Bajie y Bonzo Sha abrieron un sendero en las aguas y se dirigieron directamente a la Mansión de la Tortuga Marina para liberar a su maestro.
Todos los monstruos y diablillos que estaban en su interior habían perdido la vida. Con paso rápido se llegaron a la parte posterior del palacio de agua y abrieron la caja de piedra.
Sin perder tiempo, cargaron a sus espaldas con el monje Tang y le llevaron a la orilla. Chen Qing y su hermano se echaron a un tiempo rostro en tierra, diciendo en tono humilde:
“Deberíais haber prestado atención a nuestros ruegos. Si lo hubieras hecho, no habríais tenido que pasar por esta prueba terrible.”
Replicó el Rey Mono:
“Se ha acabado. Lo importante es que el próximo año no tendréis que ofrecer ningún sacrificio más a esa bestia, porque el Gran Rey ha sido arrestado y no volverá a asesinar a nadie. Ahora, señor Chen, dependemos enteramente de vos para encontrar una embarcación que nos ayude a cruzar el río.”
“Dadlo por hecho” dijo Chen Qing y al punto mandó construir un barco, empresa en la que colaboraron todos los habitantes del pueblo.
Su entusiasmo era tal que, mientras unos se encargaban de la adquisición del mástil, otros se ocupaban de hacer los remos y trenzar cuerdas. Hubo, incluso, algunos que se comprometieron a servir como marineros en la travesía. El alboroto que producían era, francamente, ensordecedor. Cuando más atareados estaban, surgió del lecho del río una voz fortísima, que decía:
“No es necesario fabricar ninguna embarcación, Gran Sabio. ¿Para qué desperdiciar tanto dinero y energía, si yo misma puedo llevaros con absolutas garantías a la otra orilla?”
Todos sintieron tal pánico, al oírlo, que huyeron a refugiarse en el pueblo. Hasta los más valientes de entre ellos temblaban de pies a cabeza, lanzando furtivas miradas al punto del que parecía provenir aquella voz tan sobrecogedora. Pertenecía a una criatura muy extraña, que normalmente habitaba en las profundidades de los ríos y océanos. Poseía una cabeza de corte cuadrado, única entre todos los animales, de los que uno de sus más destacados dioses. Su longevidad es tal que llega a alcanzar sin ninguna dificultad los mil años. Tal era el animal que tan generosamente se había dirigido al Rey Mono: una vieja tortuga.
“Insisto en que no construyáis esa embarcación, Gran Sabio. Yo misma me encargaré de llevaros a la otra orilla.” repitió la tortuga.
Pero el Rey Mono levantó en alto la barra de hierro y exclamó en tono amenazante:
“¡Márchate de aquí, bestia maldita! Si te acercas un poco más, acabaré de un golpe contigo.”
Replicó la tortuga:
“Os estoy muy agradecida, Gran Sabio, y ese el motivo por el que me he aprestado a ayudaros, ¿se puede saber por qué queréis golpearme?”
“¿Qué he hecho yo para merecer tanto agradecimiento?” repuso el Rey Mono.
Respondió la tortuga:
“Según parece, no os dais cuenta de que la Mansión de la Tortuga Marina me pertenece a mí. Durante generaciones ha sido el centro de mi familia, pasándonosla ininterrumpidamente de padres a hijos. Sin embargo, hace aproximadamente nueve años, ese monstruo se presentó aquí, y desató contra mí toda su violencia. Mató a casi todos mis hijos y me arrebató, con increíble descaro, la práctica totalidad de mis servidores. He de reconocer que mi fuerza era inferior a la suya y terminó echándome de mis propios dominios. ¿Comprendéis ahora por qué estoy en deuda con vos? El favor que he recibido de vos es, por tanto, tan alto como las cordilleras y tan profundo como el océano. Sin embargo, no soy sólo yo quien está en deuda con vos. El pueblo entero se ha beneficiado de vuestra inolvidable acción, poniendo fin a esa serie abominable de sacrificios anuales. ¡Cuántos niños podrán seguir viviendo gracias a lo que acabáis de hacer! Esto es lo que se llama matar dos pájaros de un tiro ¿Comprendéis ahora el motivo de mi gratitud y mis deseos de serviros?”
“¿Es verdad todo eso que acabas de contarme?” preguntó Sun Wukong, poniendo a un lado la barra de hierro.
“¿Cómo voy a atreverme a mentiros después de lo que habéis hecho por todos nosotros?” repuso la tortuga.
“Jura por los cielos que es verdad lo que dices” insistió Wukong.
Proclamó la tortuga, mirando hacia lo alto:
“Si mi intención no es transportar sano y salvo al monje Tang al otro lado del Río-que-llega-hasta-el-cielo, que ahora mismo se cubra mi cuerpo de sangre.”
“Acércate” le ordenó entonces el Rey Mono.
La tortuga nadó hasta la orilla y se arrastró después por la tierra firme. Poco a poco los habitantes curiosos del pueblo de los Chen se fueron acercando a ella y comprobaron, asombrados, que su enorme concha medía alrededor de quince metros.
La tortuga nadó hasta la orilla y se arrastró después por la tierra firme. Poco a poco los habitantes curiosos del pueblo de los Chen se fueron acercando a ella y comprobaron, asombrados, que su enorme concha medía alrededor de quince metros.
Temiendo que, a pesar de todo, la tortuga pudiera jugarles una mala pasada, se quitó la piel de tigre y la usó a manera de riendas. Colocó a continuación un pie sobre su cabeza y, como si fuera un vulgar carretero, sostuvo en la mano, a manera de fusta, la temible barra de hierro.
Dijo el Rey Mono a la tortuga:
“Puedes empezar a moverte, pero sin brusquedades. Recuerda que, si haces el menor movimiento en falso, te descargaré un golpe sobre la cabeza.”
“Estáte tranquilo. Todo irá bien.” repuso la tortuga.
Estiró las cuatro patas y se deslizó por las aguas con la misma suavidad que si se encontrara en terreno firme. El gentío que se había arremolinado en la orilla comenzó a quemar incienso y a gritar, al tiempo que hacia profundas reverencias:
“¡Namo Amitabha!”
El maestro y los discípulos lograron cruzar aquella enorme masa de agua en menos de un día. La tortuga blanca cumplió su promesa de transportarlos a lo largo de los ochocientos kilómetros que separaban las dos márgenes del Río-que-llega-hasta-el-cielo. Cuando llegaron a la orilla, ni una sola gota de agua había salpicado sus ropas.
Tripitaka juntó las manos a la altura del pecho y dio las gracias a la tortuga, diciendo:
“No hay nada que pueda entregarte por lo que acabas de hacer. Cuando regrese con las escrituras sagradas, te ofreceré un regalo en prueba de agradecimiento.”
Contestó la tortuga:
“No es necesario que hagáis una cosa así. He oído, sin embargo, decir que el Patriarca Budista del Paraíso Occidental no sólo ha superado el ciclo de muerte y reencarnaciones al que todos estamos sujetos, sino que posee un conocimiento total del pasado y el futuro. A pesar de llevar dedicándome más de mil trescientos años a la práctica de la virtud, lo cual me ha permitido alcanzar una edad longeva en extremo y el don del lenguaje humano, no he conseguido todavía desprenderme de la atadura de mi concha. Os agradecería, por tanto, que, cuando os encontréis con el Patriarca Budista, le pidierais que me librara de ella y me concediera un cuerpo humano.”
“Prometo que así lo haré” contestó monje Tang.
La tortuga se dio media vuelta y se sumergió rápidamente en las aguas del río.
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