Sun Wukong cogió un poco de polvo y lo tiró hacia arriba, al tiempo que recitaba un conjuro mágico relacionado con el ocultamiento del cuerpo.
Se volvió a continuación hacia el sudoeste, llenando los pulmones de aire y sopló con todas sus fuerzas. En un abrir y cerrar de ojos se levantó un viento huracanado. Cuando el viento se cebó sobre todos los grupos de curiosos, se cubrieron la cabeza con los brazos y cerraron, desesperados, los ojos.
El Rey Mono se tornó invisible y pudo arrancar con toda facilidad el papel del bando presidencial. Se acercó a Bajie y dobló con cuidado la proclama y se la pegó en el pecho, sin que se diera cuenta.
Después se dio media vuelta y, en dos zancadas, se llegó hasta el Pabellón de Traductores.
A todos les extrañó mucho que la tormenta hubiera pasado tan deprisa, pero les sorprendió aún más que hubiera desaparecido el documento imperial.
Los eunucos y guardias reales lo buscaron, nerviosos, por todas partes. Un sudor frío les bañaba todo el cuerpo, cuando, por fin, lo vieron pegado en el pecho de Bajie.
Se lanzaron sobre él y le preguntaron:
“¿Has arrancado la proclama? Pues bien, vas a ser tú el que cure a su majestad.”
Bajie agachó la vista y vio que, en efecto, tenía pegado un trozo de papel. Lo estiró del todo y, al enterarse de su contenido, le rechinaron los dientes de rabia y exclamó furioso:
“¡Esto sólo puede ser obra de ese maldito mono!”
Dijo uno de los guardas:
“Ya que has arrancado el documento de nuestro señor, debes ser realmente, un médico famoso y que hayas dado por supuesto que tus conocimientos bastaban para devolver la salud a nuestro rey. ¡Venga, acompáñanos!”
Gritó Bajie, tratando de defenderse:
“¡No tenéis ni idea de lo ocurrido! No he sido yo el que ha arrancado el documento, sino Sun Wukong, mi hermano mayor. Si queréis llegar hasta el fondo de este lamentable asunto, por fuerza tendréis que interrogarle a él.”
“¿Adónde ha ido tu hermano mayor?” preguntó un eunuco.
Contestó Bajie:
“Supongo que, después de haberme gastado esta broma, mi hermano habrá regresado al Pabellón de Traductores de lo que salimos.”
Juntos se dirigieron hacia el pabellón, entre una barahúnda de voces y gritos.
El gentío se quedó, alborotando, a la puerta, mientras los eunucos y los guardias reales entraban en el pabellón.
Bajie se arrojó sobre Wukong, furioso, y, agarrándole de la ropa, gritó:
“¡Qué poca vergüenza la tuya! Levantas un huracán para arrancar la proclama real y pegármela sobre el pecho. ¿Te parece bonito lo que has hecho? ¡Ésa no es la forma de tratar a un hermano! No te hagas el tonto. Los guardias encargados de protegerla están aquí.”
No había acabado de decirlo, cuando se presentaron los militares y los eunucos, que dijeron, después de inclinarse respetuosamente ante él:
“Honorable Sun, no sabéis la suerte que tiene nuestro señor, al contar con vuestra presencia, pues está claro que es el Cielo el que os ha enviado. Tened, pues, la amabilidad de acompañarnos hasta el palacio, con el fin de aplicar a nuestro soberano vuestros profundos conocimientos médicos y devolverle la salud. Sabed que, si lo conseguís, recibiréis la mitad de todo este reino.”
El Rey Mono adoptó una actitud más seria y, tomando en sus manos el escrito real, preguntó:
“¿Sois vosotros los encargados de custodiar esta proclama?”
Contestaron los eunucos, echándose rostro en tierra y golpeando el suelo con la frente:
“En efecto. Vuestros humildes servidores pertenecen al Departamento de Protocolo, mientras que éstos que nos acompañan son miembros de la guardia personal del emperador.”
El Rey Mono admitió:
“Reconozco que fui yo quien arrancó esta proclama que convoca a los mejores médicos del mundo. Lo hice con el propósito de que mi hermano os condujera hasta aquí. No niego que vuestro señor se encuentre enfermo, pero, como muy bien afirma el proverbio: nadie estima las medicinas baratas ni estima a los médicos que no ha ido a buscar. Regresad al palacio y, si quiere que le cure, que venga a pedírmelo personalmente. Si lo hace, os garantizo que, con sólo extender la mano, quedará completamente sano.”
Al oírlo, todos los eunucos se quedaron estupefactos.
Dijo uno de los guardias del palacio:
“Una afirmación como ésa sólo puede ser realizada por quien realmente conoce lo que se trae entre manos. Mientras la mitad va a informar al rey de lo ocurrido, el resto nos quedaremos aquí para servirle a usted.”
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