Cuando los jóvenes inmortales descubrieron la verdad, arreciaron aún más en sus insultos, cosa que terminó sacando de quicio al Rey Mono.
“¡Malditos jóvenes! ¡Estoy hasta las narices de su arrogancia! ¿Quieren que nadie más coma del fruto del ginseng? Pues les voy a ayudar a conseguirlo.”
Se arrancó un pelo del cogote y, echando sobre él una bocanada de aire mágico, gritó:
“¡Transfórmate!”
Y al instante se convirtió en una imagen exacta del Rey Mono, obediente y sumiso, que recibía sin rechistar los insultos. Pero mientras el auténtico Wukong se elevó por las nubes y fue a parar al huerto en el que crecía el árbol del ginseng. Furioso, levantó la barra por encima de su cabeza y descargó sobre él un golpe terrible. El árbol sufrió un daño irreparable, perdiendo todas sus hojas y ramas y dejando al descubierto sus raíces.
Brisa Límpida le dijo a Luna Brillante:
“Les hemos estado reprendiendo y no nos han replicado ni una sola vez. ¿Qué te parece si volvemos al huerto y contamos más detenidamente cuántos frutos de ginseng faltan?”
“Es lo menos que podemos hacer” replicó Luna Brillante y los se dirigieron al jardín de los frutales.
Los dos estaban tan asustados que no daban crédito a lo que veían. El árbol yacía en el suelo con las ramas partidas y las hojas desperdigadas. No se veía ni uno solo de sus frutos.
Los dos monjes taoístas se quedaron tumbados en el suelo.
“¿Qué vamos a hacer ahora? Ha desaparecido la raíz del Templo de las Cinco Villas. ¿Qué vamos a decir a nuestro maestro, cuando regrese?”
Luna Brillante reconvino a Brisa Límpida:
“Lo que debemos hacer ahora es no alertar a esos monjes desalmados. Es inútil que tratemos de arrancarles una confesión. Los negarán todo y eso nos llevará a una nueva discusión, que muy bien puede terminar en una lucha bastante desigual. Mal que nos pese, nosotros somos dos y ellos cuatro. Lo mejor que podemos hacer es tratar de engañarlo diciendo que no falta ninguna de las frutas, que todo fue un error do cálculo y que, por lo tanto, les debemos una disculpa. Su arroz está ya casi a punto. Podemos ofrecerles unas cuantas viandas más y, cuando tengan los platos en las manos, cerramos las puertas de golpe y así no podrán escapar. Que nuestro maestro decida después lo que hay que hacer con ellos. Es muy posible que los perdone, teniendo en cuenta que el monje Tang y él fueron grandes amigos. Pero, al menos, nosotros quedaremos libres de toda responsabilidad y nadie podrá echarnos en cara que no hemos hecho cuanto hemos podido.”
“Tienes razón” asintió Brisa Límpida.
Se regresaron con caras sonrientes al salón principal e inclinándose ante monje Tang, dijeron con ademán humilde:
“Esperamos que no os haya ofendido nuestro lenguaje vulgar y rastrero. No debíamos haberlo empleado jamás.”
“¿A qué se debe este cambio en vuestra actitud?” preguntó, sorprendido, Tripitaka.
“A que hemos cometido una grave equivocación” respondió Brisa Límpida.
“No faltaba ninguna de nuestras frutas. Lo que pasó es que nos equivocamos al contar, porque el árbol que las produce es muy frondoso y hay que tener una vista muy aguda. Precisamente venimos de echar una nueva cuenta, que ha puesto de manifiesto lo infundado de nuestras acusaciones.”
El Rey Mono comprendió, sin embargo, que estaban tratando ganar tiempo y, aunque no dijo nada, pensó:
“¡Qué forma más descarada de mentir! ¿Cómo se atreverán a decir tonterías, cuando la verdad es que no quedó ni una sola fruta? A no ser, claro está, que ese árbol tenga poderes especiales y hay recuperado su perdido esplendor antes de lo que esperaba.”
Tripitaka concluyó, volviéndose hacia sus discípulos:
“En ese caso, traed el arroz. Reanudaremos el viaje en cuanto hayamos comido.”
Bajie fue a por la cazuela, mientras el Bonzo Sha acercaba una mesa y unas sillas. Los dos jóvenes trajeron siete u ocho platos más. Después se colocaron discretamente a cada lado de la puerta. En cuanto los cuatro monjes cogieron las escudillas, los dos jóvenes cerraron la puerta de un sonoro portazo.
“¡Malditos ladrones glotones!” gritó Brisa Límpida.
“Robasteis nuestras frutas y debéis pagar por vuestro atrevimiento, no os contentáis con coméroslas, sino que, encima, tuvisteis que derribar el árbol sagrado y destrozar su raíz.”
Los dos jóvenes, mientras tanto, cerraron todas las puertas del monasterio. Sólo cuando estuvieron seguros de que nadie podía escapar, regresaron al salón principal y empezaron a insultar una vez más a los monjes, llamándoles ladrones y bandidos.
Regañó el monje Tang al Wukong:
“¿Ves lo que has conseguido? No sabes más que buscar problemas. Deberías haber previsto todo esto, a la hora de robar y comer esas dichosas frutas. Además ¿por qué tuviste que derribar el árbol? Has obrado con tal desprecio hacia las normas establecidas que, de ser llevado ante el juez, no podrías escapar al castigo ni aunque fuera tu padre el presidente del tribunal.”
Le suplicó el Rey Mono:
“No me regañéis con tanta dureza, por favor. Partiremos cuando se durmieron esta misma noche. “
“¿Cómo vamos a poder salir de aquí, si todas las puertas han sido cerradas a cal y canto?” protestó el Bonzo Sha.
Wukong replicó:
“¿Eso qué importa? Ya encontraremos una manera de hacerlo.”
Mientras hablaban, se hizo noche cerrada y la luna apareció por oriente. El Rey Mono miró entonces hacia lo alto y dijo:
“Cuando todo está en calma y la bola de cristal parece más brillante, es la hora más apropiada para escapar.”
“Deja de decir tonterías. ¿Cómo vamos a salir, si todas las puertas están cerradas?” le urgió el cerdo Bajie.
Wukong cogió la barra de hierro, realizó el acto mágico de abrir candados. Para ello no tuvo más que apuntar a las puertas con sus extremos de oro y todas las cerraduras saltaron al mismo tiempo, como si hubieran sido abiertas por una mano invisible.
“Qué maravilla! Ni un herrero podría haberlo hecho con más limpieza.” exclamó Bajie.
Sin pérdida de tiempo pidieron al maestro que montara en el caballo, mientras Bajie cargaba con el equipaje y el Bonzo Sha abría el camino con paso ligero.
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