Poco a poco, Wukong empezó a servirse de la mente para cuestionar la razón y se dijo:
“¡Todo esto tiene que ser culpa de Tathagata! ¡Se pasa el día sentado cómodamente en su paraíso de la suprema felicidad, sin hacer otra cosa que complacerse en sus tres cestas llenas de escrituras! Si realmente se preocupara de la expansión de la verdad, debería haber llevado personalmente esas escrituras a las Tierras del Este. ¿No hubiera constituido eso mismo un motivo más de gloria? Pero no. No estaba dispuesto a separarse de ellas así como así y se le ocurrió pedirnos que fuéramos nosotros a por ellas. ¿Quién iba a esperar que, después de las penalidades que ha pasado, dejando atrás montes a cual más alto, el maestro iba a terminar su vida en un lugar tan miserable como éste? ¡Está bien! Creo que ha llegado el momento de ir a visitar a Tathagata y discutir con él de todas estas cosas. Si accede a entregarme las escrituras para que las lleve conmigo a las Tierras del Este, querrá decir, en primer lugar, que hemos propagado la virtud por doquier y, en segundo lugar, que hemos cumplido lo que en su día prometimos. Ahora bien, si se niega a confiármelas, le pediré que recite el conjuro que él ya sabe y me libere, de una vez, de esta corona que llevo incrustada en la cabeza. Se la devolveré y regresaré a mi caverna a llevar la vida de despreocupación que me daba, cuando era rey.”
De un salto, se elevó hacia lo alto y se dirigió directamente hacia la India. Al cabo de media hora avistó la Montaña del Espíritu, tomando tierra exactamente en la Cumbre del Buitre, y siendo recibido por los Cuatro Protectores Diamantinos.
Wukong fue conducido hasta el salón de los lotos por los propios arhats. Al ver a Tathagata, se echó rostro en tierra y las lágrimas empezaron a correr, copiosas, por sus mejillas.
Preguntó Tathagata:
“¿A qué vienen esas lágrimas, Wukong?”
Contestó el Rey Mono con inesperado respeto:
“En virtud de las enseñanzas que habéis tenido a bien confiarme, este humilde discípulo vuestro se atreve a posar su indigno pie en vuestros sagrados dominios. Después de abrazar con una sinceridad total vuestros principios, acepté de buena gana ser el protector del monje Tang, al que respeté como maestro y con el que he pasado toda clase de sacrificios y privaciones. Al llegar a la Ciudad del Camello-León, enclavada en la montaña del mismo nombre, tres demonios, que no son en realidad, más que un león, un elefante y un águila, cometieron la osadía de capturar a mi maestro. Incluso yo caí en sus manos, siendo arrojado, en compañía de mis hermanos, al interior de una cazuela, donde padecimos el suplicio del fuego y el agua. Afortunadamente conseguí escapar y solicité la ayuda del Rey Dragón, que aceptó gustoso colaborar en nuestra empresa. Aquella misma noche el maestro se vio libre, pero la estrella de la desgracia no quiso abandonarnos y volvimos a caer en poder de esas bestias. Al amanecer, me introduje de incógnito en la ciudad, con el fin de rescatar, de una vez por todas, a mis hermanos, pero lo único que descubrí fue que los demonios habían devorado a mi maestro por la noche. Encontraron tan sabrosa su carne, que no dejaron ni un hueso como muestra. Wuneng y Wujing, mis dos hermanos, siguen atados a unas columnas y me figuro que no tardarán mucho en perder también la vida. Ante tanta desgracia no me ha quedado más remedio que venir a suplicaros que recitéis un conjuro, para que se me desprenda de la cabeza esta corona que llevo incrustada en la carne. Es vuestra y deseo devolvérosla, antes de regresar a la Montaña de las Flores y Frutos a reanudar la vida de holganza que antes llevaba.”
No había acabado de decirlo, cuando las lágrimas anegaron sus ojos y los sollozos agitaron su pecho.
Se volvió a continuación hacia Ananda y Kasyapa y les ordenó:
“Montad cada uno en una nube e id a la Montaña de los Cinco Estrados y al Monte E Mei. Decid a Manjusri y a Visvabhadra que vengan inmediatamente a verme.”
Los dos honorables se aprestaron a cumplir sin demora sus deseos.
Le aconsejó Tathagata a Wukong:
“No estés tan triste, por favor, Wukong. La razón de que te sientas tan apenado es porque, a pesar de tus extraordinarios poderes mágicos, no has podido derrotar a esos demonios.”
Admitió el Rey Mono, arrodillándose ante Buda:
“He de reconocer que nunca había sido derrotado hasta ahora.”
Insistió Tathagata:
“Deja de atormentarte. Conozco bien a ese demonio. Me temo que sólo yo soy capaz de atraparle.”
Suplicó Wukong, tocando repetidamente el suelo con la frente:
“En ese caso, venid inmediatamente conmigo.”

Tathagata descendió del trono de loto y se dirigió hacia la puerta del monasterio, seguido por su corte de budas. Allí se encontraron con Ananda y Kasyapa, que venían con Manjusri y Visvabhadra. Los dos bodhisattvas se inclinaron respetuosamente ante Tathagata, que les preguntó sin ningún cumplido:
“¿Cuánto tiempo hace que faltan vuestras bestias de carga de su montaña?”
Contestó Manjusri:
“Siete días.”
