Rey Mono enseñó a los soldados monos a utilizar diversas armas con gran diligencia.
Un día, el Rey Mono estaba enseñando a los monos a utilizar la cimitarra grande.
Como resultado de la fuerza excesiva, de repente, la gran cimitarra se partió en dos. El rey mono estaba muy decepcionado.
Los cuatro monos ancianos se acercaron a él y le dijeron:
“Vos sois un sabio celeste y es natural que no encontréis de vuestro agrado las armas de la tierra. El agua que discurre bajo este puente de hierro va a desembocar directamente en el Palacio del Dragón del Océano Oriental. Tened por seguro que el viejo dragón allí os proporcionaría el arma que necesitáis.”
Hizo el signo mágico con los dedos y se lanzó a la corriente del río, que se abrió como una puerta ante él. De esta forma, no le fue difícil llegar hasta el mismísimo fondo del Océano Oriental.
Pronto el Rey Mono llegó al Palacio del Dragón del Océano Oriental.
Ao Guang, el Rey Dragón del Océano Oriental, salió a dar la bienvenida a huésped tan ilustre, acompañado por incontables hijos y nietos de dragones de la más alta estirpe, una cohorte de gambas-soldado y lo más selecto de sus generales-cangrejo.
Wukong dijo:
“Últimamente he estado adiestrando militarmente a mis súbditos con el fin de proteger la montaña que habitamos, pero desgraciadamente no he podido encontrar un arma apropiada para mí. Ha llegado, sin embargo, hasta mis oídos que mi honorable vecino, que lleva viviendo en este palacio de jade verde y pórticos de nácar desde tiempo inmemorial, por fuerza ha de poseer alguna arma celeste de sobra. Precisamente me he tomado la libertad de molestaros, para ver si eso es cierto o no.”
El Rey Mono probó varias armas sin encontrar ninguna satisfactoria. El Rey Dragón empezó a impacientarse.
“¡Pero inmortal!” protestó el Rey Dragón, desconcertado. “Os digo que aquí no tengo más armas.“
“¡Vamos, vamos!” insistió Wukong, “Haced el favor de buscarme otra cosa distinta!”
Obligada a ello, la madre dragón mencionó el Hierro Divino al Rey dragón.
“En el tesoro de nuestro océano hay una pieza de hierro mágico que marca la profundidad del Río Celeste. “ dijo el Rey Dragón.
Condujo el Rey Mono al corazón mismo del tesoro del océano, donde vieron el cegador resplandor de mil rayos de luz dorada.
“Ahí la tenéis,” dijo el Rey Dragón, “Es eso que reluce como el mismísimo sol.”
Ilusionado, Wukong se arremangó las ropas y fue directamente a tocarla. Pudo comprobar, así, que se trataba de una barra de hierro de más de veinte pies de largo y tan gruesa como una cuba. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, la levantó con las dos manos y dijo:
“Es demasiado larga y un poco gruesa. Si fuera un poquitito más delgada y algo más corta, sería, francamente, ideal para mi propósito.”
No había acabado de decirlo, cuando la barra se redujo por sí misma unos cuantos pies y se tornó misteriosamente más fina.
“Un poco más resultaría ideal,” volvió a decir Wukong, pasándosela de una mano a otra.
La barra se doblegó, una vez más, a sus deseos. Visiblemente complacido, Wukong la sacó del tesoro del océano y se puso a examinarla detenidamente. De esta forma, descubrió que estaba hecha de hierro puro y negro y que sus dos extremos eran de oro sin mácula. En uno de ellos precisamente había sido grabada la siguiente inscripción: “La complaciente barra de las puntas de oro. Peso: trece mil quinientos kilos”.
“Esto sin duda alguna quiere decir,” pensó Wukong, loco de alegría “que la barra es capaz de satisfacer todos mis deseos.”
— Viaje al Oeste, Capítulo 3
Finalmente, el Rey Mono encontró el arma que le satisfacía.
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