El monstruo había regresado a su palacio de agua en el corazón mismo del río, donde tomó asiento y permaneció en actitud taciturna.
Le dijeron sus súbditos:
“Siempre que volvéis de ese sacrificio, venís loco de contento. ¿Cómo es que este año parecéis tan preocupado?”
Contestó el monstruo:
“Otras veces, después de hartarme hasta la saciedad os traía las sobras, para que también vosotros disfrutarais de la fiesta. Pero este año las cosas no me han ido bien y a punto he estado de perder la vida.”
“¿Cómo puede ser eso, Gran Rey? ¿Quién ha osado oponerse a vuestros deseos?” exclamaron ellos, escandalizados.
Contestó el monstruo:
“Un discípulo de cierto monje del Gran Imperio de los Tang, en las Tierras del Este, que se encuentra de camino hacia el Paraíso Occidental para hacerse con las escrituras sagradas. Ese desvergonzado se disfrazó de muchacho y se quedó aguardándome en el templo, acompañado de otro amigo suyo, que se hizo pasar por una joven.”
“Cuando lo menos lo esperaba, recobraron su auténtica personalidad y a punto estuvieron de acabar conmigo. Hace cierto tiempo había oído comentar que ese tal Tripitaka Tang es, en realidad, un hombre de bien, que se ha dedicado a la práctica de la virtud durante más de diez reencarnaciones seguidas. Eso quiere decir que quien pruebe un solo trocito de su carne será capaz de vivir una vida sin fin. Lo que no había anticipado es que tuviera unos discípulos tan fieros. Los muy cerdos no sólo han echado por los suelos mi reputación, sino que se han apoderado de todas mis ofrendas. Me había hecho la ilusión de atrapar a ese monje Tang, pero ahora no estoy tan seguro de que pueda lograrlo.”
Se adelantó una perca rayada, entrada en años, que se inclinó ante él y dijo:
“Si lo que deseáis es atrapar al monje Tang, no hay cosa más fácil de conseguir. Ahora, no sé si estaréis dispuesto a pagarme mis servicios con un poco de licor y de carne.”
Afirmó el monstruo:
“Si logras echar mano a ese monje Tang, sellaré contigo un pacto de hermandad, permitiéndote sentarte a mi mesa, para que tú también puedas disfrutar de su carne.”
Tras agradecerle tanta deferencia, la perca añadió:
“Para nadie es un misterio que tenéis el poder de levantar vientos y producir lluvia. ¿Puedo preguntaros si sois también capaz de crear nevadas?”
“Por supuesto que sí” contestó el monstruo.
“¿Y de cubrir de hielo todo el paisaje, haciendo que caiga de los cielos la escarcha?” insistió la perca.
“Así es” asintió el monstruo.
Concluyó la perca, sacudiendo las manos de alegría:
“En ese caso, podéis dar por cumplido vuestro deseo.”
“No te comprendo” exclamó el monstruo, impaciente.
Explicó la perca:
“Convocad a los vientos y haced que caiga una nevada tan copiosa que se hiele hasta el Río-que-llega-hasta-el-cielo. Los que gocemos de capacidad metamórfica tomaremos forma humana y nos dirigiremos hacia el Oeste, cargados de equipaje y tirando de pesadísimos carros. Nos colocaremos encima del río y haremos cuanto esté de nuestra parte para que ese monje nos vea bien. No me cabe la menor duda de que está tan impaciente por hacerse con las escrituras que, en cuanto se percate de nuestra presencia, tratará de adelantarnos, siguiendo la ruta que nosotros mismos habremos trazado. Vos no tenéis más que sentaros en el centro del río y esperar tranquilamente su llegada. Cuando oigáis el leve sonido de sus pies, no tenéis más que quebrar el hielo para haceros tanto con el monje Tang como con sus discípulos. Caerán en vuestras manos como fruta madura.”
“¡Fantástico! ¡Es un plan extraordinario en verdad!” exclamó el monstruo, visiblemente complacido.
Abandonando su mansión de agua, se elevó por los aires. Allí comenzó a amontonar aire frío, que no tardó en congelarlo todo, produciendo una formidable nevada.
