A la mañana siguiente, temprano, el monje Tang y sus dos discípulos llevaron al rey los dos duendes capturados.
El rey estaba tan contento que inmediatamente ordenó que se organizara un banquete para celebrar su éxito. Pero considerando que aún no se había recuperado el tesoro, Wukong rechazó la invitación y se despidió al instante para cazar al monstruo.
Al ver al Rey Mono y a Bajie montar a lomos del viento y desaparecer entre las nubes con los dos diablillos, tanto el Señor del Reino del Sacrificio como sus súbditos, de todo rango y condición, se inclinaron ante el cielo y exclamaron, sobrecogidos:
“¡Hasta el día de hoy no habíamos creído de verdad que pudieran existir tales inmortales! ¡Son, en verdad, budas vivientes!”
Tan pronto como hubieron desaparecido Bajie y Wukong, confesó el rey a Tripitaka y a Bonzo Sha:
“Soy una persona corriente. Sabía que vuestros discípulos eran capaces de atrapar diablillos, pero jamás creí que pudieran volar por encima de las nubes a lomos del viento.”
A lomos de un viento huracanado, Wukong y Bajie no tardaron en llegar, con los dos diablillos, a las inmediaciones del Lago de la Ola Verdosa, en el corazón mismo de la Montaña de las Rocas Esparcidas.
Deteniéndose en el aire, el Rey Mono dijo con potente voz:
“Id a informar de lo ocurrido al Rey Dragón de Todos los Espíritus. Decidle que acaba de llegar el Gran Sabio, Sosia del Cielo, y que exige la inmediata devolución de las reliquias al Monasterio de la Luz Dorada, en el Reino del Sacrificio. Si se aviene a mis peticiones, salvará su vida y la de toda su familia. Si, por el contrario, se niega a ellas, secaré completamente este lago y pasaré a cuchillo a todos sus moradores.”
A pesar del dolor y de las cadenas que destrozaban sus pies y manos, los dos diablillos se sintieron felices de poder escapar con vida. Al entrar en el agua, se vieron rodeados en seguida por los espíritus de peces, gambas, cangrejos, tortugas marinas, lagartos acuáticos y toda clase de criaturas fluviales, que les preguntaron, sorprendidos:
“¿Cómo venís atados, como si fuerais malhechores?”
Comprendiendo que había ocurrido algo terrible, los curiosos los acompañaron en tropel hasta el palacio del Rey Dragón.
“¡Qué desgracia tan grande!” gritaron, desesperados, al entrar.
En aquel momento el Rey Dragón de Todos los Espíritus estaba tomando unas copas con su yerno Nueve Cabezas. Al oír el alboroto, dejó la botella a un lado y salió a toda prisa a ver qué pasaba.
Los dos diablillos informaron:
“Ayer por la noche, cuando fuimos de patrulla, tuvimos la mala fortuna de toparnos con el monje Tang y el Sun Wukong, que estaban barriendo los escalones de la pagoda. Tras arrestarnos, nos cargaron de cadenas y esta misma mañana fuimos conducidos ante el rey. Si nos han dejado marchar, ha sido con el único fin de exigiros que devolváis las reliquias al monasterio del que las tomasteis.”
Al oír el nombre del Gran Sabio, Sosia del Cielo, el Rey Dragón sintió tal pánico, que su espíritu le abandonó. Temblando, se volvió hacia Nueve Cabezas y dijo:
“¡Ay, yerno, en qué situación más comprometida nos encontramos! Ese es un contrincante demasiado poderoso para nosotros.”
El yerno replicó, sonriendo:
“Tranquilizaos, por favor. Desde mi juventud me he dedicado a la práctica de las artes marciales y he llegado a adquirir una cierta maestría en el manejo de las armas. Me he enfrentado, de hecho, con los luchadores más aguerridos de los cuatro mares. ¿Por qué iba a tener miedo de un mono? Os aseguro que después de tres asaltos agachará la cabeza, derrotado, y no se atreverá ni a mirarme a los ojos.”
Los criados le ayudaron a ponerse la armadura, mientras él echaba mano del arma que le había hecho famoso: una espada terminada en una media luna. En dos zancadas abandonó el palacio y, abriéndose camino entre las aguas, salió a la superficie con el gesto imponente.
