Tras abandonar el Reino del Gallo Negro, los Peregrinos viajaban durante el día y descansaban por la noche.
Había transcurrido aproximadamente medio mes, cuando se toparon con una montaña tan alta que tocaba, en verdad, las nubes y oscurecía el mismísimo sol. Tripitaka se sintió tan abatido que detuvo su camino y llamó al Wukong.
“¿Has visto esa montaña enorme que se levanta ante nosotros? Es conveniente que extremes todas las precauciones, pues no me extrañaría nada que habitara en ella una criatura malvada, empeñada en impedirnos la marcha.”
Comentó el Rey Mono:
“Quizás sí. Pero no os preocupéis y seguid caminando. Tengo preparado un plan de defensa.”
A los pocos pasos de donde se hallaban vieron levantarse una nube rojiza, que se condensó a media altura y tomó la forma de una bola de fuego. Alarmado, el Rey Mono corrió hacia el monje Tang y, agarrándole de la pierna, le hizo bajar a toda prisa del caballo, al tiempo que gritaba:
“¡Deteneos! ¡Se acerca un monstruo!”
El Monstruo hizo que la luz roja se diluyera en el aire y se escondió tras un recodo rocoso que había un poco más adelante. Sacudió ligeramente el cuerpo y se convirtió en un niño de unos siete años, que colgaba, completamente desnudo, de lo alto de un pino.
“¡Socorro! ¡Auxilio!” gritaba, angustiado.
Cuanto más se adentraban en la montaña, más cerca oían los gritos de “¡Auxilio! ¡Socorro!”
“¿Quién puede gritar de esa forma en un lugar tan poco transitado como éste?” preguntó el maestro a sus discípulos.
“Continuad andando y no os preocupéis de nada. Es natural que en un paraje como éste se escuche toda clase de gritos. Sólo el Cielo conoce cuántas especies distintas de bestias habitan en estas montañas.” le urgió el Rey Mono.
El monje Tang hubo de reconocer que tenía razón. Pero apenas habían cubierto otro medio kilómetro, cuando, de nuevo, oyeron gritar a alguien:
“¡Socorro! ¡Auxilio!”
Volvió a decir el monje Tang:
“Estos gritos tienen ecos del que carecen los gritos de los monstruos. Escucha con atención y lo verás. Por fuerza tiene que tratarse de algún hombre en dificultades. Acudamos en seguida a socorrerle.”
Le aconsejó el Rey Mono:
“Es mejor que, al menos por hoy, dejéis de lado vuestra compasión. Podéis recobrar vuestra piedad, en cuanto hayamos dejado atrás esta montaña. Es mejor no hacer caso de esas cosas. Es peligroso aquí.”
De nuevo hubo de reconocer el maestro que tenía razón y espoleó el caballo.
El monstruo, por su parte, continuó pidiendo auxilio, pero nadie corrió a socorrerle. Eso le hizo pensar:
“Hace un momento el monje Tang estaba a menos de tres millas de aquí. ¿Cómo es posible que todavía no haya llegado, con el tiempo que llevo esperándole? ¿Habrán seguido otro camino? Debo cambiar inmediatamente de táctica.”
En cuanto puso el pie en el suelo, se convirtió en el mismo muchacho de antes y volvió a colgarse de lo alto de un pino. Esta vez, sin embargo, lo hizo a media milla escasa de donde se encontraba el monje Tang.
Poco después, el monje Tang oyó a alguien gritar de nuevo:
“¡Por lo que más queráis, maestro, ayudadme!”
Sorprendido, levantó los ojos el Monje Tang y vio colgando de un árbol a un niño totalmente desnudo.
Conmovido, se volvió hacia el Rey Mono y le regaño diciendo:
“¡Cuidado que eres desaprensivo! ¡En ti no existe la menor pizca de bondad! Sólo piensas en buscarme problemas y en destruir cuanta vida encuentras a tu paso. Te dije que alguien solicitaba nuestra ayuda, pero tú te empeñaste en hacerme creer que se trataba de un monstruo. ¡Mira bien! ¿Qué es eso que cuelga de ahí? ¿Una bestia o una persona?”
Sun Wukong no se atrevió a replicar.
El monje Tang se aproximó al árbol y le preguntó al monstruo:
“¿A qué familia perteneces y por qué estás ahí colgado? Si o me lo dices, me temo que no podré ayudarte.”
Arreció en su llanto y contestó con voz entrecortada:
“Al oeste de esta montaña discurre el Arroyo del Pino Seco a cuyas orillas se extiende un pueblo en el que habita mi familia. Unos ladrones atacaron a mi familia. Mataron a mi padre y robaron todas nuestras pertenencias. He estado atado aquí durante tres días. ¡Por favor, sálvame!”
Tripitaka creyó a ciegas cuanto dijo el muchacho y ordenó a Bajie que le desatara. El cerdo no pudo reconocer el niño como un demonio, así que cogió la navaja y desató al monstruo.
Sin dejar de llorar, la bestia se volvió hacia monje Tang y empezó a golpear el suelo con la frente.
Le ordenó al Rey Mono el maestro:
“Wukong, por favor, carga este niño asustado.”
El Rey Mono sonrió y accedió:
“¡De acuerdo, de acuerdo! ¡Le llevaré yo!”
Wukong comprobó que pesaba poco menos de dos kilos. Exclamó entre dientes:
“¡Cuidado que eres imprudente! Merecías que te diera muerte ahora mismo. ¿Quién te dijo que podías burlarte, así como así, de mí? ¿Acaso creíste que no iba a descubrir ese algo especial que tú posees?”
Respondió el demonio disfrazado de un niño:
“Yo procedo de una buena familia y he tenido la mala fortuna de toparme con la más insufrible de las desgracias. ¿Qué queréis decir con eso de algo especial?”
Replicó el Rey Mono:
“¿Cómo es que tienes un cuerpo tan ligero?”
“Sólo tengo siete años” se defendió el monstruo.
Calculó el Rey Mono:
“Aunque únicamente hubieras engordado medio kilo al año, ahora deberías pesar tres kilos y medio y la verdad es que apenas llegas a la mitad.”
Explicó el monstruo:
“¿Yo qué sé? Posiblemente no tomara suficiente leche, cuando era pequeño.”
Mientras el Rey Mono caminaba con el monstruo a sus espaldas, empezó a planear matarlo.
El monstruo se percató en seguida de lo que estaba pensando el Rey Mono y decidió valerse de la magia. Aspiró cuatro bocanadas de aire, una de cada punto cardinal, y las expulsó sobre el cogote del mono. Al punto, el Rey Mono sintió como si le hubieran puesto encima un peso superior a los diez mil kilos.
El monstruo liberándose de aquel cuerpo, se elevó por los aires. Pronto, se levantó un viento huracanado, que arrastraba las rocas y lanzaba contra las nubes toneladas de arena y polvo.
Tripitaka apenas podía mantenerse a lomos del caballo. Bajie lo vio tambalearse peligrosamente en lo alto de la grupa, pero hubo de cerrar los ojos casi inmediatamente, para defenderlos de los embates de la arena. Otro tanto hizo el Bonzo Sha. Sólo Sun Wukong comprendió que se trataba de alguna artimaña del monstruo. Pero, cuando llegó al lado de su maestro, la bestia se lo había llevado ya montaña adelante.
El monje Tang había desaparecido, sin dejar el menor rastro.
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