e insultos, mientras apartaban con las manos las rocas que cegaban la entrada. Bajie fue el que más empeño puso consiguiendo abrir un boquete con ayuda de su rastrillo. Como un loco, se lanzó contra los portones que había detrás y los redujo a polvo de un golpe. Las muchachas que los guardaban corrieron, aterrorizadas, a informar a su señora, diciendo:
“¡Esos dos brutos acaban de destrozar los portones!”
Al oír que los portones habían quedado hechos añicos, la diablesa dio un salto increíble y arremetió con el tridente contra Bajie. El Cerdo detuvo su avance con el rastrillo, mientras el Mono le ayudaba con la barra de hierro. Tras intercambiar unos cuantos golpes, la diablesa se dispuso a lanzar su tremenda picadura, pero Bajie y Wukong se apercibieron de sus intenciones y huyeron a toda prisa.
Ella los persiguió hasta más allá del biombo de piedra, momento en el que el Rey Mono gritó:
“¿Dónde te has metido, Orion?”
El dios se manifestó, entonces, tal cual era: un enorme gallo con dos crestas, cuando mantenía erguida la cabeza, de más de dos metros y medio. Al ver a la diablesa, clavó en ella la mirada y cacareó una sola vez. Como si se hubiera tratado de una contraseña, ella recobró al punto la forma que le era habitual: la de un escorpión del tamaño de un laúd. El dios volvió a cacarear y el monstruo perdió toda su coordinación de movimientos, cayendo muerto pendiente abajo.
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