El monje Tang fue transformado en tigre por el monstruo que lanzó un hechizo.
Ahora todos en el palacio empezaron a esparcir el rumor de que el monje Tang era un espíritu tigre.
El rey ordenó entonces al encargado de organizar las fiestas de la corte que preparara un espléndido banquete para agradecer a su yerno que le hubiera salvado de las garras del falso monje.
Por la noche, cuando todos los oficiales hubieron abandonado la corte, el monstruo pasó al Salón de la Paz de Plata, donde fue agasajado por las dieciocho damas más jóvenes y atractivas de todo el palacio. Las muchachas cantaron y bailaron sin desfallecer para él, y le sirvieron licores y vinos.
A la hora de la segunda vigilia la embriaguez se apoderó de su cuerpo y se mostró incapaz de seguir adelante con el engaño. De un salto se puso de pie, lanzó una escalofriante risa y adquirió el aspecto que le era habitual.
Eso hizo que renacieran en él sus antiguos instintos y, agarrando con su enorme mano a una de las muchachas, le arrancó la cabeza de cuajo. Las otras diecisiete estaban tan aterradas que huyeron como locas a esconderse donde buenamente pudieron.
El rumor de que el monje Tang era un monstruo no tardó en llegar a la casa de postas. Estaba totalmente vacía, a excepción del caballo blanco. Al oír comentar a la gente que su dueño era un tigre, se dijo, alarmado:
“No me cabe la menor duda de que ese monstruo le ha convertido en un tigre. ¿Qué podría hacer? Sun Wukong hace mucho que se marchó y no sé qué ha sido del Bonzo Sha ni de Bajie.”
Incapaz de contener por más tiempo su impaciencia, se arranco las riendas de un mordisco y se sacudió de encima la silla de montar. Tras adoptar, una vez más, la forma de dragón, montó en una nube y se elevó hacia lo alto.
Desde lo alto el joven Príncipe Dragón vio que el Salón de la Paz de Plata estaba profusamente iluminado. Tras saltar de la nube, el dragón miró con cuidado y vio al monstruo sentado en la cabecera de la mesa, hartándose de vino y de carne humana.
El dragón sacudió ligeramente el cuerpo y al instante se convirtió en una doncella de fina figura y atractiva apariencia. Se dirigió hacia donde estaba el demonio e, inclinándose ante él, dijo con inesperado respeto:
“No me hagáis ningún daño, por favor. Sólo he venido a serviros un poco de vino.”
Preguntó el monstruo:
“¿Sabes cantar?”
“Un poco,” contestó el dragón y al instante empezó a interpretar una melodía cargada de ternura.
El monstruo volvió a preguntarle, complacido:
“¿Sabes bailar?”
“Me temo que sólo un poco” contestó el dragón.
El monstruo se quitó la espada que llevaba a la cintura y, sacándola de la vaina, se la ofreció al dragón.
La falsa muchacha la cogió con cuidado y empezó a bailar delante de la mesa. Su técnica era francamente admirable. Con inusitada maestría movió el arma a derecha e izquierda y arriba y abajo, creando complicadísimos movimientos. Cuando pensó que el monstruo estaba totalmente mareado, se volvió contra él y le lanzó un golpe mortal. La bestia logró hacerse a tiempo a un lado.
El dragón recobró la forma que le era habitual y, abandonando el Salón de la Paz de Plata, se elevó por los aires, donde se enzarzó con la bestia en un estremecedor y singular combate. La oscuridad era total, pero eso no impidió que la lucha alcanzara cotas raramente conseguidas.
Tras medir sus fuerzas durante ocho o nueve asaltos seguidos en las nubes, el dragón empezó a sentir cansado. El monstruo era extremadamente fuerte y poderoso. Sabiendo que no tenía nada que hacer, el dragón lanzó contra su adversario la espada como si se tratara de una lanza. La bestia levantando una mano, la agarró, al tiempo que soltaba el candelabro. El dragón no pudo hacerse a un lado a tiempo y el candelabro le golpeó en una de sus patas traseras. Se dejó caer de las nubes a toda prisa, yendo a parar al foso del palacio imperial, salvando, de esta forma, la vida. El monstruo trató de darle caza, pero él se hundió en el agua y se hizo invisible.
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