Los peregrinos reanudaron su rutinaria vida de caminantes, andando de día, descansando de noche, bebiendo cuando los asaltaba la sed, y comiendo cuando caían presa del hambre.
Pasó la primavera, el verano llegó a su fin y, de nuevo, hizo aparición el otoño en el palacio de las estaciones. Un día, ya atardecido, el monje Tang tiró de las riendas a su caballo y preguntó a los que le acompañaban:
“¿Dónde vamos a pasar esta noche?”
Contestó el Peregrino:
“Si os parece, vamos a andar un poco más, hasta que lleguemos a algún lugar en el que haya casas.”
Al maestro y a los discípulos no les quedó otro remedio que seguir los pasos del Wukong. El camino, sin embargo, no les llevó muy lejos, porque al poco tiempo oyeron el ensordecedor ruido de una formidable corriente de agua.
“Un torrente nos cierra el paso” comentó el Bonzo Sha.
“¿Cómo vamos a cruzarlo?” preguntó, preocupado, el monje Tang.
“Primero voy a ver qué profundidad tiene” contestó Bajie.
“No digas tonterías, por favor, Wuneng. ¿Cómo vas a averiguarlo?” le regañó Tripitaka.
Contestó Bajie:
“Muy sencillo. Cojo una piedra en forma de huevo y la tiro al agua. Si sale espuma, es poco profundo, pero si, al hundirse, hace una especie de sonido burbujeante, es hondo.”
“¿A qué esperas para probar cómo es este torrente?” le increpó el Rey Mono.
Bajie palpó el suelo hasta que dio con una piedra adecuada, tiró al agua y lo único que se escuchó fue un sonido extraño y largo, como el que hacen los peces al respirar, señal inequívoca de que su profundidad era mucha.
Exclamó Bajie, desanimado:
“¡Demasiado profundo! Me temo que no podremos cruzarlo.”
Tripitaka suspiró:
“¿Qué podemos hacer?”
Dijo el Bonzo Sha:
“Mirad hacia aquella parte. ¿No es un hombre aquello que se ve allí?”
Comentó Wukong:
“Lo mejor es que me acerque a él y le haga unas cuantas preguntas.”
Se lanzó hacia donde estaba lo que parecía ser un hombre. Cuando estuvo cerca, comprobó que los tres se habían equivocado. No era más que una laja de piedra en la que se aparecían escritas tres letras enormes y, bajo ellas, dos filas de escritura más pequeña. Aquéllas decían: El Río-que-llega-hasta-el-Cielo, y éstas: Posee una anchura de más de ochocientos kilómetros, que muy pocos han logrado cruzar.
Sugirió Bajie:
“Escuchad con atención. ¿No oís batir de tambores y resonar de címbalos? Por fuerza tiene que haber por aquí cerca una familia piadosa, que haya ofrecido un banquete a los monjes que moran por los alrededores. Opino que deberíamos ir a tomar algo de comida vegetariana y preguntarles si existe alguna manera de vadear este río.”
Tripitaka aguzó cuanto pudo el oído y escuchó, de hecho, los sonidos que Bajie le había anunciado.
Comentó, más animado:
“Tienes razón. Ésos no son instrumentos taoístas. Muy cerca de aquí debe de estar celebrándose un oficio budista. Acerquémonos a echar un vistazo.”
Sun Wukong tomó de las riendas el caballo y se dirigieron todos hacia el lugar de donde parecía provenir la música. No existía camino alguno, sino una sucesión interminable de arenales. Pese a todo, no tardaron en ver un grupo de casas bien construidas. Edificadas entre el río y las colinas cercanas, su número oscilaba entre cuatrocientas o quinientas.
Al desmontar, Tripitaka vio una casa junto a un camino.
Al poco tiempo apareció un anciano. Al ver que el anciano se disponía a cerrar la puerta, el maestro juntó a toda prisa las manos a la altura del pecho y dijo, a manera de saludo:
“Esperad, anciano. Me gustaría presentaros mis respetos.”
“Llegas tarde” afirmó el anciano, devolviéndole el saludo.
“¿Qué queréis decir?” inquirió, sorprendido, Tripitaka.
