El rey ordenó al instante que prepararan un altar.
No pasó mucho tiempo antes de que apareciera un funcionario que informó a los tres taoístas:
“El altar está ya preparado. Cuando queráis podéis hacer uso de él.”
El Inmortal Fuerza de Tigre dobló las manos a la altura del pecho y comenzó a bajar de la torre.
Dijo el Gran Inmortal:
“Está bien. Cuando me halle ante el altar, me serviré de mi tablilla ritual como prueba irrefutable de que todo el mérito es mío. En cuanto la sacuda una vez, se levantará el viento; a la segunda, se arremolinarán las nubes; a la tercera, se oirá el fragor del trueno y el rayo rasgará el firmamento; a la cuarta, comenzará a caer la lluvia; y a la quinta, dejará de llover y las nubes se dispensarán con la misma velocidad con que se juntaron.”
Comentó el Rey Mono, sonriendo:
“Me parece muy bien. Anda, vete. Jamás he presenciado tanta efectividad.”
El Gran Inmortal cogió una espada en sus manos con sumo cuidado y quemó los papeles en uno de los candelabros. El Inmortal cogió a continuación la tablilla ritual y la golpeó con fuerza contra la mesa. Al punto se levantó una suave brisa, que fue volviéndose cada vez más fuerte a cada segundo que pasaba.
Se arrancó un pelo y le insufló el Rey Mono su aliento inmortal, al tiempo que le ordenaba:
“¡Transfórmate!”
Al instante se convirtió en una imagen de si mismo, que fue a colocarse al lado del monje Tang, mientras su auténtico yo se elevaba por los aires y preguntaba con ademán soberbio:
“¿Quién es el responsable del viento aquí?”
Sus gritos alarmaron tanto a la Anciana del Viento que cerró al instante la bolsa de los huracanes. Sin pérdida de tiempo presentaron sus respetos a Sun Wukong, que les explicó, antes de que pudieran preguntarle algo:
“Me he visto obligado a participar en una prueba de a ver quién produce antes la lluvia con un taoísta maleducado y engreído. ¿Cómo os habéis puesto de su parte, perjudicándome con tanto descaro? De todas formas, estoy dispuesto a perdonaros, si recogéis ahora mismo el viento.”
“Sí, señor, por supuesto que sí” respondió con voz entrecortada la Anciana del Viento y al instante cesó de soplar.
El taoísta quemó una nueva tira de papel con su correspondiente conjuro y golpeó una vez más la mesa con la tablilla. Las nubes comenzaron a arremolinarse al instante y el Rey Mono hubo de gritar, enfurecido:
“¿Quién está al cargo de las nubes?”
Un joven corrió a saludarle y a pedirle disculpas. Cuando Sun Wukong le explicó lo que sucedía, hicieron desaparecer de tal forma las nubes que el sol brilló con más fuerza que de costumbre y los cielos permanecieron despejados en un radio de diez mil kilómetros a la redonda.
El taoísta parecía nervioso y desenredó el pelo. Finalmente, echó mano de la espada y volvió a quemar otro papel amarillo, al tiempo que golpeaba la mesa con la tablilla. Al punto hicieron su aparición, procedentes de la Puerta Sur de los Cielos, el Conde del Trueno y la Madre del Rayo. Al ver a Sun Wukong, le saludaron respetuosamente.
Cuando Sun Wukong le explicó lo que sucedía, ellos accedieron y al instante cesó el rolar del trueno y resplandor del rayo.
Desesperado, el taoísta ofreció incienso, quemó nuevas tiras de papel, recitó más conjuros y golpeó con más fuerza que antes la tablilla de oro. Al instante aparecieron los Reyes Dragón de los Cuatro Océanos. Tras saludarlos, el Rey Mono les preguntó:
“¿Se puede saber adónde vais?”
Ao Guang, Ao Shun, Ao Run y Ao Qin le devolvieron el saludo y escucharon, respetuosos, sus explicaciones.
