Mitología china, novelas, clásicos literarios

Episodio 131. Monje Tang y las siete hermosas muchachas

Tras despedirse del soberano del Reino Morado, Tripitaka continuó el viaje hacia el oeste, montado en su caballo.

Después de dejar atrás numerosas montañas y de vadear incontables cursos de agua, el otoño tocó a su fin, el invierno perdió sus rigores y de nuevo volvió a hacerse presente el brillante atractivo de la primavera.

En cierta ocasión el maestro y los discípulos se detuvieron a contemplar la belleza del paisaje, cuando vieron, escondidos entre los árboles, un grupo numeroso de casas.

Tripitaka desmontó del caballo y se quedó mirándolas desde el centro mismo del camino.

Preguntó Wukong:

“¿Se puede saber por qué no seguís adelante, ahora que el sendero es llano y no hay rocas que entorpezcan la marcha?”

Exclamó Bajie:

“¡Qué poco sensible eres! El maestro debe de estar ya cansado de tanto cabalgar. ¿No te parece natural que se haya bajado del caballo para recobrar el aliento?”

Le corrigió monje Tang:

“En realidad, no estoy tan cansado como dices. Lo que ocurre es que veo allí un grupo de casas y opino que no estaría de más que fuéramos a mendigar algo de comer.”

Volvió a preguntar el Rey Mono:

“¿Qué manera de hablar es ésa, maestro? Si, de verdad, tenéis hambre, puedo ir yo a por la comida. ¿Por qué habríais de hacerlo vos? No está bien que nos quedemos aquí sentados, mientras vos llamáis a una puerta cualquiera.”

Se defendió monje Tang:

“Creo que no me has entendido bien. Normalmente eres tú el que vas muy lejos en busca de alimento, cuando nos hallemos en lugares deshabitados. Ahora que tenemos una aldea al alcance de la mano, es muy conveniente y me haría ilusión llamar yo mismo a sus puertas para pedir alimento.”

Bajie se mostró de acuerdo con ese punto de vista y le entregó la escudilla de las limosnas. Tripitaka se cambió entonces de sombrero y de túnica y, en dos zancadas, se llegó hasta la aldea.

Se trataba de un lugar realmente encantador con un puente de piedra, bajo el que fluían las aguas cantarinas de un arroyo. A la otra parte del puente se levantaba un grupo de casas tan curiosas y elegantes como la morada de un inmortal.

Se veía a cuatro muchachas hermosísimas, cosiendo y bordando fénix. Al comprender que en la casa no había ningún hombre que ellas, Monje Tang no se atrevió a seguir adelante, quedándose parado junto a los árboles.

Se dijo, preocupado:

“Si regreso con las manos vacías, los discípulos se reirán de mí y comentarán que no vale la pena seguir a alguien que, empeñado en presentar sus respetos a Buda, es totalmente incapaz de conseguir algo de comer.”

No le quedó, pues, más remedio que seguir adelante. Aunque era consciente de que quizá no debiera hacerlo, atravesó, por fin, el puente. Después de dar unos cuantos pasos, vio que justamente en el centro del patio de la casa se levantaba un pabellón de madera de sándalo, en cuyo interior había tres muchachas dando patadas a un balón.

Monje Tang las estuvo contemplando, ensimismado, hasta que comprendió que no podía seguir perdiendo el tiempo y, levantando la voz, dijo:

“Disculpadme, bodhisattvas, pero ¿tendríais la bondad de dar a este pobre monje la comida que podáis?”

Monje Tang y las siete hermosas muchachas - Viaje al Oeste
Monje Tang y las siete hermosas muchachas

Al oírlo, las muchachas abandonaron lo que estaban haciendo y, sonriendo con irresistible dulzura, salieron a su encuentro y le dijeron:

“Perdonadnos por no haberos dado antes la bienvenida. Pasad y tomad asiento. No está bien dar de comer a nadie al aire libre en nuestra aldea.”

Una de las muchachas que iba delante hizo girar dos puertas de Piedra y pidió al monje Tang que entrara a reponer las fuerzas.