Explicó el anciano:
“Ya no queda comida. Si hubieras llegado antes, habrías participado en el convite que teníamos preparado para los monjes. ¿Cómo se te ha ocurrido venir tan tarde?”
Confesó Tripitaka, inclinándose con respeto:
“Este humilde monje, señor, no ha venido aquí a comer.”
“¿Entonces a qué has venido?” inquirió el anciano.
Contestó Tripitaka:
“Soy un enviado del Gran Emperador de los Tang, Señor de las Tierras del Este, y me dirijo hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras. Al pasar por aquí, se hizo de noche y creímos oír ruido de tambores y de címbalos. Al llegar aquí, comprobamos que provenían de vuestra casa y decidimos acercarnos a pedir alojamiento. Proseguiremos nuestro camino mañana por la mañana, nada más amanecer.”
Le regañó el anciano, sacudiendo la mano:
“Un hombre que ha renunciado a la familia no debería mentir. Hay alrededor de cincuenta cuatro mil kilómetros entre este lugar y el Reino de los Gran Tang, en las Tierras del Este. ¿Cómo ha podido cubrirlos una persona sola?”
Comentó Tripitaka:
“Se nota que sois perspicaz y buen observador. Pero no he hecho el viaje solo. Conmigo viajan tres discípulos tan bien dispuestos y apañados. A ellos les debo, en realidad, que hoy me encuentre aquí.”
Volvió a preguntar el anciano:
“¿Por qué no se han acercado tus discípulos? Invítalos a entrar, anda. Mi casa es lo suficientemente espaciosa para cobijaros a todos.”
Tripitaka se dio la vuelta y gritó:
“¡Acercaos!”
Preguntó Tripitaka:
“¿Puedo preguntaros qué clase de servicio religioso acabáis de celebrar?”
Contestó el anciano:
“Se ha tratado, simplemente, de un oficio previo de difuntos.”
Exclamó Bajie:
“No ha muerto nadie en vuestra casa. ¿Cómo podéis haber celebrado un oficio de difuntos?”
Dijo el Rey Mono:
“Debéis de estar confundido, abuelo. ¿Queréis explicarnos qué es eso de un oficio previo de difuntos?”
Contestó el anciano:
“Hay un templo, llamado Templo del Gran Rey del Poder Milagroso, a una milla del monumento de piedra, a orillas del gran río. Ese Gran Rey a todos nos hacía llegar la lluvia y las bendiciones celestes año tras año. A pesar de todos los favores que nos hace, es también demasiado cruel con nosotros.
El anciano añadió mientras lloraba:
“Le encanta devorar niños. Cada año el Gran Rey nos exige el sacrificio de un niño y una niña, junto con una gran cantidad de ganado y ovejas. Cuando se ha hartado a su gusto, podemos estar seguros de que tendremos la lluvia a su debido tiempo. Pero, si nos negamos a presentarle el sacrificio que acabamos de deciros, vuelve sobre nosotros todo su furor, cubriéndonos de desgracias y calamidades.”
Preguntó el Rey Mono:
“Me figuro que ahora le toca a vuestra familia hacerle esa ofrenda tan monstruosa, ¿no es así?”
“Habéis acertado de lleno” contestaron el anciano.
“Solo tengo una niña llamada Carga de Oro. No hace mucho acaba de cumplir los ocho años. Mi hermano, aquí presente, se llama Chen Qing. Solo tiene uno hijo. Se llama Chen Guan Bao y acaba de cumplir los siete años. Mi hermano y yo sólo tenemos dos niños para perpetuar el nombre de nuestra familia. Lo malo es que este año nos ha tocado a nosotros hacer el sacrificio al Gran Rey. A ellos precisamente iba dedicado el oficio que hemos celebrado hoy y que, por obvias razones, hemos dado en llamar servicio previo de difuntos.”
Tripitaka no pudo evitar que las lágrimas fluyeran, abundantes por sus mejillas.
Wukong consoló a los dos ancianos y les dijo:
“Ancianos, no hay necesidad de estar tristes. Consideraos afortunados por haberos topado con nosotros. Cambiáremos de buena gana nuestras vidas por las de vuestros hijos.”
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