Tras arrebatar al Monje Tang, el anciano se dirigió hacia una casa de piedra, cubierta totalmente de niebla.
Tomando con inesperada dulzura la mano a Tripitaka, dijo el anciano:
“No temáis. No vamos a haceros ningún daño. Yo soy, de hecho, el Señor Ocho-y-Diez de esta Cordillera de las Zarzas. Si me he tomado la libertad de traeros hasta aquí, ha sido porque quiero que conozcáis a unos amigos míos. Hace una noche espléndida y he pensado que podíamos pasar la velada hablando de poesía.”
Monje Tang recobró en seguida la tranquilidad y miró, curioso, a su alrededor. Embriagado por aquella atmósfera, Tripitaka creyó percibir que los astros que tachonaban el cielo adquirían por momentos una luminosidad que se acercaba a la del sol.
Oyó exclamar a sus espaldas:
“¡Qué alegría! El Señor Ocho-y-Diez ha conseguido traer hasta aquí al monje sabio.”
El Tang Tripitaka levantó la cabeza y vio a tres ancianos. Cada cual vestía de una forma diferente.
Con inesperado respeto saludaron a Tripitaka, que respondió a sus inclinaciones de cabeza, diciendo:
“¿Quién soy yo para merecer tan alta consideración de inmortales tan venerables como vosotros?”
Contestó el Señor Ocho-y-Diez, sonriendo:
“Hemos oído decir que sois un maestro del Tao. Llevamos esperándoos tanto tiempo que somos nosotros los que debiéramos daros las gracias por haber aceptado nuestra invitación. ¡Si supierais cuánto hemos anhelado poder contemplar las perlas y el jade de vuestra sabiduría! Tomad asiento y charlad con nosotros, para que podamos comprender los auténticos misterios del Zen.”
“¿Puedo preguntaros cómo os llamáis?” volvió a preguntar Tripitaka, inclinando respetuosamente la cabeza.
Respondió el Señor Ocho-y-Diez:
“El de los rasgos que recuerdan la escarcha se llama Señor de la Integridad Solitaria, el del cabello verdoso responde al nombre de Maestro Superador del Vacío, y este otro de aspecto humilde es conocido como Maestro Limpiador de Nubes.”
Dijo el Limpiador de Nubes, sonriendo:
“Si es eso lo que deseáis hablar de poesía, lo mejor será que entremos en el santuario y tomemos un poco de té, ¿no os parece?”
Monje Tang levantó la vista y vio que encima del dintel de la morada de los ancianos había una losa de piedra, en la que aparecían grabadas las siguientes palabras: Santuario de los Inmortales del Bosque.
Entraron juntos y se sentaron alrededor de una mesa. Un criado les sirvió una fuente de gelatina de raíces y cinco copas de un brebaje muy aromático. Deferentemente, los ancianos se negaron a probar bocado hasta que no lo hubiera hecho Tripitaka, pero éste se negó a hacerlo, pensando que querían envenenarle. Sólo cuando vio que los cuatro ancianos han comido, se decidió a tomar dos cucharadas de la gelatina.
Después de un tiempo, entraron dos doncellas vestidas de azul con un par de lámparas de seda roja. Tras ellas apareció una joven inmortal con un ramito de albaricoque en las manos. Sin dejar de sonreír, se inclinó ante los presentes y les dio las buenas noches.
“¿A qué debemos el honor de esta visita, Inmortal del Albaricoque?” preguntaron los ancianos, levantándose para darle la bienvenida.
Respondiendo a sus saludos con una inclinación, contestó la muchacha:
“Me he enterado de que tenéis a un huésped muy distinguido y he venido a conocerle. ¿Tenéis la amabilidad de presentármele?”
Contestó el Señor Ocho-y-Diez, señalando al monje Tang:
“Es ése de ahí. No tenéis que pedirnos permiso para hablar con él.”
Tripitaka se inclinó con respeto, aunque no se atrevió a decir nada.
