Cuando, por fin, regresó Wukong al punto de la montaña en que había dejado al monje Tang y a los demás, se encontró con que no había nadie; todos se habían ido.
El círculo que había trazado con la barra de hierro continuaba siendo visible, pero dentro de él no se encontraba ni el caballo. Preocupado, volvió la vista hacia la torre y las otras construcciones y comprobó que también ellas habían desaparecido. En el lugar que antes ocupaban sólo había unas rocas de formas muy raras.
Exclamó el Rey Mono, descorazonado:
“¡Eso es! Por fuerza han tenido que caer en el peligro que les auguré.”
Siguiendo las huellas del caballo, recorrió cinco o seis kilómetros del camino que conducía hacia el Oeste, sin encontrar ninguna señal más de sus hermanos. Cuando más desanimado parecía estar, oyó de pronto hablar a alguien hacia la parte norte de la pendiente. Se acercó para echar un vistazo y vio que se trataba de un anciano y le seguía un criado muy joven.
Wukong inclinándose ante el viejo, dijo, respetuoso:
“Este humilde clérigo tiene el placer de saludaros.”
“¿De dónde venís?” preguntó el anciano, devolviéndole el saludo.
Contestó el Rey Mono:
“De la Tierra del Este y nos dirigimos al Paraíso Occidental en busca de las escrituras de Buda. Somos en total cuatro los monjes. Puesto que mi maestro llevaba varios días sin comer, partí en busca de un poco de comida vegetariana. Le aconsejé que se sentara en un recodo de la montaña y me esperara allí sin moverse, pero, cuando regresé, tanto él como mis otros dos hermanos habían desaparecido. No sé, pues, qué camino han podido tomar. ¿Puedo preguntaros si los habéis visto?”
“¿Tenía uno de ellos un hocico muy largo y unas orejas grandes?” inquirió el anciano.
“Sí, sí” contestó el Rey Mono a toda prisa.
“¿Poseía otro un aspecto sombrío e iba tirando de un caballo, a cuyos lomos viajaba un monje de rostro pálido y aspecto fornido?” volvió a preguntar el anciano.
“Sí, sí” repitió Sun Wukong.
Sentenció entonces el anciano:
“Se han equivocado de camino. Hace un rato, pasé por esta región y sé el camino que han tomado los ha llevado directamente a las fauces de un monstruo terrible.”
“Decidme de qué monstruo se trata y dónde vive, para que pueda ir a buscarlos allí” suplicó el Rey Mono.
Contestó el anciano:
“Esta es la Montaña del Yelmo de Oro y en ella se halla enclavada la caverna del mismo nombre, propiedad del Gran Rey Búfalo Unicornio. Posee infinidad de poderes mágicos y es un maestro consumado de las artes marciales. Es muy posible que tus compañeros hayan perdido ya la vida.”
“Os agradezco vuestra amabilidad y la información” replicó Sun Wukong, inclinándose una vez tras otra.
El Rey Mono se levantó la túnica de piel de tigre, ajustándosela a la cintura con la faja. Levantó después en alto la barra de los extremos de oro y corrió hacia el interior de la montaña en busca de la caverna del monstruo. Al pasar por un despeñadero, se percató de que las rocas tenían formas más extrañas que en otras partes y de que, justamente debajo de un antepecho verdoso, había dos puertas de piedra. Delante de ellas se encontraba apostada una gran cantidad de diablillos con lanzas y espadas.
Wukong se llegó hasta las puertas de la caverna y, levantando la voz, gritó, furioso:
“¡Diablillos! Entrad inmediatamente en la caverna e informad a vuestro señor que acaba de llegar Sun Wukong, el Gran Sabio, Sosia del Cielo y discípulo del monje santo procedente de la corte de los Tang. Decidle, además, que, si quiere que todos vosotros continuéis con vida, debe poner inmediatamente en libertad a mi maestro.”
