Por la mañana temprano, el monje Tang vistió la túnica de los bordados, mientras Wukong preparaba el documento de viaje, Wujing echaba mano del cuenco para pedir limosnas y Wuneng cogía su bastón.
Al llegar a la Torre de los Cinco Fénix, saludaron al Guardián de la Puerta Amarilla y le explicaron el motivo de su visita, identificándose como hombres de bien, que se dirigían al Paraíso Occidental por orden expresa del Emperador de los Tang.
Exclamó el rey:
“¡Esos monjes no saben en dónde han caído! ¿Es que no han encontrado un sitio mejor para morir? Arrestadlos al punto y traedlos a mi presencia.”
El Gran Preceptor dio un paso al frente e informo a majestad:
“El Gran Imperio de los Tang se encuentra ubicado en las Tierras del Este, en pleno corazón del continente de Jambudvipa. Diez mil millas lo separan de nosotros y constituye el centro de la gran nación China. Estos monjes deben de tener, por otra parte, poderes muy especiales, ya que el trayecto está lleno de obstáculos prácticamente insalvables y de incontables manadas de monstruos. Sólo quien posee un perfecto dominio de la magia se arriesga a emprender un viaje tan plagado de dificultades como ése. Os suplico, por tanto, que accedáis a sus peticiones y les permitáis pasar tranquilamente por vuestras tierras. No es aconsejable que, por unos simples monjes, os enemistéis con un tan poderoso como el suyo.”
El rey consideró acertado el consejo y accedió a recibir al monje Tang y a sus discípulos en el Salón de los Carillones de Oro. Cuando se hallaron ante tan augusta presencia, los viajeros entregaron sus documentos de viaje, junto con una carta escrita, de su puño y letra, por emperador.
El rey la abrió, pero, cuando se disponía a leerla, se presentó el Guardián de la Puerta Amarilla y anunció, solemne:
“Acaban de llegar los tres preceptores.”
El rey dejó a un lado el escrito y se levantó a toda prisa del trono del dragón. No contento con eso, ordenó a sus criados que trajeran unos cojines profusamente bordados y se inclinó respetuosamente ante los recién llegados. Sorprendidos, Tripitaka y sus discípulos volvieron la cabeza y vieron entrar a los tres inmortales. A medida que avanzaba por entre las filas de funcionarios, éstos agachaban, con respeto la cabeza y fijaban humildemente la vista en el suelo. De esta forma, llegaron al punto donde se levantaba el trono y se sentaron en él sin preocuparse de saludar al rey, que les preguntó en tono servil:
“¿A qué se debe el honor de vuestra visita? Que yo sepa, no os hecho llegar ninguna invitación.”
Contestó uno de los taoístas:
“Hemos venido porque tenemos algo importante que deciros, ni más ni menos. ¿De dónde han salido esos cuatro monjes que hay ahí?”
Respondió el rey:
“Han sido enviados al Paraíso Occidental por el Gran Emperador de los Tang en busca de escrituras sagradas, y han venido a solicitar permiso para cruzar nuestras tierras.”
Aplaudiendo como locos, exclamaron los tres taoístas:
“¡Menos mal! Creíamos que se habían escapado. Ha sido una suerte encontrarlos aquí.”
Preguntó el rey, sorprendido:
“¿Qué queréis decir? En cuanto me enteré de su llegada, quise arrestarlos, pero el Gran Consejero me hizo ver lo inoportuno de tan precipitada decisión. Han viajado, de hecho, años enteros y no es aconsejable enemistarnos con su país de origen. Por ese motivo, he accedido a su justa petición. ¿Cómo iba a sospechar que teníais alguna queja contra ellos? ¿Os importaría decir qué os han hecho?”
Dijo uno de los taoístas:
“Se nota que no estáis al tanto de lo ocurrido. Nada más llegar, ayer por la tarde, mataron a dos de nuestros discípulos en las afueras de la Puerta Oriental, liberaron a los quinientos prisioneros budistas y redujeron a añicos la carreta. Por si eso fuera poco, ayer por la noche penetraron a escondidas en nuestro templo, se mofaron de las imágenes de los Tres Puros y se comieron tranquilamente las ofrendas imperiales. Fue una suerte que escaparan, porque, si los llegamos a coger, les hubiéramos hecho trizas. Lo que menos esperábamos era encontrarlos precisamente aquí, en la corte. Como muy bien afirma el proverbio: el camino de los enemigos tocados por la mano del destino es extremadamente estrecho.”
El rey se puso tan furioso que quería ejecutarlos allí mismo.
El rey se puso tan furioso que quería ejecutarlos allí mismo. En ese preciso instante volvió a aparecer el Guardián de la Puerta Amarilla y anunció:
“Ahí fuera, majestad, hay un grupo de ciudadanos que desean ser recibidos por vos.”
El rey ordenó que fueran conducidos a su presencia. Eran un total de treinta o cuarenta y, tras golpear repetidamente el suelo con la frente en señal de respeto.
Inquirió el rey:
“¿Con qué propósitos?”
Dijeron los ciudadanos:
“Durante la primavera de este año no ha caído ni una sola gota de agua y mucho nos tememos que, si se mantiene esta sequía hasta el final del verano, el hambre terminará apoderándose de todos vuestros territorios. Hemos venido, pues, con la intención de pedir a los santos padres, aquí presentes, que eleven sus oraciones, para que caiga la lluvia y todo el pueblo se vea libre de las angustias que ahora le corroen.”
Concluyó el rey:
“Podéis retiraros. La lluvia caerá cuando deseéis.”
Los ciudadanos dieron las gracias y se marcharon.
Preguntó el rey a los monjes:
“¿Sabéis por qué favorezco el Tao y persigo el budismo? Porque hace ya cierto tiempo los monjes de este reino oraron por la lluvia y no consiguieron arrancar del cielo ni una sola gota. Afortunadamente estos preceptores descendieron de lo alto y nos salvaron de una situación tan desesperada. Eso explica la afición y la estima que todos les tenemos. ¿Qué hay de extraño en que os hagamos pagar por haberlos ofendido, nada más llegar a estas tierras? De todas formas, quiero ser magnánimo con vosotros. Si lográis que llueva antes de que lo consigan ellos, os concederá mi perdón, permitiéndoos proseguir vuestro viaje hacia el Oeste. De lo contrario, seréis arrestados y decapitados públicamente.”
“De acuerdo. También sé un poco sobre la oración.” dijo el Rey Mono, sonriendo.
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