Wukong dio un salto y se elevó por los aires.
Abrió cuanto pudo sus ojos de fuego y, tras mirar hacia el oeste, comprobó que, en efecto, allí se levantaba una ciudad. No tardó mucho en descubrirla, porque se encontraba a una distancia aproximada de cincuenta kilómetros. Al acercarse a ella, pudo ver que estaba envuelta en una neblina feérica y continuamente azotada por un viento demoníaco.
En ese mismo instante se abrió la puerta oriental y apareció un grupo de hombres a caballo, que pronto se destacó como una partida de caza de impresionante apariencia.
Se dijo el Rey Mono:
“Por fuerza tiene que ser ése el príncipe. Voy a burlarme un poco de él.”
Cambió el rumbo de la nube y se lanzó como una flecha contra el grupo de monteros.
Cuando estuvo a pocos pasos de ellos, sacudió ligeramente el cuerpo y se transformó en un pequeño conejo blanco, que por poco no tropieza con el caballo del príncipe. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro, al verlo. Sacó a toda prisa una flecha, tensó el arco y disparó contra él.
El Rey Mono hizo como si le hubiera alcanzado y se dejó caer en el suelo. En realidad, se las apañó para agarrar a tiempo la flecha y simuló estar herido. De hecho, se levantó inmediatamente e inició una alocada carrera. Ávido por la presa, el príncipe espoleó el caballo y salió en su persecución, sin darse cuenta de que se iba alejando cada vez más del grupo. Cuando el caballo iba al galope, Wukong corría como el mismísimo viento, mientras que, cuando aflojaba el paso, se acomodaba astutamente a él, manteniéndose en todo momento a la misma distancia. Kilómetro a kilómetro el príncipe fue distanciándose de los suyos, hasta que se encontró finalmente ante las puertas del Monasterio de la Gruta Sagrada.
El príncipe, mientras tanto, no sabía explicarse la repentina desaparición del conejo.
Miró por todas partes y lo único que pudo ver fue la flecha con la pluma de águila clavada en el dintel. Desconcertado, sintió cómo se le desvanecía el color de la piel y se dijo:
“¡Qué cosa más rara! Estoy seguro de que alcancé a ese conejo de lleno. ¿Cómo es que ahora ha desaparecido y sólo queda la flecha? Lo más seguro es que se haya convertido en un espíritu. No cabe otra explicación.”
El príncipe saltó del caballo y se dirigió hacia la puerta. Entró. Allí dentro, el Príncipe se encontró con el Monje Tang y sus discípulos.
“¿De dónde provienes para que poseas esos poderes mágicos que tan efectivamente usas contra mí?”
Tripitaka se llegó hasta él y, tras saludarle, respondió:
“Aunque no lo creáis, no tengo artes mágicas. Yo, señor, procedo de las Tierras del Este y no soy más que un humilde sacerdote que va de camino al Paraíso Occidental, con el único fin de obtener las escrituras sagradas. “
Luego, Monje Tang le contó al príncipe en detalle sobre su sueño anoche. Se dirigió después hacia el príncipe y, con inesperado respeto, le hizo entrega de la tableta de jade blanco con incrustaciones de oro.
Al verlo, el príncipe se sintió entonces abrumado por la pena y se dijo a punto de abandonarse al llanto:
“Aunque me niegue a creerle, he de reconocer que por lo menos el treinta por ciento de lo que dice tiene cierto viso de verdad. Pero ¿cómo voy a hacer frente al rey, si doy crédito a sus palabras? Siempre es duro avanzar o retroceder. En esas situaciones es la mente la que se somete al dictamen de las palabras, por lo que es preciso armarse de paciencia y pensar muy bien las cosas.”
Al percatarse el Rey Mono de lo indeciso que estaba, añadió:
“No hay motivo para tanta indecisión. Lo mejor que podéis hacer es regresar a vuestro reino y preguntar a vuestra madre. Preguntadle si son los mismos los sentimientos que ahora abriga por su marido, si no ha notado en él cambio alguno en estos tres años. Esa simple pregunta os convencerá de la verdad. Os lo aseguro.”
El príncipe no tardó en regresar al Reino del Gallo Negro. Siguiendo los consejos del Gran Sabio, no anunció su llegada ni hizo su entrada por la puerta principal del palacio, sino por la reservada a los criados. Estaba protegida por un destacamento de eunucos, que no se atrevieron a echarle el alto. El príncipe espoleó el caballo y entró al galope en la corte. Sin pérdida de tiempo se dirigió al Pabellón de la Fragancia de los Bordados, donde se encontraba la reina madre. La reina no parecía muy feliz. Al contrario, estaba reclinada sobre la balaustrada del pabellón, mientras las lágrimas fluían incesantemente de sus ojos.