El monje Tang y sus tres discípulos dormían plácidamente en la casa de los Chen. Poco antes del amanecer, comenzaron a sentir un frío tan intenso que las mantas y sábanas parecían totalmente inservibles. Bajie no dejaba de estornudar, incapaz de conciliar el sueño. Por fin, no pudo resistirlo más y, temblando de pies a cabeza, exclamó:
“¡Hace un frío terrible! ¿No lo sentís vosotros también?”
Le regañó Wukong:
“¡Cuidado que eres! ¿Cuándo aprenderás que como monjes no podemos ceder al frío ni al calor? Es increíble que un monje como tú pueda prestar tanta atención a la temperatura.”
“La verdad es que hace un frío insoportable” terció Tripitaka.
A partir de aquel momento ninguno de los cuatro volvió a conciliar el sueño. Por fin, abandonaron los lechos, se pusieron cuantos harapos tenían a mano y abrieron la puerta. Todo estaba completamente blanco y sumido en una formidable nevada.
“No me extraña que os quejarais del frío. La nevada aún no ha parado.” comentó Sun Wukong, al verlo.
Todos se quedaron mirándola, embobados. Era, en verdad, espléndida.
Oyeron comentar a alguien en la calle:
“¡Menudo tiempecito! ¡Hace tanto frío que incluso se ha helado el Río-que-llega-hasta-el-cielo!”
“¿Qué podemos hacer, si el río está totalmente congelado?” preguntó Tripitaka a Wukong, visiblemente alterado.
“Este frío ha sido demasiado repentino para congelar, así como así, todo el río. Lo más seguro es que sólo se hayan helado las orillas.” comentó el mayor de los Chen.
Pero en ese mismo momento volvió a decir la voz de la calle:
“Toda la superficie del río está cubierta de hielo. Los ochocientos kilómetros que separan una orilla de otra parecen, en realidad, un espejo. Su firmeza es, de hecho, tan extraordinaria que la gente puede andar sin ningún problema sobre ella.”
Al oír que se podía caminar por encima del agua, Tang monje quiso ir inmediatamente a verlo.
Tripitaka y sus acompañantes detuvieron las cabalgaduras, al llegar al río, y otearon, ansiosos, la distancia. No tardaron en descubrir que, en efecto, varias personas caminaban a pie enjuto sobre el hielo.
“¿Sabéis quién es esa gente?” preguntó Tripitaka al anciano Chen.
Contestó Chen: “Mercaderes. En la otra parte del río se encuentra el Reino Occidental de las Mujeres.”
Sentenció Tripitaka:
“En los asuntos mundanos la fama y el beneficio son considerados lo más importante. “
Se volvió, decidido, hacia Wukong y le ordenó:
“Regresa inmediatamente al hogar de los Chen y dispón de todo lo necesario para proseguir el viaje. No te olvides de ensillar el caballo. El hielo nos brinda la oportunidad de seguir adelante con nuestros planes y no vamos a desaprovecharla.”
Regresaron a toda prisa a la mansión de los Chen y todo cuanto podían decir era que tenían que partir de inmediato. De nada valieron las súplicas de los dos ancianos, para que siguieran honrándolos con el placer de su compañía. Cuanto dijeron cayó en oídos sordos. Comprendiendo que su decisión no admitía vuelta atrás, los dos hermanos ordenaron a los criados que prepararan algo de comida y se la dieran a los monjes. Toda la familia salió a despedirse de ellos.
La noche se les echó encima, pero no se atrevieron a detenerse. Las estrellas y la luna parecieron llenar el hielo de luz propia. Resultaba, en verdad, fantasmagórico el fulgor que parecía emitir el cauce del río. No deteniéndose ni una sola vez en toda la noche. Al amanecer tomaron un desayuno en extremo frugal y prosiguieron su marcha hacia el Oeste.
El monstruo, mientras tanto, se encontraba agazapado bajo el hielo a la espera de los peregrinos. Pronto escuchó con toda claridad el ruido producido por los cascos de un caballo y, valiéndose de la magia, hizo una enorme fisura en la superficie helada. El Rey Mono se las arregló para saltar por el aire, pero sus tres compañeros no tuvieron tan buena suerte y se hundieron en el agua.
En cuanto se hubo apoderado de Tripitaka, el monstruo y los espíritus regresaron, albozados, a su mansión de agua.
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