Cuando sonó la primera vigilia, el Rey Mono no se había dormido todavía.
Se llegó hasta el lecho de Bajie y le gritó al oído:
“¡Despiértate, de una vez!”
El Piggy estaba rendido de fatiga. Era, además, de esos hombres que en cuanto colocan la cabeza sobre la almohada, no hay quien los despierte. Al Peregrino no le quedó, pues, otro remedio que agarrarle de las orejas y tirarle de los pelos sin ninguna consideración.
Bajie dejó por fin de roncar y, abriendo los ojos, se quejó a gritos:
“¡Déjate de juegos y vete a dormir de una vez! ¿No te das cuenta de que mañana tenemos que proseguir nuestro viaje?”
Replicó el Rey Mono:
“Nadie está jugando. Es preciso que te levantes. Hay un asunto que debemos solucionar sin pérdida de tiempo.”
“¿De qué se trata?” preguntó Bajie.
Mintió Wukong:
“Es lo mismo. Te lo voy a decir yo. Simplemente me confió que el monstruo posee un tesoro muy poderoso. Cuando mañana entremos en la ciudad, por fuerza tendremos que medir nuestras armas con las de esa bestia. Pero, si se le ocurre sacar el tesoro ese, no podremos hacer absolutamente nada y sufriremos una ignominiosa derrota. He pensado, por tanto que, sería conveniente que hiciéramos algo antes del combate. Ya me entiendes. No estaría de más que esa maravilla pasara a nuestro poder.”
Se quejó Bajie:
“¿Estás sugiriendo que me convierta en un ladrón? En fin, tú ganas. Sin embargo, quiero dejar bien clara una cosa. Después de habernos hecho con el tesoro y haber derrotado a la bestia no quiero que empecemos a discutir sobre quién se queda con él. Exijo que sea para mí solo. ¿De acuerdo?”
“De acuerdo” convino el Rey Mono.
“Por mí no hay inconveniente en que te quedes con él. A mí sólo me interesa la fama, no los tesoros.”
Bajie se puso tan contento que no dudó en lanzarse de la cama. Se vistió a toda prisa y salió detrás del Rey Mono.
Bajie y Wukong abrieron con cuidado la puerta y montaron a continuación en las nubes y se dirigieron hacia la ciudad.
No tardaron mucho en llegar a ella. Era justamente la hora de la segunda vigilia, cuando pusieron sus pies en el palacio. El Rey Mono levantó la cabeza y dijo:
“¿Has oído? Acaban de dar la segunda.”
Confirmó Bajie:
“Así es. Todo el mundo duerme a pierna suelta.”
Buscaron con cuidado el camino que conducía a los jardines imperiales y no pasó mucho tiempo antes de que dieran con él.
En la puerta aparecían escritos tres caracteres: El Jardín Imperial.
No olvidó el Rey Mono en ningún momento el sueño del monje Tang y, así, recordó que el pozo se encontraba bajo un llantén. No tardó en hallarlo.
Urgió Wukong a Bajie:
“Pongámonos manos a la obra. El tesoro está enterrado justamente debajo de este llantén.”
Bajie levantó el tridente con las dos manos y, de un solo golpe, arrancó el solitario llantén. Se topó con una losa de piedra y exclamó, entusiasmado:
“¡Qué suerte la nuestra! Creo que he dado con el tesoro. ¿Qué otra cosa puede haber bajo esta enorme laja?”
“¿Por qué no levantas la piedra y lo ves?” sugirió Wukong.
En cuanto hubo removido la losa, surgieron del interior unos rayos extraordinariamente luminosos, que le hicieron exclamar, de nuevo:
“¡Menuda suerte! ¡Este tesoro brilla como si fuera de oro!”
Pero miró más detenidamente, comprobó Bajie que lo que él creía brillar era el reflejo de las estrellas y la luna en el agua de un pozo.
Dijo, visiblemente desanimado:
“Que es un pozo. Si me lo hubieras dicho en el monasterio, habría traído las cuerdas. Es prácticamente imposible descender por un muro como éste. ¿Cómo voy a hacerlo con las manos vacías?”
Wukong cogió la barra de los extremos dorados y, agarrándola por las puntas, exclamó:
“¡Alárgate!” y al instante adquirió una longitud de más de 20 metros.
Se volvió a Bajie y añadió:
“Agárrate a uno de los extremos y te iré bajando poco a poco.”
Convino Bajie:
“De acuerdo, pero detente cuando llegue a la altura del agua.”
“Estáte tranquilo” dijo el Rey Mono.
Bajie agarró un extremo de la barra, mientras el Rey Mono le iba bajando con cuidado al interior del pozo. Bajie no tardó en alcanzar el agua.
“¿Has encontrado ya el tesoro?” gritó Wukong desde arriba.
Comentó Bajie:
“No. Aquí sólo hay agua.”
Explicó Wukong:
“Debe de haberse hundido. ¿Por qué no buceas un poco y miras a ver si lo encuentras?”
El cerdo estaba familiarizado con la naturaleza del agua e inmediatamente hizo lo que se le aconsejaba. Sin embargo, aquel pozo era extremadamente profundo. Volvió a sumergirse una segunda vez y, al abrir los ojos, vio un edificio tan alto como una torre, en el que aparecían escritas estas tres palabras: Palacio de Cristal de Agua.