El joven se arrodilló ante el pabellón y dijo:
“Madre.”
Exclamó ella, luchando por parecer más contenta de lo que, en realidad, estaba:
“¡Qué alegría, hijo mío! ¡Qué alegría! Durante estos últimos dos o tres años habéis permanecido todo el tiempo junto a vuestro padre y no he podido veros ni una sola vez. ¡Si supierais cuánto os he echado de menos! ¿Cómo es que hoy habéis hecho un alto en vuestros estudios y habéis decidido venir, por fin, a visitarme? ¡Qué alegría más grande! Sin embargo, ¿por qué parecéis tan triste, hijo mío? ¿Qué es lo que perturba vuestro ánimo?
Dijo el príncipe:
“Desearía preguntaros algo, madre. ¿Quién es la persona que se sienta en el trono?
Exclamó la madre:
“¡Este chico está perdiendo el juicio! Vuestro padre, por supuesto. ¿Por qué hacéis esa pregunta?”
Contestó el príncipe:
“Os suplico que disculpéis mi atrevimiento. Sólo entonces tendré las fuerzas suficientes para haceros una nueva pregunta. De lo contrario, jamás me atreveré a hacerlo.”
Afirmó la reina, sonriendo:
“Entre madre e hijo no puede interponerse el rencor. Sabéis que podéis hablar conmigo con toda confianza.”
Concluyó el príncipe:
“Permitidme preguntaros entonces esto. ¿Son vuestras relaciones con mi padre tan cariñosas y tiernas como hace tres años?”
Al oírlo, la reina sintió cómo la abandonaba el espíritu y las fuerzas le fallaban. Abrazando fuertemente al príncipe, dijo, sin dejar de llorar:
“Llevo sin veros yo qué sé la de tiempo. ¿Cómo es que, de pronto se os ocurre venir al palacio a hacerme una pregunta así?”
La urgió el príncipe:
“Si tenéis algo que decirme, hacedlo inmediatamente. Si os negáis a colaborar, sabed que con vuestro silencio podéis poner en grave peligro un asunto de vital importancia.”
La reina despidió a todas sus sirvientas y declaró, llorando con inesperada serenidad:
“Si no me lo hubieras preguntado, ese secreto se habría venido conmigo a la tumba y jamás lo habría sabido persona alguna. Hace tres años vuestro padre era cariñoso y amable, pero desde entonces se ha tornado tan frío como el hielo. Cuando nos encontramos en el lecho y le exijo una prueba más de amor, él me rechaza, diciendo: Lo siento, pero me encuentro muy débil, las fuerzas me van flaqueando y me estoy haciendo viejo.”
Al oír eso el príncipe volvió a arrojarse rostro en tierra y respondió:
“Os debo una explicación. Esta mañana, mientras mi padre celebraba las primeras audiencias, salí de caza con su permiso, rodeado de halcones y monteros. Por pura casualidad me topé con un monje enviado por el Señor de las Tierras del Este al Paraíso Occidental en busca de escrituras sagradas. Fue él quien me confió que mi auténtico padre había sido asesinado en el jardín imperial, reposando su cuerpo en el pozo octogonal de paredes de mármol. Tras cometer tan incalificable felonía, el taoísta tomó la personalidad de mi padre y usurpó impunemente el trono del dragón. En un principio me negué a creerle, pero después lo pensé mejor y decidí venir a preguntaros personalmente. Ahora que me habéis hablado con toda sinceridad sé que habita con nosotros un espíritu maligno. Y, además, mi padre les dejó una prueba.”
Al preguntarle la reina de qué se trataba, el príncipe sacó la tableta de jade blanco con incrustaciones de oro y se la entregó.
La reina lo reconoció al punto y, sin poder contener las lágrimas, confesó:
“Ayer por la noche, también yo tuve sueño. Tu padre se colocó junto a mí y me confesó que estaba muerto. También me dijo que había ido a pedir al monje Tang que dominara al monstruo y rescatara su cuerpo. Recuerdo con claridad estas palabras, pero hay una parte que no logro descifrar del todo. Vos id a decir a ese monje que haga cuanto antes lo que debe hacer, para que nos veamos libres de la influencia demoníaca de ese impostor y la verdad salga a la luz.”
El príncipe montó en el caballo, salió del palacio por la puerta trasera y abandonó la ciudad. Las lágrimas pugnaban por fluir de sus ojos, mientras se dirigía, como una flecha, al encuentro del monje Tang.
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