Tripitaka montó en el caballo, mientras Bajie cargaba con el equipaje, el Bonzo Sha tomaba de las riendas el caballo y Wukong abría la marcha montaña abajo con su indestructible barra de hierro.
Nos falta espacio para relatar cómo descansaban junto a los cursos de agua y comían a campo abierto, cómo la escarcha los cubría por las noches y el rocío empapaba sus ropas al amanecer. Recorrieron un largo camino y de nuevo se encontraron con que una altísima montaña les cerraba el paso.
Preguntó el Monje Tang a sus discípulos, levantando la voz:
“¿Os habéis fijado en lo alta y rugosa que es esa montaña? Creo que deberíamos extremar las precauciones, pues no me cabe la menor duda de en ella habitan manadas enteras de monstruos, deseosas de acabar con nosotros.”
Le sugirió el Rey Mono:
“Dejad de pensar en esas cosas. No os rindáis pánico y evitad a toda costa que vuestra mente divague por los tortuosos caminos del temor. Tened la seguridad de que no os sucederá nada.”
Decidido, el Rey Mono se pasó la barra por los hombros y se lanzó en línea recta montaña arriba, seguido del monje Tang.
Mientras disfrutaban de la belleza del paisaje, el sol se fue ocultando tras la línea del poniente.
El maestro no dejaba de atisbar el paisaje. Fue así como descubrió, en un recodo de la montaña, un conjunto de edificaciones de varios pisos. Esperanzado, se volvió hacia sus discípulos y les dijo:
“Nuestra suerte es mejor de lo que pensábamos. Se está haciendo de noche y ante nosotros se alza un inesperado refugio. O mucho me equivoco o esos edificios de ahí delante son un templo taoísta o un monasterio budista. Creo que deberíamos descansar y proseguir mañana el viaje. Espero que no se nieguen a darnos alojamiento.”
Wukong comentó:
“Vuestro plan es magnífico. De todas formas, no conviene precipitarse. Es mejor que nos cercioremos antes de que se trate de un lugar seguro.”
No había acabado de decirlo, cuando el Rey Mono se elevó por los aires. Tras un detenido reconocimiento llegó a la conclusión de que, en verdad, se trataba de un monasterio budista.
El maestro espoleó el caballo y se dirigió a toda prisa hacia la puerta principal.
Se trataba de varios caracteres llamativamente grandes, que decían: “Monasterio de la Gruta Sagrada, construido por orden imperial”.
Wukong preguntó al maestro:
“¿Quién queréis que entre a pedir alojamiento?”
Tripitaka contestó:
“Yo mismo lo haré. Me temo que vuestra apariencia es un tanto repulsiva, vuestro modo de hablar muy poco respetuoso, y vuestros ademanes demasiado engreídos. Es de suponer que, si los monjes se sienten, de alguna manera, ofendidos, se negarán a brindarnos la protección de su techo y nuestros esfuerzos habrán resultado inútiles.”
Sugirió el Rey Mono:
“En ese caso, entrad cuanto antes. No hay necesidad de malgastar más palabras.”
El maestro se arregló las ropas lo mejor que pudo y atravesó la puerta principal con las manos respetuosamente dobladas.
En cuanto hubo dejado atrás la segunda puerta, apareció por la tercera puerta un criado del monasterio. Se dirigió a toda prisa hacia Monje Tang y le preguntó, tras saludarle respetuosamente:
“¿Podéis decirme de dónde venís?”
Tripitaka contestó:
“De las Tierras del Este y me dirijo al Paraíso Occidental en busca de las escrituras sagradas por deseo expreso del Gran Emperador de los Tang. Al pasar por estos parajes, comenzó a hacerse de noche y decidí llegarme hasta este lugar de recogimiento a suplicar que me sea concedido pasar aquí la noche.”
Suplicó el sirviente:
“No toméis a mal mis palabras, pero yo no puedo asumir la responsabilidad de lo que solicitáis. En realidad, no soy más que un vulgar criado encargado de barrer los suelos y de tañer la campana. El guardián del monasterio es un anciano que se encuentra ahí dentro. Si me lo permitís, voy a ir inmediatamente a verle y, si accede a vuestra petición, saldré inmediatamente a comunicároslo. En caso contrario, me temo que tendréis que buscar otro lugar para pasar la noche.”
Respondió Monje Tang:
“Os pido disculpas por causaros tantas molestias.”