Al monje no le quedó más remedio que obedecer. El mobiliario se reducía a unos cuantos bancos y mesas de piedra, pero lo más desazonante era que el interior estaba muy oscuro y el aire pareció tornarse, de pronto, extremadamente frío. Asustado, Tripitaka se dijo en seguida:

“Este no es un lugar tan bueno como había pensado. Aquí se palpa más la maldad que la virtud.”

“Sentaos, maestro.” le urgieron las muchachas, sin dejar de sonreír.

Así lo hizo el monje Tang, pero el frío se iba tornando tan intenso, que pronto empezó a tiritar, como si se encontrara en pleno invierno.

Preguntó una de las muchachas:

“¿De qué monasterio sois y con qué fin andáis recogiendo limosnas? ¿Para qué queréis el dinero? ¿Pretendéis, acaso, arreglar puentes y caminos, deseáis construir un nuevo monasterio o una pagoda, o estáis empeñado hacer una estatua de Buda e imprimir escrituras?”

“Yo no pertenezco a esa clase de monjes.” contestó monje Tang.

Replicó la muchacha:

“Si es verdad eso, ¿qué os ha hecho llamar a nuestra puerta?”

Contestó monje Tang:

“En realidad, soy alguien enviado por el Gran Emperador de los Tang, en las Tierras del Este, al Monasterio del Trueno, en el Paraíso Occidental, con el fin de conseguir las escrituras sagradas. Si me he atrevido a turbar la paz de vuestra respetable morada, ha sido porque, al pasar por aquí, me asaltó, de pronto, el hambre y no tenía adónde acudir. Os prometo que, en cuanto haya comido algo, reanudaré la marcha.”

“¡Eso está muy bien!” exclamaron las muchachas a coro.

Mientras tres de las muchachas discutían animadamente con el maestro sobre el tema del karma, las cuatro restantes se subieron las mangas y corrieron hacia la cocina.

Cogieron después un poco de carne humana en salazón y lo frieron con manteca de hombre. A continuación tomaron unos sesos humanos, y fríelo en dados de tofu.

Pusieron esos dos platos sobre la mesa de piedra y dijeron al maestro:

“Comed lo que queráis. Con las prisas no hemos podido prepararos una comida vegetariana en toda regla, pero suponemos que será suficiente para que, de momento, saciéis el hambre. Si queréis algo más, sólo tenéis que decirlo.”

Monje Tang no tuvo más que oler las viandas, para que el estómago empezara a darle vueltas. Pese a todo, juntando las manos a la altura del pecho, dijo, al tiempo que inclinaba la cabeza:

“Disculpad a este humilde monje, pero desde el día mismo de su nacimiento ha seguido una dieta estrictamente vegetariana.”

“¿No os parece que, para ser alguien que ha renunciado a la familia, os mostráis un tanto quisquilloso?” replicó la muchacha que le había servido.

Monje Tang rechaza la comida ofrecida por los duendes hembra - Viaje al Oeste
Monje Tang rechaza la comida ofrecida por los duendes hembra

Respondió monje Tang:

“No me atrevo a comerlo por miedo a romper los preceptos budistas. Si no os importa, me gustaría marcharme.”

Antes de acabar de decirlo, se había dirigido ya hacia la puerta, Pero las muchachas se negaron a dejarle partir, diciendo:

“¿Adónde pensáis ir tan deprisa? Ahora que estás aquí, no puedes escapar. Nadie deja pasar de largo una buena oportunidad.”

Todas las doncellas dominaban a la perfección las artes marciales y poseían una agilidad pasmosa en las manos y en los pies.

Después de empujarle sin ninguna consideración, como si fuera una oveja, le tiraron al suelo, le cubrieron de sogas y le colgaron de la viga más alta que encontraron.

Después de colgarle, empezaron a desnudarse. Profundamente preocupado, el monje volvió a decirse:

“Seguro que se están quitando la ropa, para golpearme con más facilidad y, así, poder devorarme antes.”

Sin embargo, las muchachas sólo se desnudaron de cintura para arriba. Con el vientre al aire, comenzaron a dar rienda suelta a sus poderes mágicos. Del ombligo empezaron a salirles unos hilos que no tardaron en esconder totalmente la entrada de la caverna.

Las Siete Espíritus Araña - Viaje al Oeste
Las Siete Espíritus Araña

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