Partieron en cuanto hubo amanecido. A las pocas horas de camino se toparon con una montaña muy alta.
Tripitaka detuvo el caballo y dijo a sus discípulos:
“Me da la impresión de que esa cordillera que tenemos delante es demasiado alta y escarpada para mi caballo. Sugiero, por tanto, que caminemos despacio y con mucho cuidado.”
Las bestias salvajes estuvieron por todas partes, y Tang monje estuvo muy asustado. Wukong dejó escapar un grito tan salvaje que los lobos y serpientes corrieron a refugiarse en sus madrigueras, mientras los tigres y leopardos huían despavoridos.
“No debéis temer nada, maestro.” contestó el Rey Mono.
Tripitaka dijo a Wukong:
“Llevamos viajando todo el día y tengo hambre. Ve a buscar algo de comer.”
Replicó el Rey Mono:
“Estamos en un lugar totalmente salvaje y no se ve ningún lugar habitado. ¿Dónde queréis que vaya a por la comida? Ni siquiera con dinero se puede comprar.”
Tripitaka, visiblemente enfada con su discípulo, exclamó:
“¡Maldito mono! ¿Tan pronto has olvidado la clase de vida que llevabas en la Montaña de las Dos Fronteras? Tathagata había colocado encima de ti una cordillera entera y no podías moverte. Te salvé y te tomé como discípulo. ¿Por qué te niegas, una y otra vez, a practicar la humildad? ¿Es que no puedes mostrarte un poco más diligente?”
“Soy muy responsable y trabajador, ¿cuándo he sido perezoso?” preguntó Wukong.
“¿No es suficiente prueba la contestación que acabas de darme?” replicó Tripitaka.
¿Por qué te obstinas en no ir a mendigar un poco de comida para mí? ¿Cómo voy a poder continuar el viaje, si tengo el estómago totalmente vacío?”
El Rey Mono contestó:
“Está bien, está bien. No se hable más. Bajad del caballo y descansad un rato, mientras yo voy a ver si encuentro a alguien al que pedir un poco de comida.”
No había acabado de decirlo, cuando dio un salto y se elevó por encima de las nubes. Usando las manos a manera de visera, miró a su alrededor, pero no pudo ver ningún pueblo. El camino que conducía hacia el Oeste estaba totalmente deshabitado. Después de un tiempo, descubrió hacia el sur una montaña muy alta, en cuya ladera oriental le pareció ver unos cuantos puntitos de color rojo. A toda prisa descendió de las nubes e informó a su maestro, diciendo:
“Creo que he descubierto algo de comer.”
El maestro le preguntó de qué se trataba y él añadió:
“En una montaña al sur de aquí he descubierto unos cuantos puntos rojos. Esos deben ser melocotones silvestres totalmente maduros. “
Exclamó Tang monje, satisfecho:
“Para monjes los melocotones son una auténtica bendición. Vete.”
El Rey Mono cogió la escudilla de mendigar y montó en una nube sagrada. Se dirigió directamente hacia la montaña del sur en busca de los melocotones.
Sin embargo, como muy bien afirma el proverbio: “No hay cumbre sin monstruo ni cima en la que no habite un demonio“. La que había escogido Tripitaka para descansar no era excepción a esa norma. Hay un espíritu femenino en esta montaña.
A lomos de un siniestro viento oscuro se asomó por encima de las nubes y, al ver al monje Tang sentado en el suelo, exclamó, incapaz de refrenar su alegría:
“¡Qué suerte la mía! Durante años se ha hablado de la búsqueda de las escrituras por parte de Monk Tang. Ese monje es, en realidad, la reencarnación de la Cigarra de Oro. Su cuerpo se ha purificado, pues, de tal manera durante sus diez últimas transmigraciones que quien coma un trozo de su carne vivirá para siempre.”
Se bajó a toda prisa del viento oscuro en el que cabalgaba y con una leve sacudida del cuerpo, se convirtió en una doncella con el rostro tan delicado como la luna y tan hermoso como las flores. Su belleza era tal que no podía ser descrita acertadamente con palabras. Poseía unos ojos cargados de pasión, unas cejas de elegante trazo, unos dientes llamativamente blancos y unos labios tan rojos como una cereza. En la mano izquierda llevaba un cántaro de arenisca azul, y en la derecha un jarrón de porcelana verde. Caminando lentamente en dirección oeste-este, se dirigió hacia donde estaba el monje Tang.
