En cuanto cruzaron el Río Negro, el maestro y sus discípulos prosiguieron su marcha hacia el occidente, enfrentándose a la escarcha y la nieve.
No tardó en llegar de nuevo la primavera.
El maestro y los discípulos estaban gozando de la belleza del paisaje, cuando oyeron un grito tan fuerte que parecía emitido por más de diez mil gargantas. Tripitaka Tang se sintió tan sobrecogido que tiró al punto de las riendas y se negó a seguir adelante. Se volvió hacia Wukong y le preguntó, temblando de pies a cabeza:
“¿Sabes de dónde proviene ese estruendo?”
El Rey Mono dio un gran salto y se elevó por los aires. Miró en todas las direcciones y no tardó en descubrir una ciudad protegida por un foso.
Vio a un grupo considerable de monjes, que estaba tratando de subir una carreta, al parecer muy pesada, por una empinada pendiente, que había fuera de las puertas de la ciudad. Con el fin de empujar todos al mismo tiempo, repetían al unísono el nombre del Bodhisattva Poderoso y ésas eran, precisamente, las voces que tanto habían sobrecogido al monje Tang.
Después de un rato, vio salir de la ciudad a dos taoístas jóvenes. Lo más desconcertante, sin embargo, fue que, cuando los monjes vieron a los dos taoístas, se pusieron a temblar de miedo, redoblando desesperadamente sus esfuerzos por hacer entrar la carreta en la ciudad.
Cayendo en la cuenta de lo que sucedía, el Rey Mono se dijo:
“¡Eso lo explica todo! Había oído decir que en la ruta hacia el Oeste existía un lugar en el que el taoísmo goza de todos los privilegios, mientras que al budismo se le niega el simple derecho a la existencia. Creo que, sin quererlo, hemos dado con él.”
Bajó de la nube y, tras sacudir ligeramente el cuerpo, Wukong se transformó en un taoísta mendicante de la Secta de la Verdad Absoluta. Sin dejar de golpear el pez de madera, el Rey Mono se dirigió hacia donde estaban los monjes tratando desesperadamente de hacer subir la carreta.
Al verle aparecer por el estrecho pasillo que conducía al pie de la ladera, todos se echaron al suelo, diciendo con voz temblorosa:
“Ninguno de nosotros se ha rendido a la indolencia, seguimos siendo quinientos y todos estamos tratando de llevar esta carreta a la ciudad.”
Se dijo el Rey Mono con pena:
“Estos monjes han debido de pasarlo muy mal a manos de esos taoístas. Hasta de alguien tan poco autoritario como yo se asustan. ¿Qué harían si se toparan con un taoísta de verdad? Seguro que se morían de miedo.”
Se acercó más a ellos y añadió, agitando la mano, para darles confianza:
“Levantaos y no temáis. No he venido a inspeccionar vuestro trabajo, sino con el ánimo de encontrar a un pariente.”
Wukong se les quedó mirando durante un rato y después soltó una sonora carcajada.
Preguntaron los monjes:
“¿Por qué no sigues buscando a la persona en vez de reírte?”
Explicó el Rey Mono:
“¿Queréis saber por qué me río así? Me río, porque, a pesar de vuestra edad, sois tan inmaduros como críos. Vuestro nacimiento se produjo en un momento tan poco favorable que vuestros padres decidieron deshacerse de vosotros, antes de que vuestra mala suerte afectara a toda la familia, incluidos vuestros hermanos y hermanas. ¿Por qué no seguís el camino que conduce a las Tres Joyas ni respetáis las leyes de Buda? ¿Cómo habéis renunciado al recitado de las letanías y a la lectura de los sutras? ¿Por qué servís a los taoístas de buen grado, aceptando ser esclavos suyos? ¡Es increíble que os sometáis a este trato, como si fuerais vulgares siervos!”
Exclamaron, asombrados, los monjes:
“¿Os estáis burlando de nosotros? Por fuerza tienes que venir desde muy lejos, para no estar al tanto de lo que aquí ocurre.”
Reconoció Sun Wukong:
“Es verdad que procedo de un lugar muy lejano.”
Confesaron de improviso los monjes, echándose a llorar:
“El señor que rige los destinos de nuestra ciudad es tendencioso y malvado. Sólo se preocupa de los taoístas y odia a los budistas.”
“¿A qué obedece una actitud tan extraña?” preguntó el Rey Mono.
Explicaron ellos:
“Hace cierto tiempo este lugar necesitaba con urgencia de lluvia, porque la sequía había destrozado prácticamente todos los campos. De pronto, se presentaron esos tres inmortales, engañaron al rey y le obligaron a derribar nuestros monasterios, prohibiéndonos, al mismo tiempo, regresar a nuestros puntos de origen. Es más, nos negó todos los derechos que, como ciudadanos de este reino, nos correspondían, entregándonos como esclavos a esos falsos maestros. ¡No podéis haceros idea de lo insoportable que es nuestra situación! Si aparece por aquí un taoísta, solicitan una audiencia con el rey y conceden al viajero una sustanciosa suma en metálico. Sí, por el contrario, se trata de un monje, es detenido y enviado al palacio de esos miserables como un simple siervo, sin importarle su edad o que sea ciudadano de otro reino.”
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