El Gran Inmortal abandonó el Palacio Tushita, un vez terminada la conferencia.
Acompañado por los otros inmortales de rango inferior, montó en las nubes sagradas y, dejando atrás el Cielo del Jaspe Verde, no tardó en llegar a la Montaña de la Longevidad, donde se alzaba el Templo de las Cinco Villas. Se extraño de ver las puertas abiertas de par en par.
Al llegar al salón principal, no encontraron señal alguna de incienso, fuego o ser humano. Ni siquiera Brisa Límpida y Luna Brillante estaban allí.
Los inmortales dijeron:
“Esos dos han debido de aprovecharse de nuestra ausencia para robar todo lo que han querido.”
“¡Tonterías!” replicó el Gran Inmortal.
“¿Cómo van a hacer semejante cosa dos seguidores del Tao? Lo más seguro es que se olvidaran de cerrar las puertas antes de irse a dormir ayer y todavía no se han despertado.”
Se dirigieron a los aposentos de los dos taoístas. Encontraron cerradas las puertas, pero pudieron oír claramente el sonido atronador de sus ronquidos. Golpearon con fuerza la puerta tratando de despertarlos, pero todo resultó inútil. No había forma de despertar a los jóvenes. Con no poco esfuerzo se las arreglaron, por fin, los inmortales para abrir la puerta y arrancar a los dormilones de sus lechos. Sin embargo, ni por ésas lograron sacarlos de su sopor.
“¡Mis queridos muchachos!” exclamó, divertido, el Gran Inmortal. “Quienes han alcanzado la inmortalidad no deberían ser tan esclavos del sueño, ya que sus espíritus están libres de toda congoja. ¿Cómo es posible que estéis tan cansados?”
Cambió después de expresión y añadió en un tono más preocupado:
“¿No será que han sido víctimas de alguna suerte de encantamiento? Traedme inmediatamente un poco de agua.”
Uno de los discípulos le puso en seguida en la mano una taza a medio llenar. El Gran Inmortal recitó un conjuro y después escupió un de líquido en el rostro de los dos durmientes, expulsando, así, de sus cuerpos al Demonio del Sueño.
Los muchachos no tardaron en despertarse. Tras abrir los ojos con no poca dificultad y secarse la cara con las mangas, se mostraron muy sorprendidos de ver a su alrededor al Señor, Sosia de la Tierra, y a los otros inmortales. Totalmente despertados, no se les ocurrió otra cosa que echarse rostro en tierra y decir, al tiempo que golpeaban una y otra vez el suelo con la frente:
“Los monjes que vinieron del este, vuestros supuestos amigos, eran en realidad una banda de ladrones.”
“Está bien, está bien” replicó el Gran Inmortal, tratando de tranquilizarlos.
“Procurad calmaos y contadnos lo sucedido.”
Brisa Límpida explicó:
“Al poco tiempo de marcharos, llegó, procedente de las Tierras del Este, un tal monje Tang. Le acompañaban tres discípulos y venía montado en un caballo. Siguiendo vuestros deseos, arrancamos dos frutos de ginseng y se los dimos a comer. Pero él los rechazó. Se empeñó en que eran niños renacidos y se negó de plano a probarlos, así que no tuvimos más remedio que comérnoslos nosotros. Lo que menos pensábamos es que sus seguidores fuera a descubrir nuestro secreto y a robar nuestras frutas. Cuando lo descubrimos, tratamos de hacerles entrar en razón, pero se negaron a escucharnos. ¡Derribaron el árbol del ginseng! Luego huyeron. “
“Luna Brillante y Brisa Límpida, venid conmigo.” concluyó el Gran Inmortal.
El Gran Inmortal, Brisa Límpida y Luna Brillante montaban en una nube y salían en persecución de Tripitaka.
“Aquel que está tumbado debajo de un árbol es el monje Tang” exclamó, muy excitado, uno de los jóvenes.
El Gran Inmortal dijo:
“Ya le veo. Vosotros regresad a preparar las cuerdas. Yo solo me encargaré de capturarle.”
El Gran Inmortal bajó de la nube y exclamó:
“¡Soy el Gran Inmortal! Ustedes destruyeron mi árbol de ginseng. ¡No van a avanzar más hasta que me den uno nuevo!”
Wukong sacó su barra de hierro. Bajie y Wujing levantaron sus armas.
El Gran Inmortal agitó su brazo. Su manga descendió hacia Wukong y sus compañeros. Al instante, todos fueron arrastrados por ella.
El Gran Inmortal había dado la vuelta a la nube e iniciado el camino de regreso. En cuanto llegó al Templo de las Cinco Villas, se sentó en el salón principal y fue sacando a los Peregrinos uno por uno, como si fueran vulgares marionetas. El primero en salir fue el monje Tang, que no tardó en ser atado a una de las grandes columnas del salón. Idéntica suerte siguieron sus tres discípulos.
Los inmortales colocaron la sartén ante las escalinatas del salón principal. A instancias del Gran Inmortal hicieron una hoguera con madera seca y casi no pierden la razón de alegría, cuando oyeron decir a su señor:
“Ahora llenad la sartén de aceite y, cuando esté hirviendo, meted en ella al Peregrino Sun y freídle bien. Así pagará por haber destruido el árbol del ginseng.”
Al oeste vio que se levantaba un artístico león de piedra. De un salto, el espíritu de Wukong se llegó hasta él, se mordió la punta de la lengua y le escupió encima la sangre, diciendo:
“¡Transfórmate!”
Al instante se convirtió en su propia imagen y apareció donde había estado originalmente. El auténtico Rey Mono se elevó por los aires y se puso a contemplar lo que hacían los taoístas.
Los inmortales dijeron:
“El aceite está ya listo.”
Concluyó el Gran Inmortal:
“Coged al Peregrino Sun y metedle dentro.”
Cuatro de los jóvenes se dispusieron en seguida a cumplir la orden, pero, para su asombro, ni siquiera pudieron levantarle del sitio. En seguida se les unieron ocho más; sin embargo, el resultado fue idéntico. Tuvieron que venir cuatro más para conseguir a duras penas hacerse con él y lanzarle a la sartén.
Dijo uno de los taoístas, desesperado:
“¡La sartén gotea! ¡Está perdiendo aceite por todas partes! “
Fue así como descubrieron que lo que la había llenado de agujeros era un pesado león de piedra.
El Gran Inmortal exclamó, enfurecido:
“¡Maldito mono! ¿Por qué ha tenido que destrozar mi sartén? ¿No le bastaba con escabullirse? Está bien. Que se marche y nos deje tranquilos de una vez. Desatad a Tripitaka y traed una nueva sartén. Le freiremos a él para vengar la destrucción de nuestro árbol de ginseng.”
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