Cuando el cerdo Bajie vio lo hermosa que era no pudo evitar exclamar, azorado:
“¿Se puede saber adónde vais tan sola, señora? ¿Qué es eso que lleváis en las manos?”
El disfraz de la bestia era tan perfecto que Bajie no sospechó lo más mínimo de su naturaleza demoníaca.
El espíritu femenino respondió:
“En el jarro azul llevo tortas de vino hechas con arroz aromatizado, y en el verde un poco de gluten de trigo frito. Estos alimentos los he preparado especialmente para los monjes. Por favor, acéptenlos.”
Al verla a su lado, Tripitaka dio un salto y, doblando las manos a la altura del pecho, preguntó, muy nervioso:
“Señora Bodhisattva, ¿De dónde vienes? ¿Por qué ofreces comida vegetariana a los monjes budistas?”
A pesar de ser un auténtico demonio, Tripitaka tampoco la reconoció.
El monstruo empezó diciendo, tratando de engañar a monje Tang:
“Esta montaña es conocida por el nombre del Tigre Blanco. Mi hogar está hacia el oeste de aquí. Mis padres son personas muy piadosas, que se pasan el día recitando sutras y haciendo obras de caridad. De ellos precisamente he adquirido la costumbre de dar de comer a todos los monjes. Mi marido se encuentra al norte de esta montaña arando los campos con unos cuantos criados. Precisamente iba a llevarles la comida, cuando me he encontrado con vosotros. Sin embargo, al veros de lejos, he sentido la urgencia de seguir el ejemplo de mis padres y he corrido a invitaros a participar de mis humildes viandas. Espero que no las consideréis indignas de vuestro paladar y las aceptéis como muestra de reconocimiento y respeto.”
Contestó monje Tang:
“Os lo agradezco de todo corazón pero uno de mis discípulos ha ido a recoger fruta y no tardará mucho en volver. Además, no está bien que comamos nosotros lo que habéis preparado para vuestro marido.”
Tripitaka insistió en no comer la comida de ese duende. El cerdo Bajie, por el contrario, mostró muy enfadado y no dejaba de lamentarse.
Sin pedir permiso a nadie, el cerdo se acercó al jarro de las viandas y se dispuso a dar buena cuenta de ellas, moviendo, goloso, el morro. Fue una suerte que en aquel mismo momento regresara por los aires el Rey Mono, cargado con los melocotones que había cogido en las cumbres del sur. Cuando se halló encima de sus hermanos, abrió cuanto pudo sus ojos de fuego y sus pupilas de diamante y descubrió con asombro que la mujer con la que estaba hablando su maestro era, en realidad, un monstruo. A toda prisa sacó la barra de hierro. Pero, cuando se disponía a descargarla sobre la cabeza de la bestia, Tripitaka le agarró de las mangas y exclamó, furioso:
“¿Te has vuelto loco, Wukong? ¿Por qué quieres descargar tu furia sobre quien no debes?”
Wukong contestó:
“La muchacha que tenéis ante vos no es tal, sino un monstruo que se ha acercado hasta aquí con la única intención de engañaros.”
Replicó Tang monje:
“Me extraña que hables así de ella. Normalmente eres bastante comedido en tus apreciaciones. ¿Cómo es que hoy te ha dado por decir esas tonterías? Esta dama ha tenido la delicadeza de venir a invitarme a comer. ¿De dónde sacas que es un monstruo sin entrañas?”
Wukong intentó por todos los medios convencer a Monje Tang de que la dama no era humana, sino un espíritu maligno.
Pero todos sus esfuerzos se vieron condenados al fracaso. El monje Tang se negó a creer en lo que decía, repitiendo una y otra vez que aquella mujer era una persona muy piadosa y digna de toda confianza.
El Rey Mono dijo enojado:
“Conozco bien lo que está pasando. Es natural que os sintáis ofuscado por la belleza de esta joven. Si queréis gozar de ella, no tenéis nada más que decirlo. Bajie se encargará de buscar la madera, el Bonzo Sha recogerá la hierba que pueda y yo os construiré aquí mismo una cabaña, en la que podréis consumar vuestros deseos. Eso marcará el fin de nuestra colaboración y cada cual podrá marcharse adónde buenamente le venga en gana. ¿No opináis que es lo más acertado? ¿Para qué molestarnos en proseguir un viaje tan largo en busca de escrituras o de lo que sea?”