Los diablillos entraron en tropel en la caverna y dijeron a su señor:
“Ahí afuera, Gran Rey, hay un monje con el rostro cubierto de pelos y la boca muy grande. Se hace llamar Sun Wukong, el Gran Sabio, Sosia del Cielo, y exige la inmediata puesta en libertad de su maestro.”
Exclamó el monstruo visiblemente satisfecho:
“¡Ya está, por fin, aquí! Tras abandonar mi antiguo palacio y descender a la tierra, nunca he tenido la menor oportunidad de practicar las artes marciales. He aquí que, por fin, puedo enfrentarme a alguien digno de mi pericia.”
Ordenó que le trajeran sus armas y al punto todos los diablillos se pusieron a gritar, enardecidos. Casi de inmediato sacaron una lanza de más de cuatro metros de largo y se la entregaron a su señor. El monstruo levantó la voz y gritó:
“Todos debéis seguir mis órdenes. El que avance será recompensado y el que retroceda será, por el contrario, ajusticiado.”
Todos los diablillos prometieron someterse de buen grado a sus órdenes. Satisfecho de su bravura, la bestia salió a la puerta de su mansión y preguntó en tono arrogante:
“¿Quién es ese tal Sun Wukong?”
“Aquí está tu antepasado Sun” dijo Wukong, acercándose a é.
“Si dejas en libertad a mi maestro, no te ocurrirá nada; de lo contrario, caerás muerto antes de que puedas escoger el lugar de tu tumba.”
Bramó, a su vez, la bestia:
“¡Cuidado que eres bocazas! ¿Quieres explicarme qué clase de poderes tienes tú, para atreverte hablarme así?”
Replicó Sun Wukong con arrogancia.
“¡Bestia maldita! ¡Eres tú, al parecer, el único que desconoce lo poderes del Rey Mono!”
Comentó el monstruo, con una actitud muy provocativa:
“Puesto que estás empeñado en medir tus armas conmigo, te haré una proposición: si eres capaz de resistirme tres asaltos, perdonaré a tu maestro. De lo contrario, yo también te mataré.”
Gritó el Rey Mono:
“¡Bestia maldita! Déjate de tonterías. Estaba a punto de pelear contigo. Ven aquí y prueba mi barra de hierro.”
Más de treinta veces midieron los dos contendientes sus armas, sin que se alcanzara una decisión definitiva.
Al comprobar el monstruo la perfección de Wukong en el manejo de la barra, a lo largo de todo el combate no había cometido, de hecho, la menor equivocación, exclamó, saltando de alegría:
“¡Qué mono más extraordinario! En verdad no le faltan cualidades para sumir los cielos en una confusión total.”
Continuaron luchando durante más de veinte asaltos seguidos.
El monstruo volvió entonces la punta de su lanza al suelo y ordenó a los diablillos que entraran en acción. Blandiendo cimitarras, espadas, porras y lanzas, se lanzaron al ataque, no tardando en rodear completamente al Rey Mono.
Wukong lanzó la barra al aire, al tiempo que gritaba:
“¡Transfórmate!”
Al instante se convirtió en cientos y miles de otras barras idénticas, que se volvieron contra los diablillos como si de culebras voladoras se tratara.
Al verlo, los monstruos se pusieron a temblar de espanto y, cubriéndose el cuello y la cabeza lo mejor que pudieron, huyeron al interior de la caverna.
“Se nota que eres demasiado atrevido” dijo la bestia, sonriendo despectiva.
“Pero te aconsejo que prestes atención a este pequeño truco.”
Sacó de la manga una banda blanca y brillante, y lanzándola hacia lo alto, gritó:
“¡Ataca!”
Todas las barras de hierro se convirtieron en una sola, que, a su vez, fue absorbida por la banda. De esta forma, el Rey Mono se quedó con las manos totalmente vacías, viéndose obligado a dar un salto desesperado para poder salvar la vida.
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