Cuando el Rey Mono vio su maestro enfadado que estaba, se acercó a él y le preguntó:
“¿Os han pegado los monjes de este monasterio?”
“No” contestó el monje Tang.
“¿Os han regañado?” insistió el Rey Mono.
“Tampoco” volvió a responder el monje Tang.
Inquirió, una vez más, el Rey Mono:
“¿Por qué estáis tan inquieto? ¿Acaso seguís echando de menos el lugar del que partisteis?”
Afirmó Tripitaka con pena:
“Me han dicho que éste no es un lugar apropiado para mí.”
“¿Queréis decir que los de ahí dentro son taoístas?” exclamó
Wukong soltando la carcajada.
Contestó el monje Tang con rabia:
“Sólo hay taoístas en los templos del Tao. Los de aquí son monjes.”
Volvió a exclamar el Rey Mono:
“¿No digáis? Si son monjes, no hay ninguna diferencia entre ellos y nosotros. Como muy bien afirma el proverbio: los que se reúnen al lado de Buda son idénticos en todo. Sentaos aquí, mientras voy a echar un vistazo a este monasterio.”
Con la barra de hierro en la mano, el Rey Mono se dirigió directamente hacia el Salón del Gran Héroe.
Apareció un sirviente con unas varillas encendidas de incienso en las manos y las colocó en una urna que había delante de las imágenes de Buda. El Rey Mono rugió y lo derribó. Cuando el sorprendido criado levantó la cabeza y vio su cara, sintió tal pavor que de nuevo volvió a caerse. El mismo pánico le hizo cobrar ánimos y, trastabillando una vez tras otra, logró llegar, con no poca dificultad, a los aposentos del abad.
Dijo el sirviente temblando:
“Ahí fuera, hay un monje.”
Bramó el abad:
“¡Todos los sirvientes merecéis ser azotados! ¿No os ordené antes que llevarais a toda esa gente a los pasillos y les dejarais pasar allí la noche? ¿A qué viene molestarme otra vez con lo mismo? ¡Si vuelves a abrir la boca, ten por seguro que te haré dar veinte latigazos!”
Se defendió el sirviente:
“Este es otro monje. Además, su aspecto es francamente horroroso.”
“¿Puedes describírmele?” preguntó el abad.
Explicó el aterrado sirviente:
“Tiene los ojos redondos, las orejas puntiagudas, el rostro cubierto totalmente de pelos y una forma de hablar que recuerda la de un dios del trueno. Por si esto fuera poco, blande una pesadísima barra de hierro con la clara intención de apalear al primero que se le ponga delante. Rechina, además, los dientes de una forma francamente escalofriante.”
“Voy a ver cómo es” dijo el abad.
En cuanto abrió un poco la puerta, el Rey Mono se había metido ya hasta allí sin ser invitado. Cuando vio al Rey Mono, el viejo monje sintió tal pánico que cerró a toda prisa la puerta. Pero en un abrir y cerrar de ojos Sun Wukong la rompió en pedazos y después ordenó:
“Date prisa y adecenta mil habitaciones, que quiero echar una siesta.”
El abad, que todavía pugnaba por encontrar un sitio en el que esconderse, se volvió hacia el sirviente y exclamó:
“¡No me extraña que sea tan feo! Resulta que habla con arrogancia. Ya ves, aquí, como mucho, disponemos de trescientas habitaciones, y eso contando incluso mis aposentos, los salones de Buda, las torres de los tambores y campanas. Sin embargo, este tipo exige nada menos que mil para poder echarse una siesta. ¿De dónde vamos a sacar tantas habitaciones?”
Confesó el sirviente:
“Perdonadme que os diga que todo mi valor se ha esfumado. Me temo que tendréis que encontrar vos una respuesta a tan grande dilema.”
Temblando de pies a cabeza, el abad levantó la voz y dijo:
“Os ruego que me escuchéis con atención. Este monasterio es tan humilde e insignificante que no podremos serviros como merecéis. Os sugiero, por tanto, que vayáis a otro lugar más adecuado para pasar la noche.”
Wukong hizo que su barra tuviera el grosor de una palangana, lo colocó en posición vertical en medio del patio y dijo:
“Si no es apropiado para nosotros pasar la noche aquí, marchaos de aquí y asunto arreglado.”
