El Monje Tang gana el concurso de meditación con la ayuda del Rey Mono.
El rey quiso entregarle el permiso de viaje, pero volvió a impedírselo el Gran Inmortal Fuerza de Ciervo, diciendo:
El rey quiso entregarle el permiso de viaje, pero volvió a impedírselo el Gran Inmortal Fuerza de Ciervo, diciendo:
“Por favor, no dejes que se vayan de momento. Permitidme enfrentarme a él con la prueba de adivinar lo que hay guardado en un baúl.”
“¿En qué consiste eso?” preguntó el rey.
Contestó Fuerza de Ciervo:
“En lo que indica su mismo nombre. Se trae un baúl y el que acierte lo que encierra gana la prueba. Si son ellos los vencedores, dejadlos marchar. De lo contrario, castigadlos como mejor os parezca para vengar a mi hermano.”
El rey a ordenó traer del Palacio Interior un baúl de laca roja. Antes de ser conducido ante los escalones de jade blanco, se pidió a la reina que metiera en él algo de valor. El rey llamó a los budistas y a los taoístas a su presencia y les dijo:
“Quiero que adivinéis lo que hay dentro de ese baúl.”
“¿Cómo voy a averiguar yo lo que encierra?” preguntó Tripitaka a Wukong en voz muy baja.
Wukong volvió a convertirse en una pequeña cigarra y, posándose en la cabeza del monje Tang, le susurró al oído:
“Tranquilizaos, ahora mismo voy a echar un vistazo.”
Sin que nadie se percatara de ello, se llegó hasta el baúl, encontró una pequeña rendija en su base y se metió a toda prisa en su interior. Fue así como descubrió que había una blusa y una falda, ropas reales muy ornamentadas y ricas.
El Rey Mono gritó:
“Transformaos”
Y se convirtió al instante en una campana muy rota.
Volvió a salir después por la rendija y fue a posarse sobre el hombro del monje Tang, al que dijo en tono muy bajo:
“Dentro de ese baúl sólo hay una campana muy rota.”
Repuso Tripitaka:
“No es posible. El rey dijo que se trataba de algo de valor. ¿Quieres decirme cuánto cuesta una campana vieja?”
Contestó Sun Wukong:
“Ni lo sé ni me interesa. Lo importante es que acertéis.”
El monje Tang dio un paso al frente, dispuesto a hacer público lo que contenía el baúl, pero se lo impidió el Gran Inmortal Fuerza de Ciervo, diciendo:
“Yo soy el primero. Dentro de ese baúl hay una blusa y una falda de la reina.”
Gritó el monje Tang:
“¡No, no! Ahí dentro no hay más que una campana muy rota.”
“¿Cómo se atreve a despreciar de esa forma nuestro reino?” bramó el rey.
“¿Acaso piensa que aquí no tenemos nada de valor? ¿Cómo se le ocurre hablar de una campana rota? ¡Apresadle inmediatamente!”
Los guardias del palacio se movieron hacia el monje Tang con gesto amenazante, pero, antes de que le pusieran la mano encima, juntó las manos a la altura del pecho e, inclinándose respetuosamente ante el rey, dijo:
“Perdonad mi indiscreción, pero ¿no os parece que deberíais abrir el baúl para ver quién se ha equivocado? Es posible que estéis acusando a un inocente.”
A regañadientes, el rey accedió a hacer lo que se le pedía. Ordenó sacar a la luz lo que contenía el baúl y vio que, en efecto, en su interior no había más que una campana rota.
Bramó el rey, furioso:
“¿Quién ha metido esto aquí?”
La reina se llegó hasta él y confesó:
“Yo misma coloqué en su interior una blusa y una falda de incalculable valor. No comprendo cómo se ha convertido en algo tan repugnante.”
Comentó el rey, desconcertado:
“Os creo. Sé bien que en este palacio todo está hecho de seda y de materiales de primerísima calidad. Tampoco puedo explicarme yo cómo ha llegado hasta aquí una cosa tan repugnante. Retiraos a vuestros aposentos, señora.”
Añadió el rey:
“Traed otra vez ese baúl. Yo mismo voy a esconder en él algo de valor a ver lo que ocurre.”
A toda prisa se dirigió al jardín imperial, arrancó un melocotón y lo metió en el baúl.
Al verle aparecer, de nuevo Wukong se introdujo en el baúl por la rendija y comprobó, complacido, que guardaba un espléndido melocotón.
Tras adoptar la forma que le era habitual, saboreó el melocotón inmortal con fruición y dejó el grano dentro. Al final, convirtiéndose de nuevo en una cigarra, volvió volando junto a su maestro y le dijo:
“Esta vez se trata del hueso de un melocotón.”
Tripitaka tomó aliento para hablar, pero se le adelantó el Gran Inmortal Fuerza de Cabra, diciendo:
“Lo haré primero. Afirmo, por lo tanto, que ahí dentro hay un espléndido melocotón.”
Le corrigió Tripitaka:
“No un melocotón, señor, sino el hueso de un Melocotón.”