“Traednos el té, rápido.” ordenó la muchacha a las dos criadas.
Tras llenar las tazas, la muchacha dejó entrever ligeramente sus elegantes dedos alargados y dio de beber primero a Tripitaka. Sirvió después a los cuatro ancianos y, finalmente, tomó también ella una taza.
Cuando hubieron terminado el té, volvió a inclinarse y dijo, respetuosa:
“Si no es mucho pedir, me gustaría oír algunos de los que ha recitado aquí esta noche.”
Encantados, los cuatro ancianos repitieron al pie de la letra los versos que había cantado el Monje Tang.
Confesó la muchacha, sonriendo despreocupada:
“Mis dotes son una nimiedad comparadas con las vuestras. No debería, por tanto, exponerme a vuestra risas. Pero, puesto que he tenido el honor de escuchar unos poemas tan extraordinarios, no estaría bien que guardara para mí sola la inspiración que han despertado en mi espíritu. Voy a tratar de enlazar con el segundo poema del maestro, improvisando unos versos regulados, ¿de acuerdo?”
A continuación, la muchacha compuso también un poema.
Exclamaron los cuatro ancianos, deshaciéndose en alabanzas:
“¡Qué sensibilidad la vuestra! Vuestros versos están transidos de añoranza, particularmente ese que dice: No existen capullos más tiernos y coquetos que los míos, cuando la lluvia los humedece.”
Replicó la muchacha, sonriendo coqueta:
“Vuestras alabanzas me sumen en la zozobra. Mis versos carecen absolutamente de valor. Los del monje sabio, por el contrario, parecen producto de una mente de seda y de unos labios cubiertos de bordados. ¿Habría alguna manera de convenceros, para que me recitarais a mí sola uno de vuestros poemas?”
El monje Tang no respondió.
La muchacha parecía cada vez más dominada por la urgencia del amor. A cada palabra que pronunciaba se iba acercando cada vez más a Tripitaka.
Preguntó la muchacha con voz seductora:
“¿Se puede saber qué os ocurre? Todo el mundo se divierte en una noche como ésta. ¿A qué estáis esperando vos para empezar? ¿No comprendéis que la vida dura lo mismo que un soplo?”
El Señor Ocho-y-Diez dijo:
“¿Cómo podéis negaros a satisfacer los deseos de la Inmortal del Albaricoque? Si le negáis vuestros favores, jamás comprenderéis la alta merced que os hace.”
Añadió el Señor de la Integridad Solitaria:
“Debemos tener en cuenta que el monje sabio es una persona versada en los principios del Tao, que por nada del mundo hará algo que esté en contra de la norma establecida. No está bien que nosotros le forcemos a hacerlo. Eso supondría echar por tierra, al mismo tiempo, su fama y su virtud. ¿Cómo íbamos a perdonárnoslo después? ¡No, no! La norma es la norma. Si la Inmortal del Albaricoque se siente inclinada por él, el Maestro Limpiador de Nubes y el Señor Ocho-y-Diez deben desempeñar el oficio de casamenteras, mientras el Maestro Superador del Vacío y yo hacemos de testigos. Ésos son los pasos que han de seguirse en la conclusión de todo contrato matrimonial. ¿No es así?”
Poniéndose en pie de un salto, Tripitaka gritó, rojo de ira:
“¡Sois todos unos monstruos! Ahora comprendo que no habéis dejado de tentarme ni un solo segundo. Al principio me convencisteis para que hablara de los principios del Tao y acepté, complacido. ¡Pero esto es demasiado! ¡Os servís de la trampa de la belleza para seducirme! ¿No os parece un acto totalmente indigno?”
El temor hizo palidecer a Tripitaka, pero estaba decidido a no ceder a sus pretensiones, costara lo que costara, e hizo un gesto negativo con la cabeza.
Cuando, por fin, comenzó a clarear, se oyó una voz, que decía:
“¿Dónde estáis, maestro? Os oímos hablar, pero no conseguimos veros.”