El monje Tang era una persona muy tímida y, al oír esas palabras, sintió tal vergüenza que la cabeza se le puso totalmente roja.
Eso no amainó, no obstante, la furia del Rey Mono, quien, echando mano de su barra, descargó sobre el monstruo un golpe terrible.
La bestia sabía unos cuantos trucos y, al ver acercarse el arma de Wukong, decidió valerse del conocido como “la liberación del cadáver“. Abandonando el cuerpo que había tomado prestado, se elevó por los aires sin preocuparse más de él. Al punto cayó muerto al suelo, abatido por el certero golpe del Rey Mono. Horrorizado, Tripitaka exclamó sin atreverse a creer lo que acababa de ver:
“¡No hay nadie más salvaje en todo el mundo que este mono! A pesar de repetírselo yo que sé la de veces, la vida humana le trae absolutamente sin cuidado.”
Le suplicó el Rey Mono:
“Calmaos y no seáis tan duro conmigo. Ahora acercaos y ved lo que hay en estos jarros.”
Todo lo que podía verse era un puñado de gusanos muy largos y repugnantes.
Eso convenció al monje Tang de que debía de ser verdad al menos el treinta por ciento de lo que acababa de decir Peregrino. Bajie, sin embargo, no logró dominar del todo el resentimiento que le consumía y añadió más leña al fuego, gritando:
“No creáis ninguna de sus patrañas, maestro. ¿Cómo va a ser un monstruo alguien tan caritativo y bien dispuesto como ella? Vos sabéis que nuestro hermano mayor es muy aficionado a usar su barra de hierro. Temiendo que fuerais a recitar ese conjuro que le produce tantos dolores, decidió valerse de la magia para haceros creer lo que no es. “
Las palabras de Bajie produjeron en Tripitaka el efecto deseado. Furioso con el más fiel de sus discípulos, hizo el gesto mágico con una mano y comenzó a recitar el conjuro en voz alta. El dolor se cebó al punto en el Rey Mono, que no paraba de gritar:
“¡Mi cabeza! ¡Me va a explotar! ¡Parad, os lo suplico! Si tenéis algo que decirme, hacedlo y asunto concluido.”
Replicó el monje Tang:
“¿Qué quieres que te diga? Los monjes debemos ser amables con la gente en todo momento y no abrigar pensamientos de destrucción y muerte. Pero tú… ¡tú te complaces cada vez más en la práctica de la violencia! ¿De qué te vale ir en busca de las escrituras, si a cada paso que das siegas una vida? Por mí, puedes regresar.”
Wukong cayó al punto de hinojos y, sin dejar de golpear el suelo con la frente, respondió:
“Después de sumir el Palacio Celeste en una confusión terrible, hice acreedor a un tremendo castigo que Buda se encargó de ejecutar, encerrándome, como sabéis, bajo la mole enorme de la Montaña de las Dos Fronteras. Por haberme librado de su peso y haberme concedido los mandamientos, mi agradecimiento hacia vos y hacia la Bodhisattva Guanyin es, en verdad, inexpresable. Si no me permitís acompañaros hasta el Paraíso Occidental, no podré devolveros el bien que por mí habéis hecho y, así, mi nombre será maldito para siempre. ¿Cómo va a ser considerado honrado quien no corresponde a la amabilidad que recibe de los demás?”
El monje Tang poseía un corazón muy tierno y pronto a la compasión. Al ver al Rey Mono expresarse con tanta sinceridad y tanto arrepentimiento, se sintió profundamente conmovido y cambió al punto de parecer, diciendo:
“Está bien. Por esta vez te perdono. Pero recuerda que, si vuelves a hacer uso de la violencia, recitaré el conjuro que tú bien conoces por lo menos veinte veces seguidas.”
El monstruo se había elevado mientras tanto hacia lo alto, logrando salvar así la vida. El golpe del Peregrino no le hizo el menor daño, porque, como queda dicho, se valió de la magia y su espíritu se remontó a tiempo por los aires. Tomó asiento en lo alto de las nubes y, rechinándole los dientes de rabia, se dijo, llena de odio hacia el Rey Mono:
“Fue una pena, porque el monje Tang había picado ya el anzuelo. Le habría agarrado y nadie podría haberle librado de mis garras. De todas formas, no estoy dispuesta a dejar marchar a ese monje así como así.”