“¿Quién es ese Gran Sabio, Sosia del Cielo, que, según dicen, acaba de llegar?” gritó, fanfarrón.
“¡Que venga aquí inmediatamente y le enseñaré a dominar la lengua!”
Se extrañó mucho de que nadie respondiera a su pregunta.
“¿Quién es ese Gran Sabio, Sosia del Cielo?” repitió, malhumorado.
Acariciando su barra de hierro, el Rey Mono contestó:
“El mismísimo Rey Mono en persona.”
Preguntó el yerno del dragón, sonriendo despectivamente:
“¿Cómo te atreves a meterte en los asuntos de los demás, si no eres más que un monje en busca de escrituras? ¿Qué te importa a ti que yo robe o deje de robar tesoros? Tú dedícate a lo tuyo. ¿A qué viene eso de querer luchar contra mí?”
Exclamó el Rey Mono:
“Aunque no yo busco el favor real, ni es él quien me da de comer. No debo contribuir a su obra. Pero, al robar las reliquias sagradas, no sólo privaste de su aura al Monasterio de la Luz Dorada, sino que trajiste la desgracia sobre los monjes que lo atienden. Los budistas son una familia, todos ellos son hermanos nuestros. ¿Cómo voy a quedarme impasible ante el sufrimiento que les ha acarreado tu incalificable conducta?”
Contestó el yerno del dragón:
“Eso quiere decir que estás dispuesto a pelear. Deberías tener presente que, como muy bien afirma el proverbio, «no existe nada más carente de sentimientos que la guerra». En el combate no hay piedad. Recapacita que, si acabo con tu vida, la misión de conseguir las escrituras va a sufrir un severo revés.”
Perdiendo la paciencia, gritó Wukong:
“¡Maldito ladrón! ¿Qué tienes que te atreves a ser tan arrogante? ¡Acércate aquí y te enseñaré a qué sabe la barra de tu abuelito!”
Tras más de treinta asaltos y de volver, una y otra vez, a la carga, ninguna de ellas consiguió una ventaja apreciable.
Bajie había estado todo ese tiempo con los brazos cruzados, esperando a que la batalla adquiriera su punto más álgido. Cuando consideró que, por fin, éste había llegado, levantó el rastrillo por encima de la cabeza y lo dejó caer con fuerza sobre la espalda del monstruo.
Ese monstruo tiene nueve cabezas y muchos ojos, y puede observar todos los lugares. Sus ojos de atrás vieron venir el golpe y, haciéndose a un lado, consiguió parar con su espada tanto el rastrillo como la barra.
Tras seis o siete asaltos más, el monstruo comprendió que no podía seguir resistiendo un ataque tan brutal. De pronto, dio un salto magnífico y se manifestó tal cual era: un insecto de nueve cabezas, increíblemente repulsivo y feroz.
Horrorizado por su visión, Bajie exclamó:
“¡Jamás había visto nada tan repelente! ¿Qué clase de animal puede formar en su seno una cosa tan asquerosa como ésa?”
“Es, en verdad, repugnante” reconoció el Rey Mono.
“Pero eso no le va a librar de los golpes de mi barra.”
Dando un salto espectacular, Wukong se elevó hacia las nubes y lanzó un golpe terrible contra las cabezas de la criatura, que extendió, majestuosa, las alas y se hizo a un lado.
Se deslizó a continuación por la ladera de la montaña y, dando un grito terrible, le salió del centro del pecho una cabeza más.
Con ella agarró al desprevenido Bajie de las cerdas y se perdió con él en las aguas del Lago de la Ola Verdosa.
En cuanto hubo entrado en el palacio del dragón, recobró la forma anterior y, arrojando a Bajie a un rincón, gritó con voz potente:
“¿Se puede saber dónde os habéis metido todos?”
Al punto apareció un auténtico enjambre de caballas, carpas y percas, acompañadas de una tortuga, un lagarto marino y otras bestias acuáticas, que respondieron a pleno pulmón:
“¡Aquí estamos, señor!”
“Coged a este monje y atadle allí” ordenó el yerno de nueve cabezas del dragón.
“Voy a vengar en él los ultrajes padecidos por los dos capitanes que envié de patrulla.”
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