Sun Wukong y las estrellas montaron a toda prisa en sus nubes y se elevaron hacia lo alto.
El monstruo recogió todos los trozos de oro, al tiempo que ordenaba formar a sus tropas en la explanada que había junto a la puerta del monasterio.
Vistió después su armadura y, cogiendo una maza con varias hileras de dientes de lobo, salió de la puerta, diciendo:
“¡El Sun Wukong ha demostrado que es un cobarde! ¡Si no lo fuera, se habría enfrentado a mí, aunque no hubiera podido resistirme ni tres asaltos!”
El Rey Mono gritó:
“¿Qué clase de monstruo eres tú, para hacerte pasar por el Patriarca Budista, enseñorearte de esta montaña y dar a este lugar el nombre de Pequeño Monasterio del Trueno?”
Contestó el monstruo:
“Así que no sabes cómo me llamo, ¿eh, mono estúpido? Eso explica por qué osaste atravesar mis dominios sin el correspondiente permiso. Por si no lo sabes, este lugar es el Pequeño Paraíso Occidental. Soy el Buda de las Cejas Amarillas, aunque la gente de estos contornos, ignorante como es, me llama el Gran Rey de las Cejas Amarillas o, también, el Santo de las Cejas Amarillas. Sabía que te dirigías hacia el Oeste y que tus poderes están por encima de los de muchos inmortales, Por eso monté la escena que a punto estuvo de engañarte. No había otra forma de atraer a tu maestro. Pero eso son cosas ya pasadas. Voy a decirte lo que estoy dispuesto a hacer. Si eres capaz de resistir mis ataques, os perdonaré a todos y dejaré vosotros continuar tu viaje. En caso contrario, acabaré con vuestras vidas, me presentaré ante Tathagata y volveré con las escrituras a la tierra de la que partisteis, para ser yo solo quien disfrute de todo el mérito.”
Replicó el Rey Mono, soltando la carcajada:
“¿Para qué seguir dándotelas de valiente? Si quieres pelear, acércate y te enseñaré a qué sabe mi barra.”
El monstruo levantó la maza de los dientes de lobo y, de esa forma, dio comienzo una de las batallas más fantásticas que jamás se haya visto.
Más de cincuenta veces midieron sus fuerzas, pero ninguna alcanzó una diferencia apreciable.
A la puerta misma del monasterio los diablillos lanzaban gritos de ánimo entre el batir de los tambores, el estridente replicar de los gongs y el ondear multicolor de los estandartes.
En el otro bando las Veintiocho Constelaciones y el resto de los sabios decidieron pasar a la acción. Tras lanzar un grito de guerra, agarraron sus armas y rodearon al monstruo.
El monstruo no dio ninguna muestra de nerviosismo. Al contrario, tomó en una mano la maza de los dientes de lobo e hizo frente con ella a los asaltantes, mientras se desataba con la otra una tira de tejido blanco, que llevaba anudada a la cintura. La lanzó hacia lo alto y, tras oírse un silbido muy penetrante, atrapó en ella al Rey Mono y a las Veintiocho Constelaciones.
Con pasmosa facilidad, se los cargó a las espaldas, como si fueran un fardo, y regresó con ellos al monasterio. La facilidad del triunfo había envalentonado a los diablillos, que no dejaban de proferir gritos de alegría.
El monstruo les ordenó traer varias docenas de cuerdas, que pasó, una y otra vez, por el atillo que llevaba al hombro. Lo hizo con tanta fuerza, que los dioses aprisionados entre la tela apenas podían respirar.
Los diablillos los llevaron a la parte posterior del monasterio y los arrojaron al suelo sin ningún respeto.
Para celebrar tan resonante victoria, el monstruo ofreció a sus súbditos un espléndido banquete, que duró hasta muy entrada la noche.
A eso de la medianoche, todo parece tranquilo.
Valiéndose de la magia de la invisibilidad, el Rey Mono encogió de tal manera el cuerpo, que pasó por entre los nudos de las cuerdas con la misma facilidad con que el sol penetra por las ventanas.
Se acercó a continuación al monje Tang y rescató al maestro primero. Tras liberar a Bajie, al Bonzo Sha, y a las Veintiocho Constelaciones, tomó al caballo de las riendas y se dirigió sigilosamente hacia la puerta.