El monstruo fue a parar a un recodo de piedras que había un poco más adelante y, sacudiendo el cuerpo ligeramente, se convirtió en una mujer de ochenta años. En la mano llevaba un bastón de bambú con la empuñadura llamativamente curva.
Andando con no poca dificultad, se dirigió hacia los monjes, sin dejar de llorar a voz en grito.
Al verla, Bajie exclamó, sobresaltado:
“¿Qué vamos a hacer, maestro? Esa mujer viene buscando a quien vos y yo sabemos.”
“¿De quién estás hablando?” preguntó el monje Tang.
El cerdo respondió:
“De la muchacha que acaba de matar nuestro hermano. No me cabe la menor duda de que esa anciana es su madre.”
Le pidió Wukong:
“Deja de decir tonterías, por favor. La joven de la que hablas apenas había cumplido los dieciocho años y esta mujer tiene más de ochenta. ¿Cómo iba a poder dar a luz a los sesenta y tantos? Os aseguro que estamos ante un nueva celada. Voy a echar un vistazo.”
Reconociéndola al instante, levantó la barra y la dejó caer con fuerza sobre su cabeza. Pero la bestia se valió nuevamente de la magia y, lanzando su espíritu hacia lo alto, permitió que el hierro destrozara su disfraz. El cuerpo de la anciana quedó, pues, tumbado junto al camino, inerte del todo.
Al ver lo ocurrido, el monje Tang cayó del caballo. Estaba tan afectado que, recitó el conjuro veinte veces seguidas.
Era tan insoportable que Wukong se tiró al suelo y empezó a dar vueltas como un loco, mientras suplicaba a su maestro:
“¡Por lo que más queráis, dejad de recitar ese conjuro!”
Exclamó el monje Tang:
“Yo he tratado una y otra vez de hacerte ver la conveniencia de obrar rectamente en todo momento, pero tú has hecho oídos sordos a mis palabras. ¿Por qué te empeñas en obrar siempre con violencia? ¿Qué explicación puedes darme por haber acabado, sin ton ni son, con otra vida humana?”
“Se trataba de un monstruo” explicó, desesperado, el Rey Mono.
Replicó el monje Tang:
“Creo que has perdido el juicio. La verdad es que tienes una innata propensión a obrar el mal y careces totalmente de voluntad para entregarte a la práctica del bien. Lo mejor que puedes hacer es marcharte a otra parte.”
Se quejó Wukong amargura:
“¿En tan poco aprecio me tenéis? Está bien, me iré. Pero, hay una cosa que aún no se ha tratado.”
“¿De qué se trata?” inquirió el monje Tang.
Replicó en seguida el cerdo Bajie:
“¿De qué va a ser? Él quiere que repartáis con él el equipaje. Lleva mucho tiempo a vuestro lado para marcharse ahora con las manos vacías. Si queréis libraros de él, tendréis que regalarle algunas prendas de ropa vieja o sombreros viejos.”
Al oír eso, el Rey Mono se encaró con Bajie, saltando como si hubiera perdido el juicio, gritando:
“¡Eres un estúpido que no sabe decir más que tonterías! Tras aceptar de buen grado el principio de la pobreza absoluta, jamás he dado muestras de envidia o avaricia. ¿Cómo te atreves a afirmar que lo único que ando buscando es llevarme la mitad del equipaje de nuestro maestro?”
Preguntó monje Tang:
“¿Por qué no te marchas de una vez, si es verdad eso de que jamás te has rendido a la avaricia y a la envidia?”
Contestó el Rey Mono:
“Hace más de quinientos años, cuando morada en la Caverna de la Cortina de Agua, en el corazón mismo de la Montaña de las Flores y Frutos, me rendían pleitesía todos los demonios de las setenta y dos cuevas y obedecían mis órdenes sin rechistar no menos de cuarenta y siete mil diablillos. Era considerado como un héroe y no me faltaba absolutamente de nada. Si, en verdad, estáis decidido a apartarme de vuestro lado, arrancádmela de una vez, para que pueda volver con la frente muy alta junto a los que me consideran como un héroe y no un siervo. No podéis negarme ese favor. Es lo menos que podéis hacer por mí por todos los años que os he servido con absoluta fidelidad.”