Anunció el rey:
“Has perdido. Yo mismo me encargué de meter en el baúl una fruta entera. ¿Cómo va a haber sólo un hueso?”
Replicó el monje Tang:
“Si no me creéis, abridlo y lo veréis.”
El principal sirviente real se llegó hasta el baúl, lo abrió y vio que, efectivamente, allí no había más que un simple hueso. El rey se sintió tan sobrecogido que exclamó, volviéndose a los taoístas:
“Renunciad, por lo que más queráis, a competir con esta gente. Es mi deseo que se vayan de aquí cuanto antes. Yo mismo arranqué el melocotón con mis manos y lo puse en ese malhadado baúl. ¿Cómo es que ahora sólo queda el hueso? Por fuerza estos monjes gozan del favor de los dioses y espíritus; si no, no me explico.”
En ese mismo instante entró el Gran Inmortal Fuerza de Tigre. Se llegó hasta el trono y dijo:
“Lo que acaba de ocurrir tiene una explicación muy sencilla: este monje domina la magia para cambiar unos objetos por otros. Su magia es capaz de cambiar objetos inanimados, pero dudo que pueda hacer lo mismo con los seres humanos. Propongo que permitáis a este joven taoísta meterse dentro del baúl, y, así, nadie podrá cambiar lo que se introduzca en él. “
El rey aceptó la sugerencia y ordenó al joven taoísta que se metiera en baúl. Hizo después que fuera llevado al salón del trono y, volviéndose hacia el monje Tang, le increpó, diciendo:
“¡Eh, tú, monje! ¿A que no averiguas lo que hay aquí dentro?”
“¡Otra vez estamos en las mismas!” exclamó Tripitaka, descorazonado.
“No os preocupéis. Voy a echar otra miradita.” le tranquilizó, una vez más, el Rey Mono.
De nuevo voló hacia el baúl y se introdujo en él a través de la rendija, descubriendo que se trataba de un taoísta. Sacudiendo ligeramente el cuerpo, adoptó la apariencia de un viejo taoísta. Se acercó al joven y le preguntó en un susurro:
“¿Qué tal te encuentras?”
“¿Cómo habéis logrado entrar aquí?” replicó el muchacho, vivamente sorprendido.
Contestó Wukong:
“Muy sencillo. Valiéndome de la magia de la invisibilidad.”
Volvió a preguntar el joven taoísta:
“¿Tenéis alguna orden nueva que darme?”
Respondió el mono disfrazado de viejo taoísta:
“Así es. Uno de esos monjes te ha visto entrar en el baúl. Eso le facilita las cosas y nosotros volveremos, desgraciadamente, a perder de nuevo. Es preciso, por tanto, que te afeites la cabeza. Así podremos decir que eres un monje y ellos fallarán estrepitosamente.”
“Con el fin de ganar, estoy dispuesto a hacer lo que sea” comentó el joven taoísta.
En un instante transformó la barra de los extremos de oro en una cuchilla de afeitar y en pocos segundos el joven quedó tan calvo como un anciano.
Sun Wukong insufló un poco de su aliento inmortal a la túnica del taoísta, al tiempo que decía:
“¡Transfórmate! “
Al instante se convirtió en la túnica de un monje.
Le aconsejó el Rey Mono:
“Ahora escúchame con atención. Si oyes a alguien llamar a un joven taoísta, no salgas del baúl. Sólo debes hacerlo, cuando oigas mencionar la palabra monje. Recuerda lo que te he dicho y todo irá bien. Ahora tengo que marcharme.”
De nuevo se transformó en un pequeño cigarra, que voló hasta el hombro del monje Tang y le susurró al oído:
“Debéis decir que ahí dentro hay un monje.”
“Sé que esta vez ganaré” exclamó Tripitaka, entusiasmado.
“¿Cómo podéis estar tan seguro?” le preguntó Wukong, sorprendido.
Respondió Tripitaka:
“Los sutras afirman que: El buda, el dharma y el sangha son tres joyas, de lo que se deduce que un monje es, en verdad, algo valiosísimo.”
Mientras hablaban de esas cosas, el Gran Inmortal Fuerza de Tigre se acercó al rey y anunció con voz potente:
“Ahí dentro, majestad, hay un joven taoísta.”
Desconcertado, repitió ese anuncio varias veces, pero no ocurrió absolutamente nada.
Tripitaka, por su parte, juntó las manos a la altura del pecho y proclamó con ademán humilde:
“Se trata de un monje.”
Al punto saltó del baúl un joven monje, que no dejaba de repetir con sumo respeto el nombre de Buda. Los funcionarios, tanto civiles como militares, que llenaban la sala empezaron a aplaudir y a gritar, entusiasmados. Los tres taoístas, por su parte, se quedaron tan desconcertados que ni hablar podían.
Concluyó el rey:
“Por fuerza tienen que gozar estos monjes del favor de los dioses. Lo que acabo de contemplar es, francamente, increíble. ¿Cómo es posible que se metiera un taoísta en el baúl y ahora salido de él un budista? Opino que es aconsejable que los dejemos partir cuanto antes.”
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