Wukong continuaba encerrado en el interior de los címbalos de oro. La oscuridad era total y hacía un calor tan asfixiante que el sudor cubrió pronto todo su cuerpo.
Trató de separarlos, empujando con sus fortísimos brazos, pero no consiguió despegarlos ni la diezmilésima parte de un milímetro.
Intrigado, cogió la barra de hierro y los golpeó como si se hubiera vuelto loco, pero no logró hacerles ni una muesca. Decidió, entonces, recurrir a la magia.
Recitó un conjuro y al instante alcanzó una altura que superaba los cuarenta metros; sin embargo, los címbalos crecieron con él y no dejaron filtrar ni un solo rayo de luz.
Volvió a hacer otro signo mágico y se redujo hasta un tamaño mucho más pequeño que una semilla de mostaza. Los címbalos se encogieron con él, tornando imposible todo intento de fuga.
El Rey Mono cogió, una vez más, la barra de hierro, exhaló sobre ella un soplo de aliento sagrado y gritó:
“¡Transfórmate!”
Al punto se convirtió en una pértiga, que se ajustó a los extremos de los címbalos. Se arrancó a continuación dos pelos de la cabeza y, tras hacer con ellos la misma operación que con la barra de hierro, los metamorfoseó en un extraño instrumento de cinco puntas, que recordaba una flor de ciruelo. Con él trató de hacer un agujero justamente en el punto en el que se apoyaba la barra de hierro.
Pero, tras intentarlo más de mil veces seguidas, no consiguió hacer en el oro ni un solo rasguño.
Era cerca de la segunda vigilia. Los diablillos acababan de recibir de manos de su señor la recompensa por haber capturado al monje Tang y estaban empezando a retirarse a sus habitaciones.
De repente, Wukong oyó una voz fuera de los címbalos, diciendo:
“Somos las Veintiocho Constelaciones y hemos venido a liberaros por orden expresa del Emperador de Jade.”
Pidió el Rey Mono, esperanzado:
“Romped inmediatamente esta prisión con vuestras armas. Me muero de ganas por salir de aquí.”
Contestaron las estrellas:
“No podemos hacerlo. Esto está hecho de metal. En cuanto lo toquemos, empezará a vibrar y el monstruo se despertará. Eso entorpecerá muchísimo nuestra misión. Vamos a tratar de hacer un agujero. En cuanto apreciéis el menor rayo de luz, escapad de esa prisión.”
“De acuerdo” respondió el Rey Mono.
Las Constelaciones echaron, entonces, mano de sus lanzas, sus espadas, sus cimitarras y sus hachas y empezaron a golpear los címbalos por todas partes. Sonó la tercera vigilia y aún seguían descargando golpes, pero las piezas de oro continuaban sin separarse. Era como si desde siempre hubieran formado un todo único.
En su interior el Rey Mono inspeccionaba, una y otra vez, sus paredes, pero no lograba apreciar el más mínimo rayo de luz. Su impaciencia le llevó, incluso, a tratar de encontrar una hendidura con las manos; sin embargo, los resultados no fueron mejores.
Le aconsejó el Dragón de Oro:
“No perdáis la confianza, Gran Sabio. He llegado a la conclusión de que estos címbalos poseen una gran adaptabilidad y conocen a la perfección el difícil arte de las metamorfosis. Mirad a ver si encontráis con las manos la línea de unión. En cuanto la hayáis hallado, trataré de hacer palanca con mi cuerpo y vos podréis salir por el resquicio que deje. Por muy pequeño que sea, vuestros poderes metamórficos os permitirán atravesarlo sin ninguna dificultad.”
Sun Wukong se puso en seguida manos a la obra. Mientras buscaba con sumo cuidado los bordes de las dos piezas, la Constelación redujo de tal forma el tamaño del cuerpo, que su cuerno apenas era mayor que la punta de una aguja. Wukong no tardó en descubrir que el punto de unión se encontraba en la parte superior de la esfera que le tenía aprisionado.
Haciendo acopio de todas sus fuerzas, la Constelación consiguió encajar el cuerno y gritó, con ánimos de recobrar el tamaño que le era habitual:
“¡Crece!”
El cuerno adquirió el grosor de un cuenco de arroz, pero, más que como un objeto metálico, los címbalos se comportaron como si estuvieran hechos de piel y carne. El cuerno del Dragón de Oro parecía estar sumido en una masa gelatinosa, en la que resultaba imposible realizar la menor presión.
Desesperado, el Rey Mono palpó el cuerno con las manos y dijo:
“Es inútil. No hay ninguna hendidura. Me temo que, si realmente estáis dispuesto a sacarme de aquí, tendréis que sufrir un poco.”
Con ayuda de su barra de hierro hizo un pequeño agujero en la punta del cuerno y, transformándose en una semilla de mostaza, se introdujo en su interior y gritó con todas sus fuerzas:
“¡Ahora! ¡Tirad del cuerno!”
La Constelación forcejeó cuanto pudo, logrando con no poca dificultad su propósito.
Estaba tan agotado, que se dejó caer al suelo, resollando como un animal de carga.
Wukong salió, entonces, de su cuerno y, tras recuperar el tamaño que normalmente tenía, descargo sobre los címbalos un tremendo golpe con la barra de hierro.
Fue como si se hubiera derrumbado una montaña de cobre o hubiera saltado por los aires una mina de oro. Lo que había sido una de las posesiones más preciadas de Buda quedó reducida al instante a diminutos fragmentos dorados.
Las Veintiocho Constelaciones se llevaron tal susto que los pelos se les pusieron de punta.
El ruido alertó también a los diablillos, que abrieron, sobresaltados, los ojos. Hasta el mismo monstruo fue arrancado de la placidez de su sueño. Era cerca del amanecer, cuando se dirigieron al salón en el que habían dejado encerrado al Rey Mono.
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