El monje Tang respondió:
“Lo siento mucho, Wukong, pero no sé cómo arrancarte esa tira de la cabeza. La Bodhisattva no me lo enseñó.”
Concluyó el Rey Mono:
“En ese caso, no os queda más remedio que llevarme con vos.”
Comprendiendo que no le quedaba otro remedio que volver a aceptarle en su compañía, el monje Tang dijo:
“Está bien, está bien. Te perdono otra vez, pero con la condición de que no vuelvas a nunca más uso de la violencia.”
Prometió Wukong:
“Renuncio a ella de ahora en adelante.”
Poniéndose de pie, volvió a ayudar al maestro a montar en el caballo.
El monstruo, mientras tanto, no murió en el segundo ataque de Wukong. Se sentó en una nube y se dijo a sí mismo:
“¡Qué mono más extraordinario! ¡Qué maravillosa percepción la suya! Lo malo es que otras cuarenta millas más y habrán abandonado para siempre mis dominios. Lo mejor es que vuelva a bajar y me burle otro poco de ellos.”
Sacudió ligeramente el cuerpo y al instante se transformó en un anciano con el pelo blanco y una barba poblada y en las manos sostenía un rosario del que se valía para recitar un sutra budista.
Al verle, el Tang se mostró muy complacido y exclamó, gratamente impresionado:
“Se nota que el Oeste es una región verdaderamente santa. Mirad a ese anciano. Apenas tiene fuerzas para caminar y, sin embargo, aún le quedan arrestos para recitar sutras.”
Le aconsejó Bajie:
“Dejad vuestro entusiasmo para otro momento. Ese hombre viene a pedirnos cuentas.”
“¿Qué quieres decir con eso?” preguntó el monje Tang.
Contestó Bajie:
“Que se ha enterado de que hemos matado a su mujer y a su hija y ha decidido vengar su muerte. No tenemos escapatoria. Somos culpables de esos crímenes. Vos, por tanto, seréis condenado a muerte, el Bonzo Sha tendrá que hacer trabajos forzados durante el resto de sus días y yo me veré obligado a servir en el ejército hasta el final de mi vida. A nuestro hermano mayor, por supuesto no le ocurrirá nada, ya que echará mano de la magia y desaparecerá de aquí como la neblina barrida por el sol.”
Le regañó el Rey Mono:
“¡Cuidado que eres idiota! ¿A qué viene alarmar inútilmente a nuestro maestro? Ni siquiera sabemos quién es ese anciano. Voy a echar un vistazo.”
Se acercó al demonio y le preguntó:
“¿Se puede saber adónde vais y por qué recitáis un sutra mientras camináis?”
Respondió el falso anciano:
“Señor, yo he vivido en este lugar toda mi vida. Desde joven me he dedicado a la práctica del bien, dando de comer a los Peregrinos, empapándome del contenido de las escrituras sagradas y recitando sin cesar sutras. Estoy aquí para encontrar a mi esposa y a mi hija.¿Alguna vez has visto a una mujer joven y a una anciana?”
“Puedes ocultarte a los demás, pero no a mí. ¡Te reconozco como un duende!” exclamó el Peregrino, soltando la carcajada.
La bestia se sintió tan desconcertada que no pudo decir nada en su defensa. Wukong agarró a toda prisa la barra de hierro, pero dudó, se dijo, alarmado:
“Si no acabo con él, intentará apoderarse de mi maestro todas las veces que quiera. Pero, si lo hago, mi mentor recitará el conjuro y acabará volviéndome loco. Si no mato a la bestia, una vez que atrape a mi amo, yo tendré que emplearme a fondo para librarle. Creo que lo mejor será que acabe con él cuanto antes. Así me ahorraré no poco esfuerzo. ¿Qué importa que el maestro recite su maldito conjuro? Como muy afirma el dicho: Ni los tigres más sanguinarios devoran a los de su especie. Además, labia no me falta. Poseo una lengua rápida y no costará convencerle.”
Wukong levantó entonces la barra de hierro y la dejó caer con fuerza sobre el demonio. Esta vez la suerte no le sonrió y su luz espiritual se extinguió.
