Exclamó el Rey Mono: “¡Eso lo explica todo! ¿Por qué no os habéis escapado y asunto concluido?”
Respondieron los monjes:
“No podemos hacerlo. Esos inmortales han obtenido permiso del rey para exponer en todos los rincones de su reino nuestros retratos. Aunque su territorio es inmenso, están presentes en los mercados y lugares más concurridos de todas las aldeas, ciudades y pueblos de este Reino de la Carreta Lenta. Por todas partes hay espías y soplones, que hacen prácticamente imposible todo intento de fuga. No nos queda, pues, más alternativa que permanecer aquí sufriendo.”
Opinó el Rey Mono:
“Para vivir así es mejor morir.”

Confesaron los monjes:
“Muchos de nosotros han muerto. Al principio éramos alrededor de dos mil monjes. Seiscientos o setecientos perdieron la vida, incapaces de aguantar la pena de haber visto esfumarse su libertad, o a causa del frío y de los rigores del clima. Otros setecientos u ochocientos se suicidaron, y los que quedamos, alrededor de quinientos, simplemente no hemos podido morir.”
“¿Qué queréis decir con eso?” exclamó, sorprendido, Sun Wukong.
Respondieron los monjes:
“Algunos tratamos de colgarnos, pero las cuerdas se rompieron; otros intentamos abrirnos las venas, pero los cuchillos que teníamos eran demasiado romos; otros nos arrojamos, sin más, al río, pero flotábamos, como si estuviéramos hechos de madera; otros, finalmente, tomamos veneno, pero no nos hizo el menor efecto.”
Afirmó Wukong:
“¡Es tan sospechoso que creo que debe ser un fantasma!”
Exclamaron los monjes:
“¡De ninguna manera! No son fantasmas, sino los Seis Dioses de la Luz y las Tinieblas y los Protectores de nuestros monasterios. En cuanto cae la noche, se llegan hasta nosotros y reaniman a los que están a punto de morir.”
Comentó el Mono:
“No son muy razonables que digamos. Lo que tenían que hacer es dejaros morir y permitiros, así, alcanzar cuanto antes el Mundo Superior. ¿A qué viene protegeros de esa forma?”
Contestaron los monjes:
“En nuestros sueños tratan de animarnos, aconsejándonos que desistamos de buscar la muerte y hagamos todo lo posible por aguantar un poco más, porque no va a tardar en llegar, procedente del Reino de los Gran Tang, de las Tierras del Este, un monje santo que se dirige hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras. Según nos han comunicado los dioses, viaja con él, como discípulo, Sun Wukong, que posee enormes poderes mágicos. Pese a todo, se trata de una persona sensible y recta, que vengará todas las injusticias que se cometen en el mundo, protegerá a los que se hallan oprimidos y consolará a los huérfanos y a las viudas. Se nos insta a que esperemos con paciencia su venida, pues desplegará todo su poder, destruirá a los taoístas y hará que las enseñanzas del Zen y de la pobreza absoluta recuperen el lugar de honor que corresponde.”
Al oír esas palabras, el Rey Mono sonrió y dijo:
“¡Dejad de quejaros como plañideras, de una vez! Yo no soy un taoísta de la Secta de la Verdad Absoluta, sino vuestro libertador. Soy el Sun Wukong, discípulo del monje Tang, y estoy aquí para salvaros la vida.”
Gritaron los monjes:
“¡No, no! Es imposible. Tú no te pareces en nada al hombre que ha de salvarnos.”
“¿Cómo lo sabéis, si jamás le habéis visto?” replicó el Rey Mono.
Explicó uno de los monjes:
“En sueños hemos visto a un anciano que se hace llamar la Estrella de Oro del Planeta Venus y nos ha explicado con todo detalle cómo es ese Sun Wukong. Nos lo ha repetido tantas veces que no podemos fallar. En cuanto le veamos, le reconoceremos sin ninguna dificultad.”
Así que el Rey Mono usó sus poderes mágicos para recobrar la forma que le era habitual.

Los monjes le reconocieron en seguida y, arrodillándose ante él, dijeron, emocionados:
“Os mirábamos con nuestros ojos mortales y éramos incapaces de ver más allá del disfraz que llevabais puesto. Vengad este trato vejatorio y expulsad a nuestros enemigos de esta ciudad, que siempre ha sido nuestra.”
“¡Seguidme! Precisáis de una protección especial.” gritó el Rey Mono, y los monjes obedecieron, seguros de la victoria.
Se arrancó un puñado de pelos, los masticó con cuidado y entregando un trocito a cada uno de los monjes, les ordenó:
“Pegáoslo en la uña del anular y cerrad bien el puño. Podéis ir donde buenamente os plazca. Si alguien trata de echaros mano, apretad el puño con fuerza y gritad:Sun Wukong. En un abrir y cerrar de ojos, acudiré a vuestro lado. Os aseguro que, aunque os encontréis a más de diez mil kilómetros de aquí, no os ocurrirá nada.”
Uno de los monjes, que parecía más atrevido que los demás, cerró de improviso el puño y gritó:
“¡Sun Wukong!”
Al instante apareció ante él un dios del trueno con una enorme barra de hierro en las manos. Animados, otros monjes siguieron su ejemplo y de nuevo se produjo el milagro de la aparición de aquellas réplicas exactas del Rey Mono. Al ver semejante prodigio, los monjes se lanzaron rostro en tierra y exclamaron, agradecidos:
“¡Cuán inquebrantable es vuestra potencia!”
Les aconsejo el Rey Mono:
“No vayáis muy lejos y estad atentos a las nuevas de cuanto suceda en la ciudad. Si se proclama un edicto permitiendo a todos los monjes regresar a ella, hacedlo sin dudar y devolvedme los pelos que os he prestado. ¿De acuerdo?”
Los quinientos monjes prometieron regresar y comenzaron a dispersarse en todas las direcciones.
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