Protestó el abad:
“Pero nosotros hemos residido en este monasterio desde que éramos jóvenes. Nuestros antepasados en la fe se lo confiaron a nuestros maestros y ellos a nosotros. Es nuestro deber hacérselo llegar a las personas que un día han de ocupar el puesto que ahora disfrutamos nosotros. ¿Qué clase de hombre sois para exigirnos, sin más ni más, que abandonemos la heredad de nuestros mayores?”
Sugirió el sirviente:
“Es mejor que no discutamos con él. ¿Por qué no nos vamos? Si no hacemos lo que dice, va a reducir todo a añicos con esa barra.”
Exclamó el abad:
“¡Qué tontería! Entre jóvenes y ancianos hacemos un total de quinientos monjes. ¿Adónde puede ir una masa tan ingente de personas? Además, si nos marchamos de aquí, jamás encontraremos otro lugar en el que asentarnos.”
Dijo el Rey Mono, al oír eso:
“¡Desacuerdo! Envía a alguien para recibir unos cuantos golpecitos de mi barra y te mostraré de qué estoy hecho.”
“Sal tú y recibe ese castigo por mí” ordenó el abad al sirviente, que replicó, muerto de miedo:
“¿Cómo se os ocurre pedirme una cosa así? ¿No veis lo enorme que es esa barra?”
Explicó el abad:
“El proverbio afirma con razón que: Mantener un ejército durante mil días para usarlo algún día. ¿Comprendes ahora por qué es preciso que salgas tú y no yo?”
Protestó con decisión el sirviente:
“¡Es inhumano que me ordenéis recibir un castigo semejante! Esa barra es tan grande que, en cuanto me roce, quedaré reducido a puro picadillo.”
Admitió el abad:
“Así es. Cualquiera puede perder la vida, al chocar distraídamente contra ella por la noche.”
“¿Y aún queréis que salga?” volvió a protestar el sirviente.
Al oír la acalorada discusión entre ellos, el Rey Mono se dijo:
“Realmente no pueden resistir mis golpes. Si hubiera matado a alguien, el maestro me habría culpado. Mejor golpeo otra cosa para mostrarles mi poder.”
Levantó ligeramente la cabeza y vio que junto a la puerta de los aposentos del abad había un león de piedra. Wukong levantó la barra y la dejó caer sobre la estatua, que al instante quedó reducida a polvo. Al ver lo ocurrido, el monje sintió tal pánico que se metió debajo de la cama, mientras el sirviente trataba de escurrirse al interior de la cocina por un agujero que allí había, sin dejar de gritar:
“¡Por favor, perdónenos! Aceptamos su solicitud.”
Preguntó Wukong al abad:
“¿Cuántos monjes habitan en este monasterio?”
Respondió el abad:
“Hay un total de quinientas las personas que aquí residimos.”
Le ordenó el Rey Mono:
“Convócalos a todos y diles que salgan a recibir a mi maestro. Si lo haces, te perdonaré la vida.”
Exclamó, aliviado, el abad:
“Si no me pegas con un palo, estaría dispuesto a llevarle yo mismo en hombros hasta el salón si me lo pidieras.”
“No sé a qué esperas entonces” le urgió el Rey Mono.
Los monjes, entonces, salieron realmente a saludar al monje Tang y sus discípulos en una ordenada procesión.
Wukong no pudo por menos que sonreír y ordenó a los monjes que continuaran caminando hacia la puerta. Al llegar a ella, se arrodillaron y empezaron a golpear el suelo con la frente. El abad levantó entonces la voz y dijo:
“Respetable maestro Tang, hacednos el honor de ocupar los aposentos de nuestro abad y descansad en ellos cuanto deseéis.”
Le aconsejó el Piggy Bajie, al ver lo que pasaba:
“Nuestro maestro hizo las cosas muy mal. Os han tratado con tanto desprecio que las lágrimas inundaban vuestros ojos. ¡El Hermano Mayor es tan capaz de hacer que se dobleguen para recibirnos con tanto respeto!”
Le reprendió Tripitaka:
“¡Qué tonto eres! Como bien reza el proverbio: hasta los espíritus tienen miedo de los feos.”
Leave a Reply