Al verlo, el monje Tang sintió tal horror que durante mucho tiempo no pudo articular la menor palabra. Bajie exclamó con cierta malicia:
“¡Este Mono está realmente loco! En menos de medio día de se ha cargado ya a tres personas.”
El monje Tang se dispusiera a recitar el conjuro de nuevo. Pero Wukong se arrojó a los pies del caballo, gritando:
“¡No lo hagáis, por favor! ¡No lo hagáis! Venid primero a echar un vistazo a lo que ha quedado de esa bestia.”
Delante de ellos sólo había un montón de huesos blancos.
Comentó, muy alterado el monje Tang:
“Ese hombre acaba de morir. ¿Cómo es que se ha convertido tan pronto en un esqueleto?”
Wukong explicó:
“No era más que un cadáver viviente, que sólo buscaba hacer daño a la gente. Ahora que ha muerto ha revelado, por fin, su auténtica naturaleza. Hay escritos en su columna vertebral: Dama de los Huesos Blancos.”
El monje Tang parecía estar dispuesto a creerle esta vez, pero Bajie se resistía a dejar pasar así como así el incidente y dijo:
“Wukong no tiene remedio. Goza mostrando la fortaleza de su brazo y matando a la gente. Tiene miedo, de todas formas, a vuestro conjuro y, para librarse de tan justo castigo, ha transformado el cadáver de este anciano en un simple montón de huesos. No le importa engañaros, con tal de renunciar al dolor.”
El monje Tang poseía un carácter muy voluble y una vez más se dejó llevar por las palabras del cerdo, comenzando al punto a recitar su temible conjuro.
Al límite de sus fuerzas, el Rey Mono logró arrodillarse a duras penas a la vera del camino y suplicó, desesperado, a su maestro:
“¡Parad! ¡Parad! Si tenéis algo que decirme, hacedlo cuanto antes.”
Le increpó el monje Tang:
“¡Mono cabezota! ¿Qué quieres que te diga? Has podido escapar a la acción de la justicia después de haber dado muerte a tres personas, sólo porque nos encontramos en un lugar desolado y no hay aquí nadie que pueda hacerte frente. Suponte, sin embargo, que llegamos a una ciudad y, de pronto, te da por golpear a la gente con tu pesada barra sin tener en cuenta para nada la moral y las leyes. ¿Cómo crees que ibas a salir de semejante trance? Todos nos encontraríamos en un lío terrible y no podríamos proseguir nuestro viaje. Opino, por tanto, que lo mejor es que regreses al lugar del que has partido.”
Trató de defenderse Wukong:
“Estáis muy equivocado, maestro. Este cadáver que aquí veis era, en realidad, un monstruo que andaba buscando vuestra ruina. Lo único que he hecho ha sido defenderos de sus asechanzas, pero vos os empeñáis en no querer reconocerlo. Preferís creer los comentarios calumniosos de un Idiota y deseáis deshaceros de mí a toda costa. Como muy bien reza el proverbio: Es prácticamente imposible que una misma cosa se repita tres veces. Me lo habéis ordenado con tanta insistencia que, si, en verdad, no me marcho de vuestro lado, daré la impresión de ser un tipo sin vergüenza ni principios. Está bien. Me voy. Pero os aseguro que no ganáis nada con mi marcha, porque entonces no tendréis a nadie que os sirva tan desinteresadamente como yo.”
Exclamó el monje Tang, perdiendo la paciencia:
“¡Este mono cada vez se está volviendo más irrespetuoso! ¿Quién te has creído que eres? ¿Acaso Wu Neng y Wu Jing son menos fieles que tú?”
Una sensación de impotencia parecía haber mermado su fuerza de voluntad, pero se sobrepuso en seguida y, dando un salto tremendo, montó en una nube sagrada con la intención de dirigirse hacia la Caverna de la Cortina de Agua en la Montaña de las Flores y Frutos.
Solo y derrotado, se desplazó como una exhalación por los aires, hasta que, de pronto, oyó el formidable estruendo de las aguas. Inmediatamente detuvo la nube y comprobó que se hallaba justamente encima del Gran Océano Oriental. Eso le hizo acordarse del monje Tang y las lágrimas fluyeron libremente por sus mejillas. Durante largo rato permaneció suspendido en el aire, abúlico del todo, sin decidirse a seguir adelante.
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