El Peregrino tiró de las riendas y condujo al maestro al camino principal. Tras varias horas de viaje se toparon con una montaña extremadamente alta.
El monje Tang y sus tres discípulos habían iniciado ya la ascensión de la montaña. Levantaron la cabeza y vieron un grupo de altas construcciones que se confundían con el verdor de los bambúes y los pinos.
Preguntó el monje Tang:
“¿Qué clase de lugar te parece que es aquél, Wukong?”
“Debería ser un templo taoísta o un monasterio budista. Lleguémonos hasta él y descubramos algo más.” contestó el Rey Mono.
No tardaron en llegar a la puerta. Al bajar del caballo, el monje Tang vio a su izquierda una enorme laja de piedra, sobre la que se había grabado la siguiente inscripción: La Tierra Sagrada de la Montaña de la Longevidad. Caverna Celeste del Templo de las Cinco Villas.
“¡Así que se trata de un centro taoísta!” exclamó Tripitaka.
No habían transpuesto la segunda puerta, cuando les salieron al encuentro dos jóvenes de aspecto saludable tanto corporal como espiritualmente. Uno se llamaba Brisa Límpida y el otro Luna Brillante.
Con inusitado respeto se inclinaron ante los caminantes y les dijeron:
“Perdonadnos por no haber salido antes a daros la bienvenida. Sentaos, por favor.”
El maestro siguió a los dos jóvenes hasta el salón principal.
“¿Dónde está vuestro maestro?” indagó Tang Monje.
“Ha sido invitado por el Primero de Todos los Seres a asistir a una conferencia sobre El Fruto Taoísta del Origen Caótico en el Palacio Mi Le del Paraíso de la Pureza.”
Tripitaka ordenó:
“Como su maestro no está aquí, no importunemos a estos jóvenes. Lleva el caballo a pastar, mientras el Bonzo Sha se encarga del equipaje y Bajie va en busca de un poco de grano. Nosotros mismos nos encargaremos de preparar la comida. Sólo necesitamos unos cuantos pucheros y un poco de leña. Venga, cada cual a lo suyo. Yo voy a quedarme aquí descansando un poco. Proseguiremos nuestro camino en cuanto hayamos terminado de comer.”
Antes de irse, su maestro había ordenado a los dos aprendices que el Monje Tang era su amigo y que debía ser bien recibido.
Cuando no estaban presentes todos los discípulos del Monje Tang, los dos jóvenes recogieron dos frutos de ginseng y se las ofrecieron a Tripitaka, diciendo:
“El Templo de las Cinco Villas se encuentra ubicado en un paraje agreste y de difícil acceso. No son muchas, pues, las cosas de que disponemos para festejar vuestra llegada, pero, si queréis saciar vuestra sed, no hay cosa mejor que estas frutas que crecen en nuestro huerto.”
“Santo cielo!” exclamó el monje, echándose hacia atrás y temblando de pies a cabeza.
“¿Cómo es posible que practiquéis el canibalismo en un lugar tan sagrado como éste? ¿Lo único que tenéis para saciar mi sed son dos niños de apenas tres días de vida?”
Luna Brillante se acercó a él y le explicó:
“Esto que veis aquí, maestro, no son niños, sino un fruto llamado ginseng.”
Monje Tang exclamó en seguida:
“¡Qué penalidades sufrieron sus padres para traer a la vida a estas criaturas! ¡Es increíble que tratéis de convencerme de que son sólo frutas!”
Comprendiendo que no había manera de convencerle, los dos jóvenes cogieron la bandeja y la llevaron a sus aposentos. Se sentaron, pues, en las camas y empezaron a disfrutar de los dos frutos de ginseng.
Desgraciadamente, sus aposentos colindaban con la cocina, de la que sólo les separaba un muro muy fino, y podía oírse todo lo que hablaban.
Bajie estaba preparando un poco de arroz en la cocina y no pudo dejar de escuchar la conversación entre dos taoístas. El cerdo Bajie quería comer el fruto de ginseng. Así que animó a Wukong a robar.
El Peregrino se apoyó en su tronco y, levantando la vista, vio un fruto de ginseng en una de las ramas que miraban hacia el sur. Parecía, en verdad, un niño recién nacido. La brisa sacudía sin cesar sus miembros y su cabeza, otorgándole una indiscutible apariencia de vida.
“¡Qué cosa más maravillosa! Jamás había visto cosa igual.” volvió a decirse, asombrado, el Rey Mono.
De un salto, se encaramó a lo alto del árbol. El Rey Mono, hizo una especie de saco con su camisa de seda y golpeó tres frutos con el pequeño mazo de oro, que fueron a parar al fondo del tejido. Loco de contento, saltó otra vez a tierra y corrió hacia la cocina.
“¿Los has traído?” le preguntó Bajie, sonriendo.
“¿Son éstos los frutos de los que hablabas? Ha sido más fácil conseguirlos de lo que esperaba.” respondió Wukong.
Cada uno cogió el suyo. Bajie poseía un enorme apetito y una boca que superaba toda medida. No esperó, pues, ni un solo segundo y se lo tragó.
“¿Se puede saber qué es eso que estáis comiendo?” preguntó, volviéndose hacia sus dos hermanos.
“Frutos de ginseng” contestó, sorprendido, el Bonzo Sha.
“¿A qué sabe eso?” volvió a preguntar el cerdo.
“No le hagas caso, Wujing” le aconsejó el Rey Mono.
“Él ya ha comido el suyo. ¿A qué viene tanta pregunta inútil?”
“Me temo que lo he comido demasiado deprisa” confesó Bajie.
“Yo no soy tan comedido como vosotros, que os gusta saborearlo con fruición. ¿Por qué no vas y me traes otro? Te prometo que esta vez lo saborearé con cuidado.”
Wukong exclamó:
“Se ve que no tienes remedio. Estos frutos no son como el arroz o los tallarines. En diez mil años sólo han madurado unos treinta. Deberías dar gracias al cielo por haberlos podido comer. Así que deja de decir tonterías de una vez.”
Al poco tiempo los jóvenes taoístas regresaron a sus aposentos y, para su sorpresa, oyeron quejarse a Bajie de quería comer otro fruto de ginseng.
Estos dos jóvenes sacerdotes taoístas estuvieron muy enfadados. Se dirigieron al salón principal, le acusándo a Tripitaka de ladrón y de amigo de ratas. Haciendo uso de un lenguaje irrespetuoso en extremo, continuaron insultándole durante mucho tiempo. Era inevitable un enfrentamiento violento.
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