Se dijo el cerdo, desalentado:
“¡Vaya! Me he equivocado de camino y, sin darme cuenta, he venido a parar nada menos que al océano. ¿En qué otro lugar puede existir un Palacio de Cristal de Agua? A no ser, claro está, que haya uno en este pozo, lo cual me parece bastante improbable.”
El Rey Dragón salió a la puerta del palacio seguido de todos los suyos y, levantando la voz, dijo:
“Hacednos el honor de aceptar nuestra hospitalidad, Mariscal de los Juncales Celestes.”
Exclamó Bajie para sí:
“¡Menos mal! Por lo que se ve, los de aquí son amigos.”
Dijo entonces el Rey Dragón:
“He oído comentar, mi querido mariscal que escapasteis a la sentencia de muerte gracias a vuestra decisión de abrazar la fe budista y a vuestro compromiso de acompañar al monje Tang al Paraíso Occidental con el fin de obtener las escrituras sagradas. ¿Puedo preguntaros qué os ha traído hasta aquí?”
Contestó Bajie:
“Estaba a punto de decíroslo. Sun Wukong, mi hermano, deseaba, en primer lugar, transmitiros su más respetuoso saludo, y, en segundo, pediros que le hicierais entrega de cierto tesoro que tenéis aquí escondido.”
Respondió el Rey Dragón:
“Os aseguro que yo no tengo ningún tesoro. Hay uno que apenas podría considerarse un tesoro, simplemente no puedes sacarlo. Si queréis, podéis comprobarlo vos mismo.”
Concluyó el cerdo:
“De acuerdo. No esperaba menos de vos.”
El Rey Dragón se dirigió hacia el interior del palacio, seguido del cerdo. Después de dejar atrás el Palacio de Cristal de Agua, se adentraron en un pasillo larguísimo, en el que yacía un cadáver que debía medir alrededor de seis pies.
Dijo el Rey Dragón, señalándole con la mano:
“Este es el único tesoro que tenemos aquí.”
Bajie se acercó a él y comprobó que se trataba de un rey muerto.
“Esto no es ningún tesoro. Me extraña sobremanera que consideréis como un tesoro algo que carece absolutamente de valor.”
Afirmó el Rey dragón:
“Se ve que no estáis al tanto de lo que aquí ha ocurrido. Este, de hecho, es el cadáver del Señor del Reino del Gallo Negro. Estoy seguro de que, si se lo lleváis al Gran Sabio, que, por cierto, está muy interesado en su vuelta a la vida, conseguiréis algo más que un tesoro, pues, en cuanto resucite, os colmará de riquezas y honores.”
Preguntó Bajie:
“En ese caso, cargaré con él. Pero ¿cuánto me pagas?”
Respondió el Rey Dragón:
“Me temo que yo no. No tengo dinero.”
Se quejó Bajie:
“¿Te refieres a contratar a alguien sin pagarle? ¡Si no hay dinero, renunciaré! “
Concluyó el Rey Dragón:
“Si no estáis dispuesto a cargar con él, lo mejor que podéis hacer es marcharos de aquí.”
Bajie así lo hizo.
Pese a todo, el Rey Dragón ordenó a dos de sus súbditos que cogieran el cadáver y lo arrojaran fuera del Palacio de Cristal de Agua.
Bajie miró para atrás, pero le fue imposible ver la puerta del Palacio de Cristal de Agua.
Gritó Bajie con todas sus fuerzas:
“¡Baja la barra de hierro y sálvame!”
“¿Has dado con el tesoro?” preguntó Wukong.
Contestó Bajie:
“No hay ninguno aquí abajo. El Rey Dragón que habita en este pozo me pidió que sacara a un muerto de las aguas, cosa a la que me negué de plano. Por lo que más quieras, sácame de aquí cuanto antes.”
Confesó el Rey Mono:
“Ese muerto del que hablas es, precisamente, el tesoro en el que yo estaba interesado. ¿Por qué no lo subes aquí?”
“¡Cómo que por qué! Este hombre debe de llevar muerto muchísimo tiempo. ¡No me atrevo a cargar con él!” protestó Bajie.
“Si no lo llevas, me iré solo y te dejaré en el pozo.” concluyó Wukong.
Bramó el cerdo:
“¡Espera un minuto! ¿Cómo voy a poder salir de aquí, si tú no me ayudas? Apelo a tus sentimientos fraternos. Por mi parte, estoy dispuesto a cargar con este muerto.”
El Rey Mono miró dentro del pozo y vio que, en efecto, el cadáver del rey descansaba sobre sus espaldas. Sólo entonces se avino a meter la barra en el agua.
En cuanto hubieron salido del jardín, el Rey Mono hizo con los dedos un gesto mágico, recitó un conjuro y, volviéndose hacia el sudoeste, hinchó los pulmones de aire. Al expelerlo con todas sus fuerzas, se levantó un viento huracanado, que transportó a Bajie fuera del palacio. No tardaron tampoco en dejar atrás la ciudad.
Aunque no decía nada, el cerdo estaba furioso y no hacía más que pensar la forma de vengarse del Rey Mono.
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