En la última batalla, el Rey Dragón fue engañado y asesinado. Pero Wukong y Bajie no creyeron oportuno correr tras los restos.
Wukong abogó por repetir de nuevo la misma táctica, pero Bajie no esperó que el enemigo vuelva a caer en la misma trampa.
No había terminado de decirlo, cuando vieron una extensa masa de nubes negras desplazarse a lomos de un viento fortísimo en dirección este-sur. Sorprendido, el Rey Mono aguzó cuanto pudo la vista y vio que se trataba del Honorable Sabio Er-Lang y los otros seis miembros de la Hermandad de la Montaña de los Ciruelos. Con ellos viajaba una jauría de mastines y una bandada de halcones, así como un nutrido grupo de criados portando en larguísimas pértigas los cuerpos muertos de zorros, ciervos, antílopes y otras piezas de caza. Todos ellos llevaban un arco colgando de la cintura y una espada de afiladísima hoja en la mano.
Señalando las cinéticas figuras que se movían a la velocidad del viento, Wukong dijo:
“Esos siete dioses que vuelan en el cielo son mis hermanos. Creo que deberíamos pedirles que nos ayuden a acabar con los monstruos de ahí abajo. No podremos disponer después de una oportunidad como esta.”
Contestó Bajie:
“No veo razón alguna para no hacerlo, si de verdad son tus hermanos.”
Confesó el Rey Mono:
“El problema es que el mayor de ellos, el Honorable Sabio Er-Lang, me derrotó en cierta ocasión. Así que creo que sería más apropiado que fueras y les pidieras ayuda para mí.”
Bajie montó a toda prisa en una nube y gritó con voz potente desde la cumbre de la montaña:
“¡Aminorad, por favor, la marcha de vuestros corceles y vuestros carros! El Gran Sabio, Sosia del Cielo, desea veros.”
“¿Dónde se encuentra nuestro querido hermano?” preguntó el inmortal, haciendo un gesto a sus acompañantes, para que se detuvieran.
“Os espera en el pie de esta montaña” respondió Bajie, respetuoso.
“Invitadle a venir aquí” ordenó el inmortal, volviéndose hacia sus seis acompañantes.
Los seis hermanos cabalgaron en las nubes hasta el pie de la montaña.
Y gritaron:
“¡Hermano Wukung, nuestro hermano mayor desea verte!”
El Rey Mono corrió hacia ellos y, tras saludarlos con el respeto debido, se dirigió a la cumbre, donde fue acogido por el dios Er-Lang con los brazos abiertos.
Tras las consabidas frases de saludo, el dios dijo:
“He oído decir que se os había levantado el castigo y que habíais aceptado la disciplina budista. Pronto tuviereis éxito en sus empeños y acabaréis sentándoos sobre un loto, lo cual es digno de felicitación.”
Contestó Wukong:
“Eso espero. Aunque, como acabáis de decir, se me ha levantado el castigo y me encuentro ahora de camino hacia el Oeste, aún no he logrado grandes hazañas. Antes me has hecho un gran favor y aún no te lo he devuelto. Si, de hecho, me encuentro ahora aquí, es con el fin de capturar a unos monstruos, que han robado unas reliquias sagradas a los monjes del Reino del Sacrificio. Por pura casualidad os hemos visto pasar y se me ha ocurrido que, quizás, podríais echarnos una mano. Eso si, claro está, no tenéis nada mejor que hacer y os lo permiten vuestras obligaciones.”
Respondió Er-Lang, sonriendo:
“Por supuesto que sí. Si he salido de caza, ha sido porque estaba un poco aburrido. Es todo un gesto de amistad que hayáis decidido solicitar nuestra colaboración en la empresa que ahora os traéis entre manos. Pero ¿queréis explicarme qué tipo de monstruos habitan en esta comarca?”
Dijo uno de los sabios que le acompañaban:
“Tal vez hayáis olvidado que ésta es la Montaña de las Rocas Esparcidas y que en ella se encuentra el Lago de la Ola Verdosa, en cuyas aguas mora el Rey Dragón de Todos los Espíritus.”
Er-Lang replicó, sorprendido:
“Que yo sepa ese dragón jamás ha causado el menor problema. ¿Cómo es posible que haya robado las reliquias de un monasterio?”
Sun Wukong explicó:
“Recientemente ha reclutado a un yerno, un insecto de nueve cabezas. Lo han hecho entre él y su yerno. Juntos dejaron caer sobre el Reino del Sacrificio una extraña lluvia de sangre y, de esa forma, pudieron hacerse con las cenizas sagradas que se conservaban en la torre del Monasterio de la Luz Dorada. Ese es el motivo que nos trajo hasta aquí. En nuestro primer encuentro con ese monstruo de nueve cabezas, consiguió llevarse prisionero a Bajie. Afortunadamente, le rescaté antes de que le despellejaran vivo. Eso provocó una nueva escaramuza, en la que el viejo dragón encontró la muerte. Precisamente estábamos discutiendo sobre la conveniencia de proseguir o posponer el ataque, cuando aparecisteis vos y nuestros otros respetables hermanos.”