El Monje Tang logró zafarse de los brazos que le impedían la huida y salió corriendo por la puerta, dando voces de alegría:
“¡Estoy aquí, Wukong! ¡Ven a salvarme de estos locos!”
No había acabado de decirlo, cuando, en un abrir y cerrar de ojos desaparecieron los cuatro ancianos, la muchacha y todas sus sirvientas.
“¿Cómo habéis logrado llegar hasta aquí?” le preguntaron Bajie y Bonzo Sha, sorprendidos.
Explicó Tripitaka, abrazándose al Wukong:
“¡Cuántos quebraderos de cabeza os he dado! Aunque no lo creáis, todo ha sido obra de ese anciano que se presentó ante nosotros con comida, haciéndose pasar por el espíritu protector de la cordillera. Cuando Wukong trató de golpearle, me arrebató por los aires y me trajo hasta aquí. En ningún momento me trató con brusquedad. Al contrario, me tomó de la mano y me presentó a otros tres ancianos. Todos ellos poseían una educación exquisita y una sensibilidad poética realmente extraordinaria. Hasta eso de la medianoche pasamos el tiempo recitando poemas y versos. Después se presentó una mujer bellísima con sus criadas. También ella era dueña de una envidiable vena poética, pero se encaprichó de mí y quiso desposarse conmigo. Por supuesto, rechacé de plano sus pretensiones, pero, incomprensiblemente, los ancianos se pusieron de su parte y me presionaron con todo tipo de razones. Afortunadamente vuestra llegada los ha hecho desistir de su empeño. Por cierto, no ha quedado ni rastro de ellos.”
“¿Les preguntasteis cómo se llamaban?” inquirió el Rey Mono.
Contestó Tripitaka:
“Efectivamente. El que me trajo respondía al nombre de Señor Ocho-y-Diez, aunque también era conocido como Virtud Traviesa. Por lo que respecta a los otros tres, uno se llamaba Señor de la Integridad Solitaria, el otro Maestro Superador del Vacío, y el último Maestro Limpiador de Nubes. La doncella, por su parte, decía llamarse la Inmortal del Albaricoque.”
“¿Dónde se encuentran esas criaturas?” preguntó Bajie.
“No lo sé.” contestó Tripitaka.
Guiados por el maestro, no tardaron en descubrir un pequeño acantilado, en el que había una losa de piedra con las siguientes palabras: Santuario de los Inmortales del Bosque.
“Fue exactamente aquí” dijo monje Tang.
Sun Wukong inspeccionó el sitio con más detenimiento y vio que había un enebro, un ciprés, un pino y una caña de bambú. Todos ellos eran enormes y, a juzgar por lo retorcido de sus ramas y lo rugoso de sus troncos, tan entrados en años como la tierra de la que se alimentaban. Detrás de ellos crecía un arce de un extraño color morado. No lejos del acantilado, un poco hacia el sur, se elevaba hacia el cielo un viejo albaricoquero, que proyectaba su sombra sobre un brote de ciruelo invernal y dos plantas de casia.
“¿Habéis encontrado a los monstruos?” preguntó Wukong, burlón, levantando la voz.
“Todavía no” respondió Bajie.
“¿Me creeríais si os dijera que son esos árboles de ahí?” volvió a preguntar el Rey Mono.
“¿Cómo lo has descubierto?” exclamó Bajie.
Respondió el Rey Mono:
“El pino es el Señor Ocho-y-Diez, el ciprés el Señor de la Integridad Solitaria, el enebro el Maestro Superador del Vacío, y el bambú el Maestro Limpiador de Nubes. Ni que decir tiene que la Inmortal del Albaricoque no es más que ese albaricoquero de ahí, y sus criadas, las plantas de casia y el ciruelo de invierno que crece a su sombra.”
Al oírlo, Bajie se lanzó sobre los árboles y los arrancó con ayuda del rastrillo. Un chorro de sangre brotó de las raíces, como si, en vez de plantas, se tratara de animales.
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