Concluyó diciendo:
“Me temo que, una vez más, he de abusar de vuestra confianza.”
Respondieron los dragones:
“No os preocupéis por eso. Para nosotros es un placer poder ayudaros.”
Dijo Wukong:
“Lo que ahora me tiene preocupado es derrotar a ese taoísta. El problema es que no conozco ningún conjuro para producir lluvia, así que dependo enteramente de vosotros.”
“Estamos a su disposición.” respondieron aquellos dioses y diosas.
En cuanto hubo impartido las órdenes, el Rey Mono saltó de lo alto.
El Rey Mono gritó:
“Renunciad de una vez. Cuatro veces seguidas habéis golpeado vuestra tablilla y lo único que habéis conseguido ha sido un poquitito de viento, nada de lluvia. Creo que ha llegado el momento de dejarme actuar a mí.”
Concluyó el rey:
“De acuerdo. Sube al altar y demuestra de lo que eres capaz.”
Wukong se dirigió a la parte de atrás del estrado y, empujando suavemente al monje Tang, le dijo:
“Subid al altar.”
Protestó el monje Tang:
“¿Para qué? Yo soy incapaz de producir lluvia.”
Replicó Wukong:
“Aunque desconozcáis todo lo relativo a la magia, sí que sabéis recitar escrituras ¿no? Hacedlo, mientras yo trato de prestaros toda la ayuda de que dispongo.”
El maestro subió al altar con ademán solemne y tomó asiento, cayendo al instante en un estado de profunda concentración, que le permitió recitar con indescriptible piedad el Sutra del Corazón.
En cuanto el Rey Mono se percató de que el maestro había terminado la recitación del sutra, se sacó la barra de la oreja y la agitó una sola vez en la dirección en que soplaba el viento.
Al punto adquirió una longitud cuatro metros y el grosor de un cuenco de arroz. La elevó hacia lo alto. Al verlo, la Anciana del Viento abrió la bolsa de los huracanes. El bramido del viento sumió a todos los habitantes de la ciudad en un estado de profundo temor. Las tejas y las piedras volaban por encima de los tejados, como si fueran hojas de sauce.
No contento con eso, puso vertical la barra de los extremos de oro y la elevó hacia lo alto por segunda vez.
Las nubes oscurecían todos los lugares por los que pasaban. La nubosidad era tan espesa que ni siquiera podía verse la puerta de la Torre de los Cinco Fénix.
Las nubes no habían adquirido su mayor densidad, cuando el Rey Mono volvió a levantar la barra de los extremos de oro y al instante entraron en acción el Conde del Trueno y la Madre del Rayo con una fiereza que sacudió todo el universo.
Visiblemente satisfecho, el Rey Mono levantó, una vez más, la barra de hierro y los dragones dieron la orden de soltar la lluvia. Fue tan torrencial que cubrió el mundo entero. Las calles parecían canales por los que fluía el contenido de enormes toneles vueltos boca abajo.
Al instante partió un soldado de la Torre de los Cinco Fénix a decir a los monjes:
“Nuestro monarca opina que ha caído ya suficiente lluvia.”
Wukong levantó, una vez más, la barra hacia lo alto y al punto cesaron los truenos, el viento amainó, la lluvia dejó de caer y las nubes se dispersaron.
El rey estaba encantado y tanto él como todos sus subalternos no dejaban de decir, maravillados:
“¡Qué monje más extraordinario! Hoy se ha hecho, ciertamente, realidad lo que afirma el proverbio: Por muy fuerte que sea uno, siempre hay otro que le supera. Es cierto que nuestros respetables preceptores tienen el poder de producir lluvia, pero la suya es mucho más débil que ésta y, antes de que amaine del todo, pasa, por lo menos, medio día. “
El rey montó en la carroza y ordenó la inmediata vuelta al palacio de todo su séquito, para otorgar al monje Tang el permiso de viaje que había solicitado.
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