En Jambudvipa, el Rey Mono pasó ocho o nueve años, pero nunca encontró a los inmotales. Finalmente, llegó hasta el extremo opuesto del continente.
Sin pérdida de tiempo construyó una nueva balsa, similar a la que había usado en su anterior periplo, y se lanzó, ilusionado, a las aguas. Tras mucho tiempo de penosa navegación, arribó, por fin, a Aparagodaniya.
Tras una larga visita a la orilla, descubrió una impresionante montaña. La montaña era como si formara parte del cuerpo de un gigantesco dragón. Por fuerza tenía que ser la escondida residencia de algún ser eminente.
El Rey Mono escuchó el sonido de la tala de árboles y el canto del leñador. Estaba muy contento, pensando que había encontrado al inmortal que buscaba. El leñador lo negó, pero le indicó el camino hacia el templo del inmortal.
—Está muy cerca de aquí —explicó el leñador—. El frondoso lugar en que nos encontramos es conocido como la Montaña del Corazón y la Mente. En ella hay una cueva llamada de las Tres Estrellas y la Luna Menguante, dentro de la cual habita un inmortal que responde al nombre de venerable Subodhi.
— Viaje al Oeste, Capítulo 1
Subhuti ya había previsto la llegada del Rey Mono. Envió a un niño inmortal para abrir la puerta y recibir al Rey Mono.
En cuanto el mono le vio, se echó inmediatamente rostro en tierra y, sin dejar de golpear el suelo con la frente, dijo:
“Maestro, Maestro. He viajado durante más de 10 años para llegar aquí. Quiero ser su estudiante, por favor.”
Después de aprender más sobre el mono, Subhuti lo tomó como discípulo.
Le enseñaran a humedecer con agua la tierra y el polvo, a hablar con propiedad y a comportarse con la cortesía exigida en un lugar como aquél. A la mañana siguiente empezó a aprender las artes del lenguaje y la etiqueta, a memorizar escritos sagrados, a discutir sobre aspectos doctrinales, a practicar caligrafía y a quemar incienso.
Cuando se lo permitían sus obligaciones, barría los suelos, limpiaba de maleza el jardín, plantaba flores, podaba árboles, recogía madera, hacía fuego, iba en busca de agua y servía de beber a quienes con él vivían.
Sun Wukong a menudo practicaba artes marciales con sus hermanos mayores. Era muy talentoso y también muy trabajador. Pronto, sus habilidades marciales superaron a las de sus hermanos mayores.
“Wukong, ¿cuánto tiempo has estado aquí?” preguntó Subhuti.
“Maestro, llevo aquí siete años.” Wukong respondió
“¿Qué te gustaría aprender de mí?”, preguntó Subhuti.
Wukong se encogió de hombros. “No lo sé. Dime tú lo que debería aprender”.
“Bueno”, dijo Subhuti, “puedo enseñarte a predecir el futuro. ¿Te gustaría?”
“Tal vez”, dijo Wukong. “¿Me hará vivir para siempre?”
“Por supuesto que no”, dijo Subhuti.
“Entonces olvídalo”, dijo Wukong. “Enséñame otra cosa”.
“Hmm”, dijo Subhuti. “¿Qué tal unos ejercicios de respiración mágica?”
“¿Me harán vivir para siempre?”, preguntó Wukong.
“No”, dijo Subhuti, frunciendo el ceño.
“Entonces no me interesa”, dijo Wukong.
Subhuti se enfadó. Se levantó y golpeó a Wukong en la cabeza tres veces. Luego salió de la habitación. Subhuti le había dado un mensaje secreto. Pero ninguno de los otros estudiantes lo sabía.
Esa noche, cuando los demás estudiantes se fueron a la cama, Wukong permaneció despierto. A medianoche, recorrió en silencio el oscuro templo. Entró en la habitación de Subhuti. Y Subhuti susurró al oído de Wukong oraciones, así como fórmulas secretas sobre el universo y la naturaleza. Ahora Wukong sabía cómo vivir para siempre.
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