Al ver Tripitaka, el monje se puso furioso y vituperó al sirviente, diciendo:
“¡Mereces que te mande azotar! ¿Todavía no sabes que un monje de mi categoría sólo sale a dar la bienvenida a ricos caballeros de la ciudad que se llegan hasta aquí a ofrecer incienso? Por monjes tan andrajosos como ése yo no muevo jamás un solo dedo. ¿Cómo se te ha ocurrido hacerme creer que se trataba de una persona importante? Basta mirar su cara para darse cuenta de que ése no es un hombre respetable, sino uno de esos despreciables mendicantes, que, en cuanto ven que se está haciendo de noche, se llegan a la primera casa que encuentran y piden, sin más, alojamiento. No estoy dispuesto a dejarle trasponer esta puerta. Así que, si quiere dormir, que se acomode lo mejor que pueda en uno de esos pasillos. ¿Para qué molestarme en dirigirle siquiera la palabra?:
Dándose la vuelta, se retiró inmediatamente a sus aposentos.
Escuchó esas palabras y pronto las lágrimas se agolparon en sus ojos, el Monje Tang se dijo:
“¡Qué lástima! Con razón reza el dicho que: un hombre alejado de su hogar no vale gran cosa. Desde mi más temprana edad renuncié a la familia para hacerme monje. Desconozco en qué reencarnación ofendí de tal manera al Cielo y a la Tierra que ahora sólo me topo con personas sin sentimientos ni entrañas. Si no quieres ofrecerme alojamiento, estás en tu derecho de hacerlo. ¿Pero por qué tienes que decir cosas tan desagradables como esa de que sólo soy digno de dormir en los pasillos? Como muy bien afirma el proverbio: el hombre debe anteponer a todo la etiqueta y el decoro. Creo que lo mejor que puedo hacer es entrar ahí dentro y suplicarle, una vez más, que nos permita pasar la noche bajo su techo.”
Siguiéndole los pasos, el maestro llegó hasta la mismísima puerta de los aposentos del abad. Pese a todo, Tripitaka no se atrevió a molestarle y, en vez de entrar de improviso, prefirió esperar fuera, al tiempo que decía levantando la voz:
“Jamás me ha cabido tanto honor como el que ahora tengo de saludaros.”
El abad se sintió molesto por el hecho de que Tripitaka le hubiera seguido, pero no le quedó más remedio que tragarse su orgullo y hacer como si le devolviera el saludo, preguntando a su vez:
“¿De dónde venís?”
Monje Tang contestó:
“De las Tierras del Este. Por deseo expreso del Gran Emperador de los Tang me dirijo hacia el Paraíso Occidental en busca de las escrituras del Buda Viviente. Al pasar por estos respetables parajes, comenzó a hacerse de noche y creí conveniente venir a pediros alojamiento. Mi intención es proseguir el viaje tan pronto como haya amanecido. Os suplico, dignísimo abad, que tengáis a bien concederme tan nimio favor.”
“¿Así que vos sois Tripitaka Tang?” volvió a preguntar el abad, levantándose de su asiento.
“Así es” admitió Tripitaka.
Insistió el abad:
“Opino que deberíais regresar cuanto antes a la carretera principal. Precisamente pasa a cuatro o cinco kilómetros al oeste de aquí, se levanta una posada, en la que podréis descansar y comer. Para vos es mucho más conveniente que os hospedéis allí.”
Replicó Tripitaka con las manos respetuosamente recogidas:
“Los antiguos solían decir que: los templos taoístas o los monasterios budistas son el hogar de todo monje que a ellos acude y que, por el mero hecho de serlo, tiene derecho a un poco de comida. ¿Por qué os empeñáis en negarme vuestra hospitalidad?”
Respondió el abad:
“Hace unos cuantos años llegó inesperadamente a este monasterio un grupo de monjes mendicantes. Se sentaron delante de la puerta principal y a mí me dio lástima verlos tan pobres, con las cabezas rapadas del todo, descalzos y a medio vestir. En seguida los invité a entrar, les hice sentarse en los puestos de honor y les di de comer cuanto quisieron. No contento con eso, les di túnicas nuevas y les pedí que se quedaran hasta que hubieran recuperado todas las fuerzas. Poco me imaginaba yo que su avaricia era tal que, en vez de quedarse unos cuantos días, fueron ocho los años que pasaron antes de que se decidieran a marcharse. A decir verdad, no me hubiera importado demasiado, si no se hubieran entregado a toda clase de desenfrenos y conducta censurable.”
Se dijo, entristecido, Tripitaka:
“Es una lástima que este hombre piense que soy tan desconsiderado como ellos.”
Limpiándose a escondidas las lágrimas con su túnica, se dirigió a toda prisa al encuentro de sus discípulos.
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