Antes de llegar a ella, se acordó del equipaje y volvió a toda prisa sobre sus pasos. Desgraciadamente, le vio el Dragón de Oro y exclamó, despectivo:
“¿Cómo es posible que valores más las cosas que a las personas? ¿No te parece suficiente haber liberado a tu maestro? ¡No comprendo cómo puedes tener en tanta estima un vulgar equipaje!”
Respondió Sun Wukong:
“Por supuesto que las personas son importantes, pero la túnica y la escudilla de las limosnas lo son aun más. ¿No te das cuenta de que, aparte de estar hechas de oro y poseer unos bordados bellísimos, son un regalo del propio Buda? Eso sin contar con que en una de esas bolsas está el documento de viaje que nos entregó el emperador.”
Le aconsejó Bajie:
“No le hagas caso y vete a por ello, de una vez. Te esperaremos junto al camino.”
Era aproximadamente la hora de la tercera vigilia, cuando el Gran Sabio regresó al interior del monasterio, pero todas sus puertas estaban cerradas a cal y canto.
No le quedó, pues, más remedio que hacer un signo mágico con los dedos y sacudir ligeramente el cuerpo, convirtiéndose al instante en un murciélago con la cabeza puntiaguda como la de una rata y los ojos tan brillantes como ascuas.
Fue una suerte para el Rey Mono que entre las tejas y las vigas hubiera una pequeña separación, por la que no le resultó difícil meterse.
Tras dejar atrás varias puertas, llegó a la parte central del edificio, donde vio algo que brillaba de una forma extraordinaria. Su luz era completamente distinta a la que emiten las lámparas o las luciérnagas.
Detuvo su vuelo y se acercó, para ver de qué se trataba. Sorprendido, descubrió que eran las bolsas del equipaje. Pronto comprendió que, era la túnica del maestro la que emitía un fulgor tan extraordinario.
Mirándolo bien, había sido confeccionada con perlas que brillaban por la noche, piedras preciosas que respetaban la voluntad de sus dueños, perlas Mani, cuentas de cornalina, trozos de coral rojo y reliquias sagradas.
Loco de alegría, Wukong recobró la apariencia que normalmente tenía y cogió el equipaje. Sin preocuparse de mirar si las bolsas estaban atadas a la columna de la que estaban colgadas, se las cargó sobre el hombro y se dirigió hacia la puerta.
Lo hizo con tanta fuerza que la columna de madera se vino abajo, produciendo un gran estrépito que terminó despertando al monstruo, que dormía justamente en la habitación de abajo.
Wukong temió ser apresado de nuevo y, abandonando el equipaje a su suerte, montó en una nube y salió disparado por una de las ventanas.
El monstruo revolvió hasta el último rincón del monasterio, pero no encontró ni rastro del monje Tang y sus acompañantes.
Al ver que era ya casi de día, cogió su maza y salió en persecución de los evadidos, seguido de su ejército de diablillos.
No tardó en descubrir en las últimas estribaciones de la montaña a las Veintiocho Constelaciones y a los otros dioses, y gritó con voz potente:
“¿Adónde creéis que vais? ¡No es tan fácil escapar de mis garras!”
El monstruo lanzaba a sus tropas, una y otra vez, sobre las fuerzas celestes, pero no lograba conseguir una ventaja apreciable.
Lucharon sin desfallecer, hasta que el Cielo y la Tierra quedaron sumidos en la tiniebla, pero no pudieron acabar con el demonio. Aun así, continuaban peleando, cuando el sol se hundía ya por el oeste y surgía la luna por el este.
Al ver que estaba empezando a oscurecer, el monstruo lanzó un penetrante silbido y al punto se reagruparon todas sus tropas. Sacó a continuación la tira de paño blanco, pero, cuando se disponía a agitarla, el Rey Mono la vio y gritó, despavorido:
“¡Cuidado! ¡Que cada cual huya por donde pueda!”
Wukong dio un salto tan espectacular, que fue a caer en el Noveno Cielo. Los demás no comprendieron las razones para una huida tan precipitada y fueron capturados, una vez más, por el monstruo. Sólo el Rey Mono logró escapar al suplicio de las sogas.
Nada más regresar al monasterio, el monstruo ordenó, en efecto, a sus súbditos que sacaran las cuerdas y volvió a atar a los prisioneros con la misma rudeza que la vez anterior.
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