Er-Lang contestó:
“Opino que es el mejor momento para atacar. Están desorientados y podemos acabar con todos de un plumazo.”
Bajie dijo:
“Creo que voy a sumergirme en las aguas a retar a ese monstruo.”
Le aconsejó Er-Lang:
“No te fíes demasiado de él. Hazle salir del agua y nosotros nos encargaremos de lo demás.”
“De acuerdo.” dijo Bajie, echándose a reír.
Cogió el rastrillo y se lanzó al lago. No le costó mucho trabajo llegar a la puerta del palacio. Lanzó un grito feroz y se metió en el palacio, repartiendo golpes a diestro y siniestro.
Al oírlo, el insecto cogió la espada rematada en una media luna y corrió a entablar batalla, seguido de los descendientes del Rey Dragón.
Bajie los hizo frente con el rastrillo, pero fue retrocediendo poco a poco, hasta terminar aflorando en la superficie del lago. Wukong y sus siete hermanos se abalanzaron en seguida sobre ellos.
Comprendiendo que las cosas iban peor de lo que esperaba, el yerno se dejó caer al suelo y adquirió la forma que le era habitual. Extendió a continuación las alas y se elevó hacia lo alto. Er-Lang sacó su honda de oro, cogió una pequeña bolita de plata y la lanzó contra el insecto, que se volvió, rabioso, contra él, dispuesto a propinarle un tremendo mordisco. Justamente cuando empezaba a salirle la cabeza en el centro del pecho, el pequeño mastín de Er-Lang dio un acrobático salto y se la arrancó de una dentellada. Ciego de dolor, el monstruo voló hacia los mares del norte.
Bajie se dispuso a seguirle, pero le retuvo el Rey Mono, diciendo:
“Es mejor que le dejemos tranquilo. Como muy bien aconseja el proverbio: no debe perseguirse al fugitivo desesperado. No creo que viva mucho tiempo sin la cabeza que acaba de arrancarle el mastín. Tomaré su figura y me abriré camino por las aguas. Tú persígueme hasta el palacio. No me costará mucho arrancar a la princesa el tesoro que hemos venido a buscar.”
Bajie abrió un sendero por las aguas. El Rey Mono tomó la forma del yerno de nueve cabezas y corrió al palacio. Bajie se lanzó tras él, gritando como un loco y lanzando denuestos. A la puerta misma del palacio les salió al encuentro la Princesa de Todos los Espíritus, que preguntó, preocupada, a su falso marido:
“¿Por qué estáis tan alterado?”
Wukong contestó:
“Ese Bajie acaba de derrotarme y me viene persiguiendo. Estoy al límite de mis fuerzas y no podré resistirle mucho más. Vete a esconder rápidamente los tesoros.”
La princesa fue incapaz de distinguir lo auténtico de lo falso. Terriblemente alterada corrió hacia el interior del palacio, de donde regresó con una caja de oro, que entregó al falso marido, diciendo:
“Estas son las cenizas budistas.”
En cuanto tuvo la caja en su poder, el Rey Mono se pasó la mano por el rostro y, recobrando la forma que le era habitual, dijo en tono burlón:
“¿Estáis segura de que soy vuestro marido?”
Dando un grito de sorpresa, la princesa trató de recuperar la caja, pero en ese mismo instante Bajie irrumpió en la escena y le asestó un terrible golpe en el hombro, que la hizo rodar por el suelo como una manzana podrida.
Wukong cogió entonces el tesoro y salió a la superficie, seguido de Bajie.
En cuanto hubieron llegado a la orilla, Wukong dijo al dios Er-Lang:
“No sé cómo agradeceros cuanto habéis hecho por nosotros. Hemos recuperado las reliquias.”
Replicó Er-Lang:
“No seáis tan humilde. ¿Qué hemos hecho nosotros, en definitiva? Todo ha sido obra vuestra. Si no hubierais acabado con el rey dragón y no hubierais hecho uso de vuestros poderes metamórficos, aún estaríamos peleando.”
“Puesto que nuestro hermano ha obtenido una resonante victoria, aquí ya no hacemos nada. Y así nos despedimos.” añadieron los inmortales que le acompañaban.
Wukong no se cansaba de darles las gracias. Le hubiera gustado que le acompañaran a ver al rey, pero aquellos caballeros no accedieron, sino que volvieron a su mansion.
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