Recapacitó Tathagata:
“Siete días en la montaña, mil años en la tierra. Me pregunto a cuántos habrán matado en todo ese tiempo. Es preciso que los atéis en seguida. Venid conmigo, por favor.”
Cada uno de los bodhisattvas se colocó a un lado de Tathagata y se elevaron por los aires.
No tardaron en avistar la ciudad y Wukong exclamó, señalándola con el dedo:
“Ese es el Reino del Camello-León que está envuelto en neblina oscura.”
Le ordenó Tathagata:
“Baja tú primero y reta a esos monstruos. Pero recuerda que no debes vencerlos. Atráelos hacia aquí y yo me encargaré de derrotarlos.”
Wukong descendió de la nube en la que viajaba, yendo a aterrizar en las murallas, gritó:
“¡Monstruos malditos, salid en seguida a pelear con el Mono!”
Los diablillos que se encontraban en la muralla cedieron al pánico y corrieron a informar a sus soberanos, diciendo:
“Sun Wukong os está retando ahí fuera.”
Reflexionó en voz alta el demonio de mayor edad:
“Ese mono lleva dos días sin presentarse por aquí. ¿Habrá ido en busca de ayuda para acabar con nosotros?”
Replicó el tercer demonio:
“No tengas miedo. Iremos todos a echar un vistazo.”
Cogiendo cada uno sus armas, los tres demonios se dirigieron hacia el Rey Mono. Al verle, se lanzaron sobre él, sin mediar ninguna palabra.
Wukong les hizo frente con la barra de hierro, resistiéndoles durante siete u ocho asaltos. Después hizo como si le flaquearan las fuerzas y huyera, derrotado.
Gritaron los monstruos:
“¿Adónde crees que vas?”
Wukong se elevó de un salto por los aires. Los tres demonios le siguieron inmediatamente, montados en sus nubes. Wukong se lanzó directamente sobre el resplandor que rodeaba al Patriarca Budista y se desvaneció a los ojos de sus perseguidores.
Lo que surgió de improviso ante ellos fueron los Budas, rodeado de los quinientos arhats y de los tres mil protectores, que formaban como una especie de corona a su alrededor.
Los tres demonios sintieron que el cerco era tan estrecho, que no podría escapar de él ni una gota de agua.
Dijo el demonio mayor:
“Las cosas se están poniendo muy mal, en verdad. ¡Ese mono es un auténtico demonio! ¿Cómo se las habrá arreglado para traer hasta aquí a nuestros maestros?”
Trató de tranquilizarle el tercer demonio:
“No tengas miedo. Juntemos el poder de nuestras armas, derroquemos a ese Tathagata y apoderémonos del Monasterio del Trueno.”
Sin pensarlo dos veces, el demonio de mayor edad cogió la cimitarra y atacó como un salvaje. Sin pérdida de tiempo Manjusri y Visvabhadra recitaron un conjuro y gritaron al mismo tiempo:
“Sí estas bestias no se someten de buena gana, ya se pueden ir preparando para la próxima reencarnación.”
El primero y el segundo demonios experimentaron tal pánico, que renunciaron a seguir peleando. Arrojaron inmediatamente sus armas y, revolcándose por el suelo, recobraron la forma que les era habitual.
A pesar de la suerte que habían corrido el león verdoso y el elefante blanco, el tercer demonio se negó obstinadamente a rendirse.
Arrojando su arma, batió sus alas y se elevó hacia lo alto, tratando de atrapar con sus afiladísimas zarpas al Rey Mono.
Tathagata comprendió en seguida sus intenciones, le apuntó entonces con el dedo y el demonio empezó a sentir tales calambres en las alas, que no podía seguir batiéndolas. Se quedó planeando por encima de la cabeza de Buda, mostrándose tal cual era: una enorme águila real de alas doradas.

Comprendiendo que no tenía escapatoria, el águila inclinó la cabeza y se sometió a los deseos de Buda.
Wukong entonces postrándose ante Tathagata, dijo:
“Me parece muy bien que hayáis atrapado a estos monstruos y hayáis eliminado todo el mal que pudieran haber hecho. Sin embargo, con eso no vais a restituir la vida a mi maestro.”
Exclamó el águila, apretando los dientes:
“¡Maldito mono! ¡Has tenido que ir a buscar al único que, de verdad, podía dominarme! ¿Quieres decirme quién ha devorado a ese pobre monje al que sigues? Está metido en un arcón de hierro que hay en el Pabellón de los Granados.”
Al oírlo, Wukong se echó rostro en tierra y empezó a golpear el suelo con la frente en señal de gratitud hacia el Patriarca Budista.
Luego regresó a la ciudad. Wukong no tuvo ninguna dificultad en encontrar el equipaje y el caballo. Después de liberar a Bajie y al Bonzo Sha, entraron todos juntos en el Pabellón de los Granados. No les costó ningún trabajo dar con el arcón de hierro, del que salían los lamentos y los sollozos de Tripitaka.
Al verlos, Tripitaka exclamó, a su vez, en el mismo tono:
“¡Discípulos! ¿Cómo os las habéis arreglado para derrotar a esos demonios? ¿Cómo habéis dado, además, conmigo?”
Wukong relató entonces todo lo que había ocurrido y el corazón de Tripitaka se fue llenando, poco a poco, de gratitud.
No les fue difícil encontrar algo de comida en el palacio, con la que saciaron el hambre de tantos días, Recogieron a continuación todas sus cosas y volvieron a ponerse, una vez más en camino.
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