Tripitaka y sus discípulos prosiguieron su camino, libres como el vuelo de las aves.
El tiempo transcurrió muy deprisa y de nuevo volvieron a hacerse presentes los insoportables calores del verano.
Cuando más distraídos estaban contemplando la belleza de la naturaleza, vieron surgir en la distancia una ciudad amurallada y, tirando de las riendas, Monje Tang exclamó:
“¡Mirad allí! ¿Qué clase de lugar será aquél?”
Contestó Sun Wukong:
“En todos los estandartes está escrito: el Reino Morado.”
“Ese reino debe de formar parte de la demarcación occidental. Creo que lo mejor será que entremos en él, para que nos sellen nuestros permisos de viaje.” exclamó Tripitaka, entusiasmado.
“Me parece muy bien.” opinó el Rey Mono.
No tardaron en llegar a las puertas de la ciudad. Tripitaka desmontó del caballo y traspusieron las tres puertas. Fue así como descubrieron que se trataba de una capital realmente magnífica.
Monje Tang y sus discípulos paseaban, asombrados, por sus calles, gozando de la elegancia de sus gentes, de la belleza de sus edificios y de la extraña resonancia de su lengua. De alguna forma, recordaba el lejano mundo de los Tang.
Al darse cuenta de la ridícula fealdad de Bajie, de la altura desmesurada del Bonzo Sha y del cuerpo totalmente cubierto de vello del Rey Mono, las gentes que llenaban las calles dejaron a un lado lo que estaban haciendo y se apelotonaron, curiosas, alrededor de los recién llegados. Comprendiendo que la prudencia era la mejor manera de evitar problemas, Tripitaka urgió a sus discípulos que siguieran adelante, diciendo:
“Agachad la cabeza y no hagáis ningún comentario. Al fin y al cabo, estamos en una tierra que no es la nuestra.”
Al dar la vuelta a una esquina se toparon de pronto con una mansión de tal importancia, que estaba rodeada por una pequeña muralla. Encima de la puerta había una placa en la que podía leerse, escrito con grandes caracteres: Pabellón de los Traductores.
Explicó Tripitaka:
“En todas las ciudades abiertas al mundo exterior, el Pabellón de los Traductores es el lugar en el que se reúnen las gentes llegadas de otros reinos. A esa categoría pertenecemos también nosotros. No estaría de más que entráramos a descansar un rato. En cuanto hayamos recobrado las fuerzas, iremos a ver al rey y le pediremos que nos selle nuestros documentos de viaje. De esa forma, podremos continuar nuestro viaje.”
Cuando vieron aparecer al monje Tang y a sus acompañantes, preguntó uno de los funcionarios en la mansión:
“¿Quiénes sois vosotros? ¿Se puede saber adónde vais?”
Contestó Tripitaka, juntando las manos a la altura del pecho e inclinando ligeramente el cuerpo:
“Este humilde servidor vuestro es un enviado del Gran Emperador de los Tang, en las Tierras del Este, para conseguir las escrituras del Paraíso Occidental. Al llegar a vuestro respetable reino, no hemos querido atravesarlo sin el correspondiente permiso y eso nos ha movido a buscar alojamiento en esta distinguida mansión que vos parecéis regentar. En cuanto hayamos recobrado las fuerzas, solicitaremos que nos sea sellado el documento de viaje y, de esa forma, podremos continuar nuestro camino.”
Al oírlo, los dos ministros ordenaron a los criados que dispusieran de unas cuantas habitaciones.
Se acercó un criado y dijo:
“Encontraréis cazuelas y sartenes limpias en el ala que mira hacia el poniente. Allí hay de todo. Si queréis comer algo, preparáoslo vosotros mismos.”
Se apresuró a decir Tripitaka:
“Si no os importa, me gustaría saber si el rey sigue todavía en el salón del trono.”
Contestó el criado:
“A decir verdad, hacía mucho tiempo que no se reunía con sus consejeros, pero hoy es un día favorable y los ha convocado a todos para discutir de los graves asuntos del estado. Si deseáis que os selle vuestro documento de viaje, deberéis daros prisa y no dejarlo para mañana, pues es muy probable que entonces no os reciba. Sólo el cielo conoce cuándo volverá a presentarse un día propicio.”
Concluyó Tripitaka:
“En ese caso, lo mejor será que vaya cuanto antes a verle.”
Se volvió después hacia sus discípulos y añadió:
“Vosotros quedaos aquí y preparad algo de comer. En cuanto vuelva, tomaremos algo y proseguiremos nuestro camino.”
Monje Tang, entonces, ordenó a sus acompañantes que no salieran del pabellón ni causaran ningún problema y se dirigió hacia la corte.
Sun Wukong pidió a Bonzo Sha en su retiro del Pabellón de los Traductores que preparara el té y algunos platos vegetarianos con los que acompañar el arroz.
Contestó Bonzo Sha:
“No hay ningún problema en cocinar el arroz y el té, pero me temo que no tengo ni idea de cómo hacer una comida vegetariana con todo esto.”
“¿Cómo puedes decir eso?” preguntó Wukong.
“Porque no tenemos nada de aceite, ni de sal, ni de vinagre, ni de jugo de soja.” contestó Bonzo Sha.
“Eso tiene fácil solución. Bajie y yo vamos a comprarlo ahora mismo.” replicó Wukong.
Bajie cogió un recipiente y se dirigió hacia la puerta, acompañado por Wukong.
Al torcer la torre de vigilancia, eran tantos, que apenas podían dar un paso.
El Rey Mono se abrió paso entre la multitud lo mejor que pudo, comprobando que se había congregado al pie de la torre, para leer la bando presidencial pegado en la pared.
Abriendo los ojos cuanto pudo, el Rey Mono dirigió sus pupilas diamantinas hacia el documento imperial y vio que decía:
Desde el momento mismo en que subió al trono el señor del Reino Morado, situado en el mismo corazón del Continente de Aparagodaniya, la paz se extendió hasta el último rincón del imperio y todos sus habitantes empezaron a gozar de una prosperidad como jamás se había conocido en estas tierras. Los asuntos de estado, no obstante, tomaron un giro inesperado, cuando el hombre que nos rige cayó gravemente enfermo, prolongándose su recuperación durante muchísimo más tiempo del inicialmente previsto. El consejo de médicos de nuestra muy digna nación se ha encargado en todo momento de su curación, pero los valiosísimos remedios que le ha administrado se han mostrado a la larga totalmente ineficaces. Nos hemos visto, por consiguiente, obligados a publicar este bando, convocando a cuantos tengan conocimientos médicos, sin importar su origen ni su condición social, para que pongan en práctica sus artes curativas y arranquen a nuestro señor de la postración en que tan extraña enfermedad le ha sumido. Promete, igualmente, nuestro soberano que entregará la mitad de su reino a quien consiga devolverle la salud. Éste es el motivo de hacer pública la presente proclama.
Se dijo en seguida el Rey Mono, entusiasmado:
“¿A quién le importan las comidas sabrosas? Hasta el mismo asunto de obtener las escrituras puede muy bien esperar un par de días o tres. Creo que ha llegado la hora de poner en práctica mis conocimientos médicos.”
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