Tras ordenar a los devas que cuidaran del Palacio de Rocas y a la Dragona de la Felicidad Celeste que cerrara las puertas, la Bodhisattva montó en una nube y se alejó a toda prisa del pico Potalaka.
Al llegar a la parte de atrás de la montaña, gritó con todas sus fuerzas:
“¿Dónde te has metido, Hui An?”
Hui An era el nombre religioso de Moksa, el hijo segundo del Devaraja Li. Era el discípulo predilecto de la Bodhisattva.
Hui An juntó las manos y se inclinó, respetuoso, ante la Bodhisattva, que le dijo:
“Vete inmediatamente a las Regiones Superiores y pide prestadas a tu padre unas cuantas espadas de las constelaciones.”
“¿Cuántas queréis?” preguntó Hui An.
“Todas las que tenga” respondió la Bodhisattva.
Hui An montó en una nube y, tras dejar atrás la Puerta Sur de los cielos, se dirigió al Palacio de la Torre de Nubes. Allí se arrojó a los pies de su padre, que le preguntó, sorprendido:
“¿Puedes decirme a qué debo el honor de tu visita?”
Respondió Hui An:
“Sun Wukong ha solicitado de mi preceptora ayuda para acabar con un monstruo y ésta ha acudido, a su vez, a mí para que os pida prestadas las espadas de las constelaciones.”
El devaraja ordenó inmediatamente a Ne Zha que fuera en busca de las treinta y seis espadas para dárselas a Moksa.
“Saluda a nuestra madre de mi parte” pidió este a su hermano.
“Ahora estoy muy ocupado. Cuando vuelva con las espadas, pasaré a transmitirle personalmente mis respetos.”
Los dos hermanos se despidieron en seguida. Moksa volvió a montar en una nube y regresó a los Mares del Sur.
La Bodhisattva cogió las espadas y las lanzó hacia lo alto, al tiempo que recitaba un conjuro. Sorprendentemente las dagas se transformaron en un loto de más de mil pétalos.
La Bodhisattva se sentó a continuación sobre él.
Pronto divisaron en el aire la cima de una montaña.
Dijo el Rey Mono desde el aire:
“Ese de ahí abajo es el monte en el que habita el monstruo. “
La Bodhisattva descendió entonces de su nube y recitó un conjuro. En un abrir y cerrar de ojos se presentaron ante ella los dioses y espíritus que moraban en tan apartada región. Todos ellos se echaron rostro en tierra, temblando de pies a cabeza y sin atreverse a levantar la vista del suelo.
Trató de tranquilizarles la Bodhisattva:
“No os asustéis. He venido a atrapar al monstruo que os esclaviza, pero para ello es preciso que dejéis totalmente limpia la zona. No debe quedar ni un solo bicho viviente en trescientos millas a la redonda. Es conveniente, por tanto, que saquéis a las bestias de sus cubiles y a las aves de sus nidos y los llevéis al punto más alto de esta cordillera. Si no lo hacéis, morirán sin remedio. Así que daros prisa.”
Los dioses se retiraron rápidamente, y regresaron al poco tiempo a informar a la Bodhisattva que sus órdenes habían sido cumplidas al pie de la letra.
Concluyó la Bodhisattva:
“En ese caso, podéis volver a vuestros santuarios.”
Puso a continuación el jarrón boca abajo y al instante manó de él una arrolladora corriente de agua. Era tan caudalosa que anegó murallas altísimas y cubrió las cumbres de no pocas montañas. Era como si el mar hubiera abandonado su cauce y los océanos se hubieran empeñado en saltar por encima de las cordilleras.
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